Foto: Mihaela Noroc, El atlas de la belleza, La Habana (Cuba) |
Para entonces habían vuelto a crecer
las cañas. El agua de las últimas lluvias de diciembre se empeñó
en arrastrar todas las sales de la tierra, y en la brisa flotaba el
olor dulzón que los cañaverales maduros dejaban caer sobre las
guardarrayas. Los hombres eran escuálidas aves amarillas saltando
entre los camellones del camino húmedo. Acompañaban el tabaco y el
morral con el tintineo de las cantimploras de aluminio. Pronto el
humo de los tabacos terminó por barrer los olores de hierbas que
subían en remolinos invisibles, y el aire se fue llenando con las
imprecaciones y el griterío de los macheteros. Pancho Cervera aspiró
el aire sobre el tallo más próximo y suspiró con fastidio.
Rufino Leyva fue el último en
llegar. Venía solo, y marcaba el paso con una callada tristeza de
insomnio y una mirada indiferente que se perdía en el suelo. Pancho
Cervera fumaba y se frotaba las manos. Aquí es la cosa, dijo, y
lanzó un escupitajo sobre las cañas cercanas. Aquí, dijo Rufino, y
los dos hombres se prepararon para el corte.
Tomó tiempo a los cuerpos entrar en
calor. Algunos se quedaron fumando en la guardarraya y miraban con
recelo la tupida maraña verde, impenetrable. Otros, los menos
reacios, tiraron los primeros golpes, y pronto la cuadrilla completa
dobló la espalda sobre las hojas mojadas. Las mochas y los machetes
subían y bajaban en feliz chapoteo de cañas y cogollos. Un boquete
ancho se iba abriendo en el costado del cañaveral. Era una herida
profunda que unos dientes gigantescos se empeñaran en agrandar con
calma. Sólo las hojas parecían no querer resignarse a su suerte.
Devolvían los golpes sobre las partes desprotegidas de los brazos
con una protesta silenciosa. Y los hombres maldecían y arremetían
con furia contra los tallos indefensos.
Buena la caña este año, dijo
Pancho. Buena, dijo Rufino sin parar la mocha.
Pancho Cervera ya estaba acostumbrado
a las respuestas cortas y a la parca reciedumbre de Rufino. Pero no
siempre fue así. Hubo un tiempo en que Rufino llegaba contento al
campo y hablaba de sueños nuevos y planes futuros. Era otro hombre
Rufino entonces. Y era otro tiempo también. Era el tiempo en que los
hombres hacían fiestas los domingos y las mujeres tiraban a la
basura las sobras de la comida. Y era el tiempo de Yuli.
Ya no era joven, ni lo era cuando
habló con el papá de Yuli y el viejo dijo que sí porque pensó que
era lo mejor para la muchacha. Y Rufino prometió quererla bien. Se
la llevó a vivir a la casita de madera de la orilla del camino. Yuli
era casi una niña. Una niña grande podía decirse. Todavía llevaba
en los labios el sabor de las cunetas inundadas, y en los ojos le
asomaba el frescor de las plantas recién nacidas. Le costó trabajo
a Rufino hacerla entender su nueva obligación de mujer casada.
Primero fue la paciencia y el trato amable y la explicación, pero
perdió la calma y la hizo suya en la tercera noche. La muchacha se
quedó quieta y se lavó la sangre, y Rufino se lo hizo otra vez
cuando los gallos cantaban en la barriada y las cañas se estremecían
con la noticia de que ya la niña era mujer.
Pancho Cervera no tenía el empuje de
Rufino. Apretaba la mocha y la dejaba caer con fuerza, pero se
cansaba rápido y se detenía a coger aire con el tabaco apagado
entre los dientes. Miraba a Rufino y trataba de entender cómo podía
aquel hombre revolverse con tanta facilidad entre la selva de hojas
largas sin detenerse a respirar. Era mayor que Pancho, y habían
estado juntos en muchas zafras. Y era Pancho su único amigo cercano.
Era tan cercano como para saber todo lo que Rufino sufrió con Yuli,
de cómo ella se fue cuando las cosas se pusieron malas, y de cómo
aguantó Rufino el golpe sin una palabra ni una vacilación. Pancho
lo comparaba con aquel otro Rufino de antes, aquel que igual se
revolvía entre las cañas, pero lo hacía con una sonrisa en sus
labios recios.
Fue en aquel tiempo cuando el nombre
empezó a pegarse en las paredes. Primero fue un susurro, una
murmuración de las tablas, pero luego Rufino mismo se sorprendió
repitiéndolo junto a la cama cuando llegaba cansado del campo. Lo
pronunciaba en el baño, lo masticaba hasta saborear todas sus
letras. Yuli estaba en el olor de la cocina y en la humedad de la
tablazón de pino. Y estaba en el piso de tierra. Especialmente
estaba Yuli en el piso. Andaba descalza, y Rufino podía olerla en
cada rincón. La adivinaba en el cuero de los asientos y en los
bordes lisos de los platos, y respiraba libre y joven cuando se le
acostaba al lado y la sentía cerca y segura. Fue un tiempo bueno
porque los campos eran alegres y los hombres no sacaban cuentas sobre
el futuro. Era sólo un buen tiempo de mucho trabajo y muchas cañas
por cortar, un tiempo que hacía felices y grandes a los hombres y no
debió terminar nunca. Pero llegó un momento de cambios y escaseces,
y los hombres tuvieron que seguir doblando la espalda sobre las cañas
con los pies descalzos y el estómago vacío. Y Yuli creció y perdió
la apariencia infantil y la callada indiferencia por la vida simple
de los campesinos. Hizo amistades entre los muchachos de la ciudad
que llegaban a pasar la escuela al campo en la región. Pero ya era
tarde. El nombre ya estaba impregnado en las paredes.
Pronto el sol ocupó un lugar alto en
el cielo. El aire se calentó lo suficiente para que los cuerpos
empezaran a sudar. Los hombres no se detuvieron. Las huellas del
combate desigual seguían creciendo en el suelo. La mordida en el
costado del cañaveral ya era grande cuando llegó la carreta con el
almuerzo. Pancho y Rufino fueron los últimos en salir del campo.
Este tabaco es una mierda, se me
apaga a cada rato, iba diciendo Pancho. Más mierda será el
almuerzo, dijo Rufino, y Pancho movió a un lado y al otro la cabeza.
Almorzaron en bandejas de aluminio que el tiempo había vuelto
negruzcas. Después se sentaron a fumar a la sombra de la carreta.
Pancho habló de lo malas que estaban las cosas con los cañeros y de
los pocos hombres que habían quedado en los campos, de las alzadoras
que no podían trabajar por la falta de petróleo y del almuerzo cada
vez peor. La culpa es de esos rusos de mierda por haber sido tan
pendejos, dijo, y miró a Rufino buscando confirmación. Pero Rufino
dijo que no le importaban los rusos ni lo que hicieron con su país,
y Pancho entendió que el tema no era bueno para conversar. Después
habló de una tienda nueva que habían abierto en el pueblo para
vender por dólares y sacó la cuenta de lo que ganaría hasta el
final de la zafra. Venden de todo allí, dijo, y Rufino preguntó si
vendían zapatos también. De todo, dijo Pancho, zapatos y
televisores a color, jabón y pasta de dientes, y empezó a sacar la
cuenta de lo que costaría un televisor, después dijo que era mucho
y debía esperar la próxima zafra, a ver si, juntando las dos, se
podía comprar el aparato. Pero Rufino no tenía cabeza para sacar
cuentas. Esta es mi última zafra, dijo, compraré zapatos y me iré
lejos, dicen que se puede sembrar arroz por allá por Sancti
Spíritus. Qué sabes tú de arroz, dijo Pancho. Poco, dijo Rufino,
pero dicen que no es difícil, y el gobierno te da un pedazo de
tierra. Tierra es lo que sobra en este país, dijo Pancho, a mí que
me dejen con mis cañas, no sé hacer otra cosa, lo único que me
hace falta es un televisor para que los muchachos no anden saliendo
de noche.
Por la tarde llovió y los hombres
salieron temprano del campo. Pancho y Rufino escaparon del aguacero
bajo el cobertizo del centro de acopio. El agua caía sobre el techo
con un repiqueteo que hablaba del silencio y del dolor. Los hombres
callaban dentro de la piel sudada que el aire frío terminó por
convertir en punzantes mortajas de pelos erizados y polvillo de
cañas. Rufino miraba el charco que se iba formando cerca del cruce
de la línea del tren donde los muchachos resbalaban a gusto en los
días de lluvia. Fue allí donde vio a Yuli por primera vez. La
recordaba ahora, toda llena de fango, revolcándose en el agua sucia
con los niños de su edad. Le parecía oír su risa infantil y su voz
y su aliento virgen mientras la lluvia caía sólo para convertir en
tristeza lo que fuera un sueño real.
Yuli estaba hecha una mujer cuando
llegó el tiempo peor y el campo se tornó gris con sus carencias
acentuadas y sus rigores. Fue el tiempo en que las muchachas bonitas
empezaron a escapar a las ciudades. Y Yuli se fue. No lo hizo por
mala, o porque fuera Rufino demasiado viejo. Era sólo que había
crecido.
A la risa infantil de los primeros
tiempos siguió un mirar lascivo y una marcada pretensión de mujer.
Volvía los ojos, ávidos, cuando alguien hablaba de la vida nueva
que se abría en las ciudades. En la cama podía mostrarse
indiferente y fría, o explotar de pronto con fantasías de sexo
profundo y hambriento. En la casa andaba siempre descalza. La
costumbre ya se había hecho fuerte cuando llegaron las brisas del
cambio. Y con las brisas cambió también la costumbre. Ella empezó
a culpar a Rufino por la mala vida y el dinero escaso. Un día se
fue. La recordaba Rufino ahora mientras veía caer las últimas gotas
sobre el charco desbordado del crucero.
Pancho y Rufino salieron del
cobertizo cuando el sol declinaba sobre los cañaverales. El camino
estaba bordeado por paredones de cañas. Pancho habló otra vez de
los rusos de mierda y del televisor imposible, de los precios tan
altos y de las carencias. Y habló de Yuli.
La vi, dijo Pancho. Rufino hizo como
si no hubiera oído. Caminaba con la mirada fija en el suelo sin
importarle el fango que se había pegado en las botas como una
alfombra de hierbas y tierra que el agua hubiera tejido para él. Vi
a Yuli, repitió Pancho. Qué quieres decir, dijo Rufino. Que la vi,
está otra vez en la casa del papá. Pancho se quedó esperando la
respuesta. Tenía deseos de seguir hablando de Yuli, pero Rufino dio
a entender que no le interesaba el tema. Caminó callado arrastrando
las botas entre los camellones sin mostrar preocupación. No le
interesaba hablar de Yuli. No quería ni pronunciar el nombre.
El nombre se había quedado rebotando
entre las tablas. Rufino Leyva lavó las paredes y pasó una escoba
por las planchas de zinc del techo, y aun después, a riesgo de
agrandar los huecos, golpeó con un martillo las partes oxidadas y
las bisagras herrumbrosas de las ventanas donde las letras se
quedaron prendidas. Sólo cuando llegaron las primeras lluvias de
diciembre empezó a olvidar. Pero con la lluvia llegó también el
frío, y era la hora maldita de acostarse y tratar de dormir con los
ojos abiertos. El nombre se descolgaba desde el repiqueteo de las
gotas, saltaba de tabla en tabla, de hueco en hueco, mordía los
bordes lisos de los platos, reptaba por el piso de tierra y se
escondía bajo la almohada. Rufino Leyva se levantaba enseguida y
abría la ventana, cerraba los ojos y dejaba que el nombre se le
escapara de la boca, lo obligaba a salir acariciando cada sonido con
la lengua, lo veía subir y mezclarse con las gotas de lluvia fría,
y era otra vez la hora maldita de acostarse y tratar de dormir. Y el
nombre era Yuli. Rufino Leyva se levantaba otra vez y lo pronunciaba
con los ojos entrecerrados, lo dejaba escapar hacia los cañaverales
donde la murmuración se había hecho fuerte, lo veía retorcerse en
las guardarrayas y en los charcos del camino. Pero el nombre volvía
cuando Rufino lograba dormirse, subía por las paredes reptando de
tabla en tabla y se escabullía entre las planchas de zinc del techo.
Los hombres llegaron hasta la
carretera con las botas llenas de fango. El agua sucia terminó por
colarse entre las junturas estropeadas por el uso y el tiempo, y mojó
los pies. Pancho no volvió a hablar de Yuli. Lo hizo después,
cuando llegaron al lugar donde debían separarse y Rufino preguntó
si era verdad que vendían zapatos en la tienda nueva del pueblo. Y
Pancho dijo que sí, pero que no servían para trabajar en los
cañaverales. Son de salir, dijo. Y Rufino dijo que no pensaba
comprar zapatos para trabajar. Los quería para Yuli.
Pancho no supo qué decir de momento.
Sólo cuando lo hubo pensado bien, dijo que Yuli no necesitaba zapatos.
Ella tiene de todo ahora, tiene dinero de sobra y un marido
extranjero. Pero Rufino dijo que se los iba a comprar de todas
formas, y Pancho aconsejó no gastar el dinero por gusto. Si se los
compras, los va a botar y se va a reír de ti. Se los compraré, dijo
Rufino, los escogeré yo mismo y se los llevaré, y si no los quiere
los voy a picar en pedazos. Y el grande Rufino Leyva, machetero largo
y hombre parco y recio, cansado de tanto fango y tanta picazón
comiéndole la sangre, sacó la mocha que llevaba en la cintura, la
limpió con el pañuelo, le dio unos pases de lima sin dejar de
caminar y probó el filo en el tallo de una caña miserable. Después
se volvió y dijo Nos vemos mañana, y siguió caminando sin mirar
atrás.
Cuando llegó a la casa, se sentó a
pensar en todo, y por primera vez maldijo a los rusos de mierda por
haber sido tan pendejos y maldijo el nombre de Yuli. Pero el nombre
se había quedado rebotando en las paredes. Rufino Leyva lo oyó
descolgarse desde el techo y reptar por el piso de tierra. Lo oyó
más tarde, bajo la almohada, cuando trataba de dormirse por cuarta
vez. Y lo volvió a oír después, a medianoche, antes de arrancar a
martillazos la primera tabla.
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