Cuando fuimos los
mejores,
los bares no se
cerraban.
Cada noche en
firme
a la hora
señalada.
[…]
En todas las
esquinas,
mi juventud se suicidaba.
LOQUILLO Y
TROGLODITAS,
Cuando fuimos los
mejores
|
Foto: Archivo personal del autor |
La nuestra era una amistad forjada a
base de correrías infantiles por el parque de la Guineueta, de abejorros
capturados con las manoseadas bolsas de plástico de las pipas —las del eslogan
del toro: “Siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo”— mientras libaban
el néctar de las flores rosas de alguna adelfa, sin imaginar la que se les
venía encima, o de lagartijas cazadas con destreza para tirárselas a las niñas
y escuchar sus excitados alaridos de espanto, los pantalones cortos y las
rodillas rojas, llenas de costras y costurones pintarrajeados con mercromina, y
¡queremos los donuts sin agujero!, de partidos de fútbol jugados a muerte con
botellas amarillas de lejía Conejo —que requerían una técnica especial para los
chuts rasos— o patéticas pelotas de autoconstrucción: los papeles del bocata
arrugados en forma de bola dentro de una bolsa de plástico que se ataba con una
o dos gomas de pollo, y cuando había suerte, con alguna pelota de plástico que
se deshinchaba a las primeras de cambio —que por el barrio no se vieron los
primeros balones de cuero, de reglamento, hasta la muerte del maldito dictador
fascista, cuando ya teníamos siete añitos; el Gallo diez, el Gitano doce y el
Pepino trece—, y ¡queremos más pipas por menos dinero!, y el que se pela se
estrena, y ya podías salir corriendo del barbero si no querías que te cayera
encima una somanta de coscorrones y collejas; una amistad cimentada a base de
eternas discusiones futbolísticas Barça-Madrid (en realidad el Flos era el
único merengón, y con la mayoría de edad empezó no sólo a renegar de su ex
equipo sino a reescribir su pasado, como si él nunca hubiera cometido tamaña
aberración, pergeñando una revisión histórica que ríete tú de Stalin), y
silencio en la sala, / que viene Kubala, a base de partidos de hockey jugados
con raquetas y pelota de tenis en los patios de Barcinova, donde el Tigre de
Malasia se ganó a pulso su apodo después de varios saltos en plan Sandokán
—cuando no nos perdíamos un episodio de la serie de Kabir Bedi (el actor que
tenía que salir corriendo cuando le asaltaban las fans al grito de “¡Queremos
un hijo tuyo!”)—, de lentillas del Pepino perdidas jugando a baloncesto en el
sótano de la parroquia de San Sebastián, la del pare Manel —algunas de
ellas milagrosamente recuperadas por el Flos o el Tigre, después de mucho
buscar por el sucio suelo de la pista—, con una chavala, / que tiene las tetas
/ como dos manzanas; y las primeras chicas: el Gori fue el más precoz (con
trece añitos, el muy mamón ya le metía mano a la Felisa, y al cabo de tres o
cuatro meses consiguió beneficiársela, una proeza inaudita que pasó a los
anales de la Peña, y todos nosotros, muertos de envidia y
ávidos de detalles
húmedos y rijosos…), y el arduo estudio y exhaustiva clasificación linneana de
los pechos femeninos, tabulados entre los valores 0 y 3, que se inventaron el
Gras y el Papá y perfeccionó el Pepino, añadiendo los tamaños Lorna y
Superlorna, en devoto homenaje al maestro Russ Meyer, y el mítico grupo demúsica punk-rock (la verdad es que ellos intentaban hacer rock’n’roll, pero les
salía punky total) que montaron el Gori y el Tigre: “The Perro Negro” se
llamaban, y al que después se unieron el Cifu y el Gaita, dos colegas del Gori
que eran los que hacían música de verdad —y el Tigre, como era el único que no
sabía tocar ningún instrumento, se convirtió de forma automática en el
cantante—, que llegaron a grabar un casete al que ellos llamaban con aprecio y
presunción “la maqueta”, y nos partíamos el pecho con las letras, y aquella
canción que fue todo un hito entre la Peña: “El hombre de la hacha”, dedicada
al padre del Pepino, leñador aficionado; una amistad fraguada a base de rondas
nocturnas después de bajar la basura, por el parque y la Vía Júlia, que cuando
lo llamábamos, fuera la hora que fuese, al Tigre siempre le pillábamos en los
postres (“Ahora voy, que me estoy comiendo la manzana”) y, en cambio, el
capullo del Gallo siempre bajaba en chándal (“¡¿Qué pasa, Peña?!”) o, peor aún,
en pijama y zapatillas (“Es que ya me iba para la cama, pavos”), y siempre
soltaba una colleja al que pillara más cerca, y las primeras juergas en las
tascas del centro: La Ovella Negra, la Musiqueta, el Agüelo y el Tropezón,
bañadas en moscatel o jarras de tintorro barato, con coplas coreadas a pleno
pulmón y acompañadas de palmas y fuertes puñetazos sobre la mesa, y aquellas tías
que se sentaron con nosotros en La Ovella, que cometieron el error de
provocarnos: se les ocurrió ponerse a cantar algo sobre los hombres y un plato
de lentejas (“Si los quieres los tomas y si no, los dejas”), y el Tigre
contraatacó con Hormigón, mujeres y alcohol, que al colega se le
marcaban las venas del cuello cual rabos de lagartija de los berridos que
pegaba, y allí ya nos unimos todos a una: “Salta hacia
atrás, / o quítate la ropa, mujer…”, y el Pepino, que es un tío grande,
abalanzándose sobre una de las colegas, la morenita, por encima de la mesa,
¡con la bragueta abierta, señores!, que lo nuestro era elegancia natural y lo
demás son tonterías, y a continuación, vinieron nuestras primeras discotecas: Pierrot,
el Quijote, Camelot y Apocalypse (Apocaleche o Apocallet para los amigos), y la
conclusión que siempre extraía el Gallo cuando ninguno de nosotros se comía un
rosco: “¡Estamos acabados, pavos! ¡Somos unos tristes!”, y el Flos que, a sus veinte
años, llama al colega todo preocupado: “Tigre, te van a preguntar algo. Por
favor, por favor, tío, responde la verdad, estrictamente la verdad”, y
la voz aguda y chillona de una adolescente se pone al aparato: “Oyeeee, ¿de
verdad el Flos es virgen?...”, y los domingos por la noche comentando cómo nos
había ido el fin de semana a cada uno en El Pibe de la calle Artesanía, frente
a una mesa repleta de cervezas y patatas fritas con ketchup y mayonesa (“Métele
más, que esto es gratis”, insistía el Pepino), en aquellos tiempos gloriosos en
que la birra valía seis duros y la Pensión Real era lugar de encuentro de la
Peña, y las primeras excursiones al campo, a la casa de colonias de Orrius, con
una piscina tope guapa donde el Flos se rompió la cabeza: sólo a él se le
ocurre marcarse una zambullida perfecta… por el lado de los críos, donde apenas
cubría: poco más de medio metro de agua; y los mítines del Tigre sobre la
necesidad de una profunda transformación social o del NO a la OTAN —que hasta salió por TV3, la televisión
catalana, gritando puño en alto en una manifestación de estudiantes
universitarios—, y los viajes a Lloret, a intentar ligar con las guiris, y el
Flos, que se creía el doble de Imanol Arias pero en joven y se hacía polvo:
“¿Por qué no me pareceré a un actor internacional?”, y la cogorza que pilló el
Pepino: “¡Tigre, voy a sacar a bailar al berberecho!”, que esa noche no dejó
dormir a nadie el colega: “¡No os sobéis que me aburro!”, y el Gaita dando una
lección magistral de percusión en el cumpleaños del Gori con las tapaderas de
dos grandes cacerolas a modo de platillos: “¡¿Y los temas cómo estááán?! ¡¿Cómo
estáááán los temas?!”, y el por fortuna frustrado intento de suicidio del Flos,
que a sus veintiún años, en pleno colocón, el muy capullo quería tirarse a la
vía del tren porque su chica, la María, le había dejado, y aquella borrachera
homérica del Tigre, que un jueves antes del solsticio de invierno el Gori y su
chica se lo encontraron tirado en un banco de la Meridiana, al lado del metro
de Fabra i Puig, pálido como un muerto y con la cara desencajada —hasta tal
punto que al principio el colega no lo reconoció y tuvo que ser su chica quien
le indicara con timidez: “Oye, ¿ése no es tu amigo?”—, pero eso sí, gritando en
un último estertor: “¡Viva la Biología!”. El Gori lo acompañó hasta casa,
previa parada en el parque de la Guineueta con toda la Peña, a ver si se
despejaba algo antes de subir, pero no había manera. El sábado siguiente, la
noticia salió en el Periódico de Catalunya: “Ayer viernes día 18
aparecieron varios coches en la riera que corre paralela al parking de Ciencias
de la Universitat Autònoma de Barcelona. Al parecer, la causa fue el alto grado
de embriaguez de algunos conductores que la noche anterior habían acudido a una
fiesta celebrada por el quinto curso de la especialidad de Bioquímica. […]
según parece los bajos precios de la bebida (50 pesetas la cerveza, 150 los
cubatas) indujeron a los participantes a un consumo desmesurado”. Y las
largas tertulias nocturnas en el parque de la Guineueta, hasta las tantas, y el
inevitable regreso de la Peña Norte por Casals i Cuberó —que la Peña Sur se iba
Artesanía abajo—, y las patadas, más o menos amistosas, a la persiana metálica
detrás de la cual se parapetaba aquel chucho asqueroso que no cesaba de aullar
a aquellas horas, y el escaparate adosado a la pared de la Rodry, la tienda de
ropa de la esquina con Font d’en Canyelles, donde siempre nos esperaba nuestra
reverenciada rubia. Un jugador de fútbol americano con pinta de gorila retrasado
mental y casco blanco en lugar de cabeza la sujetaba por la cintura, pero ella
no le hacía ni puñetero caso: joder, era una preciosidad…, y estaba girándose
hacia nosotros, mirándonos con descaro ¡y ojos de deseo! El cartel, un viejo
anuncio de tejanos Caster —los que lucía nuestra chica—, ya estaba mugriento y
cetrino, deslavado por años de sol y velado en sepia, el cartón se doblaba por
los bordes, pero nosotros seguíamos siéndole fieles. Uno no podía dejar de
mirar y admirar aquella maravilla: aquel pedazo de culo redondo y aquellos
grandes pechos que amenazaban con desbordar la fulgurante camiseta amarilla.
—Si esa
tía existiera, Pepino… —empezaba siempre el Gori.
Y el
Pepino, como un buen alumno declamando con pasión una lección que se sabe a
pies juntillas:
—… qué buena estaría, qué tetas tendría… ¡y yo me la
tiraría!
Todo ello
formaba parte de la liturgia de la Peña Norte, un ceremonial sagrado que a
nosotros nos parecía mucho más solemne, emotivo y respetable que el católico.
Pero, de golpe y porrazo, no se sabe
muy bien cómo ni por qué motivo, llegó un punto de inflexión en plena vorágine
peñal: en abril del 89, con veintiún añitos recién cumplidos, el Papá se nos
casó —¡cómo pasa el tiempo, si parece que fue ayer!— y, poco a poco, sin prisa
pero sin pausa, los colegas de la Peña original empezamos a echarnos novietas
más o menos duraderas —vamos, chicas serias— y a seguir su ejemplo, y vinieron
las bodas y los bautizos, las referencias a vocablos hasta entonces extraños,
propios de otro idioma, como vitrocerámica, grifería monomando y centro de
mesa, y ya sólo nos veíamos de tarde en tarde, en alguna cena que montábamos
para recordar los viejos y heroicos tiempos, al principio cada cuatro o cinco
meses, sin falta, después de higos a brevas, y poco a poco, el Tigre se fue
quedando solo con una nueva hornada peñal: el Cifu, el Gaita, el Dínamo, Javi, el
Potrillo y el Pumuki, y No te vayas de Navarra, que pasó a ser conocida como la
Peña del Falstaff, el garito que en la práctica ejercía de local social, si no
quieres que me muera: ellos son los que empezaron a ir todos los años a los
sanfermines, sin falta, ay, morena flamencona, que un poco más y les hacen
hijos adoptivos de Navarra, y a montar grandes viajes dando la vuelta al mundo,
no te marches de Pamploooona, siguiendo la estela del Capitán Tan (“es tan
capitán que parece un rataplán”) de nuestros añorados Chiripitifláuticos: Pobre
de mí, Argentina, Irlanda —en dos ocasiones—, Cuba y Australia (ese año se
dividieron: el Cifu se fue a las antípodas, pobre de mí, y el Mono, el Tigre y
el Amador al Caribe, pero por lo que cuentan éstos… ¡uuuff!), se han acabao
las fiestas de San Fermín, Galicia (Xacobeo), Zaragoza (fiestas del Pilar),
Londres, Salamanca (carnaval del Toro), El próximo se corre en Salamanca,
Brasil, Euskadi (Aste Nagusia de Bilbo y fiestas de Gasteiz), México…,
vamos, que siguieron liándola parda y dejando huella noubarriense por todo el
planeta, en Salamanca lo iremos a correr, y nosotros nos moríamos de sana
envidia cada vez que nos contaban alguna de sus movidas o alguno de sus viajes,
pero claro…
El
Cifu, el Gaita y el Dínamo sostienen que siempre quedará para la historia, A mí
me gusta el pipirivipipí, aquel mítico restaurante-bodega de Zaragoza, con la
bota empiná, de camino hacia los sanfermines del 91 —los primeros a los que
fueron todos juntos—, paravapapá, donde se pusieron las botas, y el jefe, tras
el pantagruélico consumo de comida, vino, café y licores: Con el pipirivipipí
(“¡Otra ronda de ese orujito de hierbas!”) les dijo con emoción contenida, con
el paparavapapá: “A la vuelta pasaros por aquí, que tenéis la cena pagada”, que
al que no le gusta el vino es un animal; sostienen que siempre quedará para el
recuerdo la imagen del Tigre volando por encima de los adoquines de la plaza
del Obradoiro: es un animal, a unos veinte o veinticinco metros por encima de
sus cabezas, o no tiene un real, intentando llegar a tocar una de las columnas
de la bonita fachada churrigueresca de la catedral de Santiago, que es lo más
normal, subido a la larga escalera de un coche de bomberos, después del
glorioso concierto que cuajaron Los Lobos en el Xacobeo’93, en la capital
(“¡Coooño, ¿pero ese loco qué hace ahí?!”, exclamaba el jefe de los bomberos
con marcado acento gallego), y en el pueblo igual… Y a nosotros nos encanta
escucharlos, porque, tal y como lo cuentan, es como si lo estuviéramos viendo:
es como si también lo viviésemos un poquillo.
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