martes, 7 de mayo de 2013

Once más uno......Marcos Vasconcellos

Foto: www.curiosoperoinutil.com
Once cajeras y reponedoras de supermercado hacen la pausa para la comida en la terraza de un bar de barrio a mediados de marzo. Ha salido el sol y la gente se pelea por una terraza. No van a comer mucho por si engordan. Piden unas tostadas variadas, que es poca cantidad aunque tenga calorías. El bacon suele triunfar y, ya para cornearse de gloria, piden de beber coca-cola light, que eso siempre engaña al cerebro. Bien, unos cigarros, estiran los chándals y a rajar se ha dicho. 
         Once más uno, el equipo de las risas forzadas da un puntapié al balón pinchado. Comienza el partido. 
         Divisan en una mesa cercana a un chico que las mira, un chico de su edad, andará por la mitad de los treinta, que las contempla de la misma manera que observan los depredadores. Algunas piden chupitos. Sin alcohol, no seas tonta, que un día es un día. 
         El chico, que ya llevaba tiempo pensando, decide proponerles un juego. Para lo cual se coloca las gafas de aviador, así pasa más inadvertido y le cuesta menos hablar. Que no se hagan las tontas, ha notado que algunas le miran. Ellas escribirán en una servilleta el nombre de las chicas que, para empezar, tomarían algo con él. Al mismo tiempo él describiría a las chicas. Se pasarían los papeles. ¿Vale?... Qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte, pero en el fondo las entretiene y excita el juego. Entre ellas tiene que haber una intermediaria, la chica del piercing y el tatuaje alado, perfecto. La valiente del grupo. La candidata adecuada, ya se sabía. 
         Comienza el juego, las risas, las miradas, los pelos teñidos, las gafas grandes, los aros, los cordones del chándal, los tangas, el Nobel, los tirantes, las uñas pintadas, los lunares, las zapatillas de marca, el azul y el rosa. La paciencia del chicle masticado. 
         Se intercambian los papeles. El chico ha escogido a tres. Por su parte, ellas sólo han sido dos las que le han elegido. Por descarte, al final sale la tímida del grupo. Les dejan solos y, como cuando tenían quince años, se van a dar una vuelta y se sientan en un banco. Ella no irá al trabajo, le harán la suplencia entre todas, total, la encargada ha dado su consentimiento. En el parque, frases sin gracia, desinfladas y disecadas como el plato de paella que había pedido alguien. Él decide llevarla a su casa, al piso de su pareja, la pareja que no está en casa. 
         Ella se desnuda, las copas de choni brindando al aire, el sujetador de la noventa, casi cien. A él le encanta esa lencería básica, hace que se quite el sujetador y se quede sólo con los tirantes, marcando los pezones grandes y rosados. Se empiezan a besar, ella observa las fotos de pareja, recuerda a su ex novio y los planes que tenían juntos…, y rompe a llorar. Es más joven, más ingenua, más de peluche y estrellitas en el cielo. Él no puede seguir, se enternece a pesar de tener la entrepierna a punto de disparar. La abraza, no sabe cómo pero la abraza. Es absurdo, el juego de la ruleta rusa de barrio no puede acabar en un simple abrazo. Le besa las lágrimas, lo intenta de nuevo pero ella no quiere, se echa para atrás. Él mira hacia la ventana mientras ella se viste y se aleja por el fondo del pasillo, el pasillo que todos los días permite que otra se marche a la calle, al trabajo. 
         Y se cierra la puerta, él se dirige al salón, se sienta y observa las fotos de los viajes de siempre, sin reconocer lugares ni viajeros. 

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