¡Feliz Año Nuevo para tod@s!
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–Uta madre, me debo estar
volviendo loco. Pinche memoria –pensó.
Se sentó a veinte pasos de
ahí, en el suelo, otra vez, a esperar la sobriedad. Su cuerpo no respondía,
quería dormir, aunque una cerveza muy fría aparecía en su cerebro: helada, aún
escurriendo partículas de hielo, atormentándolo. Buscó su cartera. Nada.
–¡Hijos de su puta madre, me
bolsearon!
Sólo se descubrió unas monedas
en el bolsillo. Además de la cerveza o un trago, el sueño acabaría con la
borrachera, pensaba.
Perdida toda esperanza,
continuó luchando contra la memoria y sus fantasmas durante un buen rato. Los
rayos del sol resbalaban sobre su ondulada cabellera, haciéndolo sentir como un
salvaje arbusto, plantado en el asfalto.
La tarde empezaba a caer
cuando apareció ella, con una indecible ternura, su cabello teñido y largo, su
bolso al hombro. Un triángulo de pantaleta blanca se pudo apreciar bajo su
ajustada falda roja. La bebida, tal como la había imaginado, apareció frente a
él, directamente de una mano femenina. Ella se sentó a su lado, ante el
desconcierto de Carlos.
–Llevas horas ahí tirado, ¿qué
te pasa?
Conversaron durante un buen
rato. Ella le contó que tenía un hermano en situación de calle –el más rebelde
de la familia–; así se quedaba a dormir en la calle, como él, por eso quiso
ayudarlo. Carlos, por su parte, dijo que andaba perdido. Lo único que deseaba
era llegar a casa, con su mujer.
–Debes mojarte la cara y el
cabello o no podrás reaccionar. Ven, acompáñame.
La duda lo asaltó, a pesar de
la borrachera.
La miró unos instantes y
sacudió la cabeza. La siguió, al fin, como autómata, deleitándose en su bebida,
con la duda taladrando sus espaldas. Ella lo condujo a unos excusados públicos.
El agua aplicada en el rostro
y en la cabeza, con el cuenco de sus manos, entregó a Carlos un gran bienestar.
Él quería mear, solo; ella insistió en meterse junto con él.
–No te me vayas a caer, mi
amor, todavía estás muy borracho.
Le entregó otra cerveza que
extrajo de su bolso.
En el espacio para el retrete,
apenas cabían los dos, de pie. Le bajó el cierre. La verga de Carlos respondió
al primer contacto. ¿Cuántos días tengo sin coger?, pensó de repente. Ella se
agachó como pudo, colocándose de hinojos. Sus tacones invadieron el retrete
contiguo, pues la división no llegaba hasta el piso.
–Ahorita verás cómo te
desapendejas pronto, papacito.
Comenzó a chupar con una
maestría sorprendente. Su mano izquierda no abandonó la mona. Él se dejó hacer,
con la vista clavada en el techo, mientras apuraba su bebida. Las brumas en su
cerebro no le permitieron responder. Las cervezas hicieron efecto muy pronto.
Sin que su amante lo notara, Cassandra extrajo de su bolsa una pequeña lata de
Vaporub. Con el dedo meñique lo untó en el glande, apenas una minúscula
porción. El ardor fue agudo, como piquetes de alfiler. Carlos intentó zafarse,
pero se sintió sujeto con fuerza por las nalgas. El olor a thinner inundaba el
pequeño espacio. La chica aceleró los movimientos de la lengua mientras se
desprendía de la peluca, pues le estorbaba. Carlos descubrió las facciones
masculinas de su amante. Sin embargo, su pito, que ahora sentía una fuerza y
tamaño descomunales, como de actor porno, le ordenó permanecer ahí, aguantando
vara. Las bromas de sus amigos lo asaltaron: “cuando ya la tengas adentro…” Él
no la tenía adentro, pero sí gozaba con todo su ser, inundado de luz, metido en
aquel sensual orificio. Incluso había dolor, pero el placer era extraordinario.
Una alegría delirante, combinada con las ganas de orinar, lo hizo sentir una
sobreabundancia de energía −emoción raras veces experimentada. Aquella erección
de hierro había secuestrado su voluntad. Todo sucedía delante de sus ojos con
la nitidez de objetos conocidos, nitidez que lo extasiaba; objetos que lo
impulsaban a continuar.
Obedeciendo al mandato de su
miembro –ahora convertido en general de división−, aceleró el ritmo de la
pelvis con los ojos cerrados. Sintió la fiebre de sus manos al contacto con
aquella cabeza varonil.
Instantes después, no supo si
orinó o había eyaculado, pues lo que haya brotado de sus entrañas, ella lo
tragó por completo. Incluso sorbía los residuos. El excusado guardaba el olor
ácido de sus cuerpos, combinado con mierda, Vaporub y thinner. Con delicadeza,
el travesti se limpió los restos de bilet. Se arregló la peluca.
–¿Cómo te sientes, mi amor?
–exclamó, sin poder ocultar la excitación.
–No sé, dame chance, un poco
pendejo todavía.
La gente no debía verlos salir
juntos. Ella se adelantó.
Al quedarse solo, ahora sí
pudo mear. Sintió de nuevo el encanto fascinador de la vida. Afuera, los autos
entonaban una furiosa serenata. La salida de los baños hacia la calle era un
corredor estrecho. La sección para caballeros se encontraba al fondo, dividida
sólo por una corina sucia y rota, de plástico, con una oscura pátina y dibujos
despintados por el tiempo. Se vieron en la calle, como acordaron. Platicaron
largo y tendido.
Un pedazo de cielo azul
fresco, con nubes apenas visibles, los observaba. Le pareció que en el aire
flotaba un sutil olor a orquídeas.
Carlos tenía el alma flamante.
–Gracias por el aliviane, ya
me siento mejor.
Se estrecharon las manos. Ella
depositó un beso en la comisura de los labios. Le acercó la mona a la nariz. Él
aceptó ambas cosas, con agrado. Se dirigió al metro. A unos pasos, la chica lo
alcanzo, sujetándolo del brazo.
–Ven, mi amor, mejor vete en
un taxi, ¿dónde vives?
–No, cómo crees, ya sabes que
me robaron la cartera.
–Insisto, esto es cosa mía, tú
afloja el cuerpo.
–¿Mááás? –Ambos sonrieron.
Le dijo dónde vivía, al fin.
A media calle del metro
Revolución había un sitio de taxis. La chica dio la dirección y entregó un
billete al conductor.
–Quédate con el cambio –dijo
Cassandra. Casi lo empujó dentro del vehículo. Carlos se juró a sí mismo
regresar a saldar la cuenta y a revivir aquella experiencia, sumergido en esos
ojos grandes y claros, poseedores de simulacros de eternidad que ni su esposa
era capaz de brindarle.
Su cuerpo proclamaba
desobediencia; sus genitales, la repetición del regodeo: se sentía inundado por
una extraña gratitud. El crepúsculo de verano comenzó a nacer, inundando su
espíritu con una luz viva. Carlos se sentía penetrado de felicidad.
–Gracias, Cassy, te debo una.
–No me debes nada, querido.
Muérete por acá cuantas veces quieras. Será un placer volverte a la vida.
Los rayos del sol magnificaron el coqueto guiño que, a manera de despedida, ella le regaló.
GRACIAS, JORDI!!!! ES UN GRAN HONOR PARA UN MEXICANO EL FORMAR PARTE DE Litteratura Blog, Por amor al arte!!!!!!! UN ABRAZO BIEN CHILANGO...
ResponderEliminar¡¡Mil gracias a ti, Lauro!!! El honor es nuestro, estamos encantados de publicarte y de darte la bienvenida a la familia de "Litteratura"!!!! Un fuerte abrazo desde el otro lado del charco
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