A Miguel Hernández, en el 79º aniversario de su muerte
Ya
pasó el tiempo de las flores.
¿No
vieron un grito apaleado?
Igual
de negra me parece la mujer
que
mira un crucifijo de madera
y
llora.
Me
apena ver cómo pela la cebolla
queriendo
encontrar a su marido.
¿Será
ella la que llama a mi puerta?
No
puedo continuar doblegado al frío del acero,
que
se pega a las cacerolas, al manojo de llaves
y
a las pistolas.
Llama
una tormenta buscando
una
noche hecha de cartílagos.
Sí,
ella es la furia de la verdad
que
incendia la toga del juez.
A
estas alturas, habrán sido violadas
y
desfloradas todas las primaveras,
no
quedará ni rastro de la fragilidad.
Pero
aquel hombre...
¿qué
fue de quien se mostraba entero,
sin
galardones cuando nos escribía?
Temo
por la paz cuando la mano
se
levanta altiva sobre la justicia
y
anuda la soga al blando cuello
del
hombre justo por naturaleza.
Para
bien o para mal, espero alguna respuesta.
Pero
ya todo es silencio: a la medianoche
callaron
los muertos.
Ya
no calmaran la sed del hombre
que
entre barrotes quiso amarnos.
Miguel
nos mostró a qué huelen
las
fieras encerradas en una flor.
Quienes
lo asesinaron, sin saberlo,
han
puesto fin a su propia historia:
han
nacido el hombre y la mujer
libres
para derrotar al fascismo.
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