Segundo Premio (ex aequo) del IV Concurso Litteratura de Relato
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Así es como todo pasa, según ella, y uno
pierde… Qué sé yo lo que dice que uno pierde, pero está bien segura de que uno
lo pierde.
A veces le pregunto si le molesta que sea
el mismo, con esas manías íntimas, con el café de la sobremesa, mis discos, mis
lecturas. Es entonces cuando me intriga, cuando me chista suavemente porque la
nena sigue convaleciente, cuando junta mis labios con dos dedos como maleando
una arcilla tibia, cuando me dice que en realidad no soy el mismo… Casi siempre
me adormezco feliz de sus ocurrencias, de su percepción minuciosa. He llegado a
sentir que puede diferenciar y nominar cada gota de lluvia, reconocer los
diferentes ángulos de abertura de una rosa minuto a minuto. He llegado a temerle,
tal vez no a ella, pero sí a su forma de escrutarme, a su manera de descifrar
mis cambios, de añorar las irrecuperables virtudes que yo no termino de anotar
como perdidas. Tantas otras veces, también, me he empecinado en demostrarle lo
contrario. Casi lo logro aquel abril…
No olvidaré aquella cabaña que elegimos para rasgarnos el sayo que Buenos
Aires nos ponía día a día. El perfume que nos inundaba, esa falsa sensación de
haber quebrado la continuidad del aliento agitado del ruido, ese follaje
desnudo ante nuestros ojos siempre vestidos, la intimidad de esa lejanía… donde
decir taza era escuchar la palabra taza, donde abrir la puerta era oír la
madera carraspeando.
Sé que llegamos a pensar que la
irracionalidad de lo simple nos invadía, que una vida sin bosquejo previo se
nos ofrecía con la piel en celo; casi nos convencemos esa noche en que nos
mordimos los labios en la oscuridad de las estrellas encendidas, en que nos
buscamos sin el reparo del horario, del almanaque, de las cuentas por saldar.
Luego, un amanecer por las hendijas, ella entre mis brazos, un río claro que
aún ciego de almohada no pensaba buscar, una brisa intrusa y un silencio. Sí,
un silencio…, cuando el sol ya debía haber perturbado a… ¿la nena? Sí, sí, está
bien… está en… No, no está en su cama…
No guarda mi memoria la forma en que salí.
Veo, en cambio, aún hoy, la escena aquella: el alba rojiza, los árboles mudos…
y la chiquita gateando delante del tigre…
Cuando Liliana, aún semidesnuda, apareció
a mi lado y observó lo que pasaba, sólo atiné a amordazarle la boca con mis
dedos; fue un segundo… menos, en el cual mis manos volaron a su rostro,
imposibilitándole gritar.
Sabía que un veredicto de muerte pendía
sobre mi hija y que sería consumado al mínimo susurro. Transpiré, mi aliento se
quebró mientras seguía milímetro a milímetro los movimientos del felino y de mi
chiquita.
Mi mujer vibraba, yo también, comencé
a sentir frío, a medir cada rodeo del animal, a escuchar en mis sienes cada
paso de la bestia como una pulsación lenta, una especie de timbal amplificado
que latía en mi cabeza, como si un reloj sideral marcara los rallentados
segundos de una sentencia eternamente dilatada.
Caminó, observó, olió… En un instante
fatal sentí que su cabeza se acercaba a la frente de mi criatura. Mis yemas
húmedas resbalaron del rostro de Liliana y su lengua –acaso también
involuntariamente asesina– lanzó un grito que el animal respondió con un fatal
movimiento de su garra, con el que cercenó una mejilla de la nena, deshebrándola
como un papel mojado.
Veo la sangre, sí, la veo, aún siento el
olor, los alaridos desesperados de mi mujer corriendo a ensuciarse de ese rojo
espeso, a tomar a esa muñeca rota entre sus palmas buscando una explicación, y
el animal, quizá tan inocente como todos, huyendo ante el griterío.
Aún rememoro, en mis brazos, el peso del
arma que tomé todavía entre llantos sin repuestas. Mi hija agonizaba, y mi
esposa tironeaba de mi camisa rogándome que no fuera. No la escuché, no reparé
en sus súplicas. Escopeta en mano salí a buscarlo, acaso con la falaz
excusa de evitar otra muerte, ese argumento que, cegado de odio, ni yo mismo
creí.
Caminé sin rumbo, olfateando la nada como
un asesino patológico dispuesto a fagocitar su víctima, adivinando
pisadas, intuyendo aromas perdidos entre arbustos.
Temblé al verlo. Advirtió mi presencia y
se alejó unos pasos de la cría que parecía cuidar con esmero, acaso adivinando
mi intención de arreglar cuentas, y el peligro que aquello implicaba para su
hijito.
Lo vi acercarse ofreciéndome su vida, me
afirmé, apreté las muelas hasta sentirlas pulverizarse en mi paladar…
Ya en la mira, giré imprevistamente, y en
una venganza que aún me enorgullece, apunté al cachorro... y se lo asesiné delante
de sus ojos.
Marcelo Galliano |
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