domingo, 21 de enero de 2018

Eléctrico Ardor......Ur Olivero

Foto: Ana Belén en Fortunata y Jacinta, de Mario Camus
En 2010 viajé a Madrid y me chocó el asunto ese del metro. Uno cree que vamos en la dirección que rueda el vagón (si atendemos al gráfico que señala las distintas paradas de la línea en la que viajas) y nones, que vamos en la dirección contraria, un poco al revés, como aquel que dice. ¿No va el mundo un poco así?... No es nada importante, pero algo sí. Hay algo en la monumentalidad de la Villa del oso y el madroño que me asfixia, no sé bien qué, quizás prefiero continuar en mi aldea (palabras, papel, imágenes e imágenes, de fuera y de dentro), empezar a construir la casa por los cimientos, cosas así, no fue de otro modo en que se empezó a laborar el barro de ese homínido llamado Homo sapiens, ese mismo que aprieta el botón de un cazabombardero y suprime del paisaje a animales de su misma especie (desde Vietnam y mucho antes). Y anduve un poco por ahí y me gustó escuchar el castellano, una especie de medida y tiempo entre las pantuflas y el pijama, en un café de media intensidad por ahí por el barrio de Chueca, a dos tiros de arco (continúo en la aldea) del metro Chueca. Y aquí en los madriles entré en algún que otro blog de ¿escritores? cubanos que viven en Madrid, según me sugirió un amigo, y me sorprendió, me sorprende, la facilidad con que algunos mecanógrafos se colocan ahí, en la parte de Comentarios y escupen y cocen frases vacías, creyéndose, los ingenuos, que dicen algo, que argumentan algo. Y citan y citan, y presuponen lo que no deberían. ¿Han leído a Luciano?, ¿han leído a Boecio, a Gracián, a Mateo Alemán, a Montaigne? 
        Vaya, cómo rinde un viaje sin moverte mucho por las callejuelas del reino que supo tan bien tejer y destejer Pérez Galdós en los bajos y los altos fondos. Y me moví. Y crecí un poco más dentro de la librería Eléctrico Ardor Libros, con las buenas y cuidadas ediciones que tienen allí Alicia y Martín, novelas grandes por sus pequeñeces, libros de fondo que se aprecian desde la superficie por lo sabio que contienen sus palabras bien puestas y abiertas. Nada, que si andan cerca, Pelayo 62, por ahí por Chueca, un paseíto por la librería quizás no les vendría mal. De demasiadísimos escritores está sobrado el mundo, de libros realmente buenos y luminosos, no, por desgracia. Buen provecho y ojo al parche, como reza el refrán.
         Decía el periodista Carandell que nadie era de allí y todos eran de allí, y así los asuntos de la Villa y Corte, los asuntos de la Villa del oso y el madroño, rodaban mejor. 
         Había un señor vendiendo puntos de libro a escasos metros de la plaza de Santa Ana, y Soledad y yo nos acercamos a curiosear, y como el que no quiere la cosa, parla va parla viene, se coló el bueno de Galdós, que acababa de leerse, nos dijo, Fortunana y Jacinta, y el hombre se emocionaba cuando recordaba las andanzas de Juanito Santa Cruz y su tropa de amigos. Después de la fresca y fugaz travesía por algunos pasajes de los territorios del escritor, le compramos tres puntos. Las fotos de los puntos las había hecho él mismo, y esas poesías que apuntalaban las fotos eran un poco representativas de aquellos tiempos de picardías y dimes y diretes, donde un guante aparentemente caído al azar, o una nariz poco amable con cierta estética defendida en el momento, o un chisme sobre cuernos en los entresijos de palacio, eran el alfa y el omega de la socarronería y los chascarrillos, y las púas de los Quevedos y los Lopes y los Góngoras.
         Había leído esa novela, lejos, muy lejos en el tiempo y el espacio, y todavía muchos de sus pasajes se movían dentro de mí sin forzarlos a reaparecer.
         Abejeaban gente paseo arriba y paseo abajo, y el señor de los puntos, que como el canario escribían pocos hoy por hoy. Luego le preguntamos por la parroquia de San Sebastián, “esa que tenía dos caras como algunas personas”, parafraseando al maestro canario hijo ilustre de Los Madriles, pero que ahora la parroquia estaba en obras, que ahí detrás estaba enterrado el bueno de Quevedo.
        Nos pasamos por allí y percibimos el aroma del grande poeta que cantó a las prisiones interiores, no menos esclavizadoras que las prisiones convencionales y conocidas,

              Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
              venas que humor a tanto fuego han dado,
              médulas que han gloriosamente ardido,...

         Hasta me pareció sentir el alma de Fortunata. ¿O era Jacinta y la memoria me urdía, pícaramente, una zancadilla acorde con los tiempos de antaño y no tan impropia con los de hogaño? Bueno, pues que me pareció verla y hasta escucharla hablándole al doctor sobre sus dolencias y sus soledades.
       En la librería donde nos cobijábamos esos cuatro días, sabroso baño de cortesía de Alicia y Martín, había muchos libros interesantes y ediciones que ya no estaban de moda en el sacrosanto y pujante mercado. Ediciones de aquel lado de allende los mares (como cantaría el poeta) y ediciones de acá, y uno, como lector hambriento que nunca se sacia, pues detiene los ojos en ese Facundo de la bolivariana Ayacucho, o en esa edición de El siglo de las luces de la escasa de papel Letras Cubanas, o en aquel otro librito, El juguete rabioso (en cuya portada figuraban unos puños detrás de unos barrotes, como queriéndose escapar el dueño de esas manos), leído y venerado ayer por los grandes del famoso boom, que ya venía de antes el boom, pero nunca está de más refrescar.
         Ahí estaban en la edición de Pomaire mis dos amigas, las hijas de Galdós, tan buenas y tan vivitas como siempre, y volvimos a reencontrarnos tantos años después, y Madrid se me creció tan cautivador como hoy a pesar de los pesares de Fortunata, ¿o era Jacinta? A pesar de la caída de Rubín. ¿Loco Maxi? ¿Cuerdo? Y el santo de Feijoo, el santo de Feijoo en busca de espirituales compañías…
        Ayer eran los vicios dentro y fuera del horno, los meandros de las picardías, el látigo de los inciensos y rosarios, las buenas costumbres y las cuidadas formas. Hoy no había cambiado mucho, sólo que las formas y los vicios llevaban otros nombres y otros apellidos, y quizás se publicitaba demasiado lo que sobresalía en su apariencia por aquello de faltarle la magia del contenido. Pero ya lo había dicho el presunto doctor a Fortunata, ¿o era a Jacinta?,
         “Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande.”
        En lo grande, si se sabe contener bien lo pequeño, no cabe nada porque cabe todo. Carandell sabía de esas cosas, pues luego vino a ser otro hijo adoptivo de Madrid, la de muchos caminos y muchos cielos.

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