Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Las
naranjas del abuelo lucían en el fondo del jardín. Parecía que las lustraba, porque brillaban de una manera especial. “No las toquen”, nos decía con cierta
seriedad, “hay que dejar que maduren y caigan solas”. Entonces sabíamos que el
naranjo era un lugar sagrado, que podía observarse y nada más.
Foto: Antonio Mensaque y Alvarado, Naranjas y limones |
Todas las tardes, luego de dormir una breve siesta,
acercaba su sillón de madera verde y un almohadón a rayas amarillo y blanco al
lado de su árbol preferido, y una vez acomodado, abría su libro y se disponía a
leer un buen rato. Historia, siempre libros de historia, que refrescaran su
memoria y que además lo informaran un poco más. Rosas, Mitre, Sarmiento, San
Martín, Belgrano, eran algunos de los próceres que disfrutaba leer.
Y por la tarde, ya a la hora que caía el sol, llegábamos
sus nietos de visita. La abuela nos abría la puerta con una sonrisa enorme y un
beso en la mejilla. Al ingresar, un aroma a jazmín invadía el living comedor.
Es que al lado del naranjo había un jazmín, enorme, que florecía y daba tantas
flores como el árbol naranjas. Entonces, una vez florecidas, las cortaban y las
colocaban en diversos lugares de la casa para que perfumaran los ambientes, y
además nos dejaban un ramito reservado para los que íbamos de visita.
Luego de saludar a la abuela, pasábamos al jardín a ver al
abuelo y distraerlo de sus lecturas; siempre dispuesto, se alegraba de vernos.
Dejaba en el sillón su libro y se acercaba a saludarnos.
Un día llegué y en mi mano derecha tenía mi celular, me
miró y me preguntó: “¿Eso también saca fotos?” “Sí, abuelo, puedo sacar fotos
con este celular, además de muchas cosas más.”
“Haceme un favor”, me dijo, “sacame una foto con el naranjo
que está tan lindo…”, y acercó nuevamente su sillón y su libro. “Voy a hacer que estoy leyendo”, me comentó. Y ahí, como si no se diera cuenta, saqué
una, dos, tres fotos. Por si alguna salía mejor que otra. “Mirá, abuelo”, le
dije. “A ver… salió fantástica, sos una buena fotógrafa y mis naranjas han
posado muy bien.” Me hizo gracia su comentario, esbocé una sonrisa y por dentro
me sentí orgullosa de ser la fotógrafa oficial de ese monumento mágico
instalado en su jardín.
Segundos después, llegó mi abuela con una enorme bandeja
llena de cosas ricas para merendar, mermelada casera, jugo natural exprimido
(de naranjas ya caídas), pan recién horneado, y una gran tetera con agua
caliente. Era primavera, todavía el sol iluminaba el día y la temperatura era
la óptima, ni frío ni calor, apenas una brisa fresca hacía temblar por momentos
algunas hojas del jazmín.
Tomamos té, comimos todo el pan, que estaba tibio, y
hablamos un montón entre bocado y bocado. El abuelo nos contó un poco qué
estaba leyendo, la abuela intervenía con algunos comentarios, yo los escuchaba
atenta. De repente un pájaro se posó en la medianera y comenzó a cantar, “A ver
si adivinas que pájaro es”, me dijo el abuelo. Yo, que poca idea tenía de los
distintos tipos de aves, arriesgué a aventurar “un cardenal”, y señalándolo me dijo:
“Escúchalo cantar, parece que dijera benteveo,
y de ahí su nombre”. Y desde entonces que lo identifico con mucha facilidad
apenas lo escucho cantar: Benteveo,
benteveo…
Ya se había hecho de noche, y me disponía a irme cuando el
reloj del abuelo marcaba las ocho. Era un reloj de esos grandes a cuerda, con
un péndulo que se movía segundo a segundo. Me enseñó a darle cuerda, y me
dirigí a la puerta de salida, mi abuela se acercó con una enorme bolsa de
naranjas, y desde atrás el abuelo acotaba: “Esas naranjas decidieron caer
porque alcanzaron su madurez, podés llevarlas y hacer jugo, mermeladas o algún
postre especial, que después tendrás que darnos a probar”. En la otra mano, la
abuela tenía un pequeño ramo con algunas flores del jazmín para que me llevara, me
dieron un abrazo, un beso en la mejilla y me fui.
Camino a casa, sentí plenitud. Cuánto me había llevado de
ellos en unas horas que estuve ahí. Cuántas enseñanzas implícitas me dejaron en
lo que dura un atardecer. Me fui pensando en las naranjas, que solas deciden caer,
pensé que la vida sería un poco así también, que uno cuando se siente ya algo
maduro debe también dejarse caer, o en todo caso soltarse, y entonces a las
naranjas no queda más que exprimirlas cuando ya soltaron la rama que las
sostenía, así que a mí no me quedaba más que exprimirme a experiencias si ya
había abandonado hacía unos años la adolescencia y algunos miedos no me dejaban
avanzar. Entonces, sin dudas, me dije: “Es momento de exprimir”.
Y esa noche dormí con un aroma a jazmín arropándome, con el
beso de mis abuelos que para mí era una bendición, con el sonido del benteveo
silbando en mi oído y con la imagen viva en la retina del naranjo, que había
sido ese día el rey de la tarde.
Florencia González Castellanos |
* Nació
en Córdoba (Argentina) en 1989. Licenciada en Psicología por la Universidad
Nacional de Córdoba en 2014, durante los años 2005 y 2006 asistió a los talleres
literarios dictados por el poeta Hernán Jaeggi en la Biblioteca Córdoba. Desde
entonces y hasta el momento, ha escrito numerosas poesías y relatos breves. En el año 2014, participó como ensayista en el I Concurso Literario Nacional “Mi visión sobre la
paz”, coordinado por la OAJNU (Organización Argentina de Jóvenes para las Naciones Unidas). Finalista del III
Concurso Litteratura de Relato.
Hermoso relato. Lleno de calidez y verdad, cómo su autora.
ResponderEliminarGracias
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHermoso Flor!!!!!
ResponderEliminar¡¡¡Muchas gracias de parte de la autora, Unknown y Patricia!!!!
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