Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Hay en el
perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el
destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad.
PATRICK
SÜSKIND, El perfume
Foto: Adobe Stock |
La
elección adecuada de un supermercado de
barrio, el que te saca de apuros en el día a día, no el de la macrocompra, se basa en diferentes parámetros personales: el orden, la cercanía, las cajeras y poco más. El que yo he frecuentado los últimos tiempos poseía estas virtudes para el hombre moderno: muy ordenadito todo, casi al lado de mi casa, y una cajera con mirada penetrante, así como conducta silenciosa, cómplice y algo cautivadora.
barrio, el que te saca de apuros en el día a día, no el de la macrocompra, se basa en diferentes parámetros personales: el orden, la cercanía, las cajeras y poco más. El que yo he frecuentado los últimos tiempos poseía estas virtudes para el hombre moderno: muy ordenadito todo, casi al lado de mi casa, y una cajera con mirada penetrante, así como conducta silenciosa, cómplice y algo cautivadora.
Por
mor del destino, deseaba secretamente
un
nuevo olor, una fragancia a modo de ambientador, algo que no había
comprado jamás en mi masculina vida (la
armadura de hojalata de la virilidad,
Moehringer dixit). Ese aroma lo quería ubicar en el universo olfativo
de mi pequeño despacho.
Debido a las particulares características de la labor que desempeño,
y debido también, por qué no reconocerlo, a mis inconfesables
rutinas, era necesario hacer acopio de material de enmascaramiento.
El olor elegido era el de lavanda. En
definitiva, volviendo al presente de la historia, intentaba coger en
esos momentos un gel capilar, colocado en la estantería más
elevada, al tiempo que mi cabeza pensaba en estampas del sudeste
francés,
repletas de lavanda, cuyos
efluvios
provenzales me embriagan desde hace unos años, más desde sus
connotaciones paisajísticas que desde sus implicaciones pituitarias;
costumbrismo y relax a partes iguales.
Hallábame
yo por tanto inmerso en la tarea de agarre de la gomina, mientras
dirigía mis expectativas visuales hacia la de la mirada penetrante,
que estaba cobrando a alguien. Al contemplarla, mientras encontrábame enfrascado en mi tarea, me devolvió impertérrita la
mirada, me despisté un tanto y cayeron al suelo estrepitosamente dos
botes destinados a ser aplicados en cabellos, no en superficies
pulidas. Al contactar con el pavimento, el contenido de los botes
—fluido denso y espeso, para nada inodoro—salió disparado en
muchas direcciones, dejando la superficie por donde pisábamos algo
perjudicada, resbaladiza y pegajosa. La cajera dejó de mirarme y
enarcó sus finas cejas, con algo de disgusto. Yo puse cara de
besugo, si no la tenía ya, y recogí lo que pude, apartando un poco
los botes hacia las estanterías. Ella resopló y entró en un cuarto
cercano, del que salió con escoba, recogedor, cubo y fregona. Cogí
rápidamente una gomina indemne y salí de esa calle, encaminándome
hacia la de las fragancias, colorado como el pack de tres de tomate
frito que ya portaba bajo mi axila, pues me niego a coger carros o
cestas (mis broncas me llevo después).
Mi
anhelada lavanda hallábase también en la estantería superior, así
que debía hacer malabarismos para elevar los brazos por encima de
mis hombros y que no se me cayera nada. Sólo se me desajustaron las
lonchas de jamón (escogidas sin mirar precios; mis broncas me llevo
posteriormente),
mal menor, pero agarré fuerte mi esperanzadora fragancia y la ubiqué
bajo la axila izquierda, junto con los yogures. Mientras, oía a la
cajera recoger en la calle paralela el destrozo que algún energúmeno
había causado, y me llegaban ondas expansivas aromáticas de la gomina
desparramada. ¡Vaya
tela cómo huele!,
pensé. Entre la gomina y la lavanda, no se me va a acercar nadie.
Estuve tentado de acudir a socorrer a la empleada, pero me contuve
porque soy muy propenso a estropear aún más las situaciones
generadas por mí, ya malogradas. Esperaba que por lo menos otro
empleado me atendiera en la caja y no tuviera que soportar la
humillación de su expresión facial de esfinge.
Me
asomé a la caja. No había nadie. No había más empleados, ni
reponedores ni nada parecido. Yo realizaba ya contorsiones circenses
para que no se me cayera de las axilas el resultado de la compra, así que había que actuar ipso facto. Y en esas, pasó mi amiga de
repente por delante de mí; tras volver a colocar en el cuartito el
material de limpieza empleado, me miró muy seria y me preguntó: ¿Le
cobro ya, señor? No sé qué me jodió más, el señor
o
el ya.
Muy seria iba la muchacha, demasiado.
Dije
que sí con la cabeza, movimiento en falso, dado que hizo que se me
descolocara de la axila derecha la mantequilla sin sal. Debí decir
sí,
que soy carajote. Afortunadamente,
no hubo destrozo alguno porque si no, mi amiga la esfinge, que tenía
justo enfrente y miraba incrédula la escena, me hubiera podido
estrangular con sus manos sin resistencia por mi parte y con todos
los posibles eximentes penales de su parte. Con mucha tranquilidad,
mi cajera favorita recogió el tarro, y cuando yo creía que lo iba a
reajustar en el hueco axilar, lo depositó en la cinta de su caja. Es
más sensato, pensé. Agradecí su gesto y me encaminé, igual que
ella, hacia el místico lugar donde iba a ser, a un mismo tiempo,
cobrado y silenciosamente
regañado
a través de su mirar inquietante. Místico por cuanto me encontraba
transportado fuera de mí, tal era el éxtasis.
Me
debatía sobre si pedir disculpas por lo ocurrido o no, pero es que
su profesionalidad era mayúscula, y pasaba con inusitada celeridad
toda la compra realizada, sin dar cabida a mi participación. No me
miraba. Cuando terminó de pasar las galletas digestive de limón
(¡no eran de limón, coño!; mi bronca me llevaré luego), sí osó
alzar la cabeza y posar sus ojos sobre los míos. ¿El
señor quiere una bolsa?
Me volvió a joder lo de señor. Yo templé la situación, dilaté la
reciprocidad visual unos segundos y, muy digno, respondí: Sí,
por favor.
Tras pagar, introduje la compra en la bolsa, y ahora
sí le
pedí disculpas por el desparrame en el suelo, agradeciendo su
intervención. Ella me contemplaba muy hierática y solemne, y
sosteniendo la mirada un ratito de más, me dijo con sorna que
esperaba
que la lavanda oliera mejor que el gel capilar.
Eso
espero yo también,
le contesté. Y me fui.
No
volví a pisar el supermercado en dos meses. Tuve que ir a otro un
poco más lejano, con un cajero barbudo con pendiente, con el que no
compartía miradas, sólo gruñidos. Aún conservo mi ambientador
lavanda, que uso en días seleccionados, cuando hay invitados
especiales —la
crème
de la crème—, o cuando he abusado de mis vergonzosas rutinas. Al expandir con el
vaporizador su relajante encanto por mi cotidiana atmósfera,
recuerdo los hermosos ojos de la cajera en un entorno idílico color lila
—púrpura
pálido, perdón—...
y el episodio de cubos y fregonas y demás despropósitos.
Al
menos, conseguí que me hablara.
*
Lector
desde pequeño, nos cuenta que se ha iniciado hace unos años en la
escritura, modestamente, y desde Litteratura queremos animarle a que siga así. Como lector, le gustan las biografías y los
ensayos. Como escritor, se expresa mejor en los cuentos. Finalista
del IV
Concurso
Litteratura de Relato.
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