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Como trozos pequeños de merluza despacio, mientras ella termina los dos platos que ha pedido. Qué suerte comer tanto y tener un cuerpazo. Podía haberlo heredado. Luego viene el tema del colegio, las notas, los exámenes, que no soy una lumbrera ya lo sé, pero insiste mucho. Aunque hoy no hay amenazas, lo que, si no supiera lo que trama, me pondría en alerta. Pido fruta, ella quiere que coma la milhojas. Ni hablar. Quito la nata de la fruta y vuelta con las estúpidas preguntas. ¿Es que no ve que estoy sana? No menciona la mudanza, la abuela le habrá dicho que le va a costar convencerme.
—Natalia, ¿te apetece ir de compras?
Tengo diecisiete años. Se supone que lo que más deseo es ir de compras.
—No. Prefiero mañana sin la mochila.
Es que algunas veces parece tonta. Me fijo en la cúpula, cada vez que venimos me sorprende, es tan colorida, los cristales, la inmensa luz. Tiene muy buen gusto mi madre. Bien, pues vamos a su casa a ver una peli. Es un buen plan. Allí me podré vestir de persona.
¡Increíble!, para ir a su piso que está a quince minutos andando, tenemos que tomar otro taxi. Al menos podía ser un Uber, algo más moderno, más normal. Al entrar lanzo mis zapatos al aire, sólo porque sé que la molesta. Nuevamente no dice nada del tema, puedo aprovecharme de su debilidad. Me cambio de ropa y tiro el uniforme al suelo. Hace como que no se entera. Nos sentamos cada una en un sofá.
—¿Qué quieres ver?
—Sonrisas y lágrimas.
Me mira. ¡Sorpresa!
—¿Otra vez?
Río y río. Rio con la boca y con la piel, no con el alma.
—Pues... Mary Poppins.
Se tira sobre mí para hacerme cosquillas. No se ha quitado su traje, no le importa. Pasamos un buen rato jugando. Ahora si soy una niña. El mando de la tele se cae al suelo. Los vaqueros se me clavan en el pubis por retorcerme tanto. Cuando nos calmamos, aún jadeando, me ataca.
—Natalia, he de decirte algo.
—¿Qué?
Me siento en el sofá muy rígida, ella también. Me coge la mano, parece que no vamos a tener película.
—He estado hablando con los abuelos… Ha llegado el momento de que vuelvas a casa. Tienes diecisiete años. Puedes pasar sola las noches.
Respiro, la miro fijamente. La primera pregunta es la que espera.
—¿Seguiré en mi colegio?
—Claro.
—¿Y dejarás que vengan amigos?
—Por supuesto.
No me cabe duda de que no esperaba una reacción tan fría.
—¿Y cómo se supone que vas a trabajar si yo estoy en la habitación de al lado?
—He comprado un pequeño apartamento.
Lo imaginaba.
—¿Dónde?
—En Velázquez. Preparo el puñetazo en el estómago. Lo tengo bien calculado. Sus
ojos intentan mostrar serenidad y firmeza. Está temblando. Lo lanzo.
—¿Y cómo explico a mis amigas que no estás por las noches? Alguna vez se quedan a dormir en casa.
Intenta inventar una excusa, pero no le doy tiempo.
—Les diré la verdad.
Me mira extrañada. No me cree capaz, pero duda. Sería yo la que podría perder a las amigas. Lo sé. Me toco el pelo, tengo que cortarme un poco las puntas. Jamás contaré a nadie a qué se dedica. ¿Lo sabe ella?
—No serás capaz.
Me gusta haberle causado temor. Devolverle el miedo que he sentido siempre. La verdad es un telón de terciopelo rojo entre ella y yo. Nunca viviré con mi madre.
Cojo el mando y enciendo. Miro hacia la tele.
—Por cierto, mamá, ¿cuánto cobras?
Carmen Sogo |
Sencillo, directo y elegante. Muy bien escrito. Me gusta.
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias, Jordi, de parte de la autora!!!
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