martes, 22 de diciembre de 2020

Cuando fuimos los mejores......Jordi de Miguel

            Cuando fuimos los mejores,

                     los bares no se cerraban.

                     Cada noche en firme

                     a la hora señalada.

                     […]               

                     En todas las esquinas,

                     mi juventud se suicidaba.

 

                     LOQUILLO Y TROGLODITAS,

                     Cuando fuimos los mejores

Foto: Archivo personal del autor

La nuestra era una amistad forjada a base de correrías infantiles por el parque de la Guineueta, de abejorros capturados con las manoseadas bolsas de plástico de las pipas —las del eslogan del toro: “Siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo”— mientras libaban el néctar de las flores rosas de alguna adelfa, sin imaginar la que se les venía encima, o de lagartijas cazadas con destreza para tirárselas a las niñas y escuchar sus excitados alaridos de espanto, los pantalones cortos y las rodillas rojas, llenas de costras y costurones pintarrajeados con mercromina, y ¡queremos los donuts sin agujero!, de partidos de fútbol jugados a muerte con botellas amarillas de lejía Conejo —que requerían una técnica especial para los chuts rasos— o patéticas pelotas de autoconstrucción: los papeles del bocata arrugados en forma de bola dentro de una bolsa de plástico que se ataba con una o dos gomas de pollo, y cuando había suerte, con alguna pelota de plástico que se deshinchaba a las primeras de cambio —que por el barrio no se vieron los primeros balones de cuero, de reglamento, hasta la muerte del maldito dictador fascista, cuando ya teníamos siete añitos; el Gallo diez, el Gitano doce y el Pepino trece—, y ¡queremos más pipas por menos dinero!, y el que se pela se estrena, y ya podías salir corriendo del barbero si no querías que te cayera encima una somanta de coscorrones y collejas; una amistad cimentada a base de eternas discusiones futbolísticas Barça-Madrid (en realidad el Flos era el único merengón, y con la mayoría de edad empezó no sólo a renegar de su ex equipo sino a reescribir su pasado, como si él nunca hubiera cometido tamaña aberración, pergeñando una revisión histórica que ríete tú de Stalin), y silencio en la sala, / que viene Kubala, a base de partidos de hockey jugados con raquetas y pelota de tenis en los patios de Barcinova, donde el Tigre de Malasia se ganó a pulso su apodo después de varios saltos en plan Sandokán —cuando no nos perdíamos un episodio de la serie de Kabir Bedi (el actor que tenía que salir corriendo cuando le asaltaban las fans al grito de “¡Queremos un hijo tuyo!”)—, de lentillas del Pepino perdidas jugando a baloncesto en el sótano de la parroquia de San Sebastián, la del pare Manel —algunas de ellas milagrosamente recuperadas por el Flos o el Tigre, después de mucho buscar por el sucio suelo de la pista—, con una chavala, / que tiene las tetas / como dos manzanas; y las primeras chicas: el Gori fue el más precoz (con trece añitos, el muy mamón ya le metía mano a la Felisa, y al cabo de tres o cuatro meses consiguió beneficiársela, una proeza inaudita que pasó a los anales de la Peña, y todos nosotros, muertos  de  envidia  y

ávidos de detalles húmedos y rijosos…), y el arduo estudio y exhaustiva clasificación linneana de los pechos femeninos, tabulados entre los valores 0 y 3, que se inventaron el Gras y el Papá y perfeccionó el Pepino, añadiendo los tamaños Lorna y Superlorna, en devoto homenaje al maestro Russ Meyer, y el mítico grupo demúsica punk-rock (la verdad es que ellos intentaban hacer rock’n’roll, pero les salía punky total) que montaron el Gori y el Tigre: “The Perro Negro” se llamaban, y al que después se unieron el Cifu y el Gaita, dos colegas del Gori que eran los que hacían música de verdad —y el Tigre, como era el único que no sabía tocar ningún instrumento, se convirtió de forma automática en el cantante—, que llegaron a grabar un casete al que ellos llamaban con aprecio y presunción “la maqueta”, y nos partíamos el pecho con las letras, y aquella canción que fue todo un hito entre la Peña: “El hombre de la hacha”, dedicada al padre del Pepino, leñador aficionado; una amistad fraguada a base de rondas nocturnas después de bajar la basura, por el parque y la Vía Júlia, que cuando lo llamábamos, fuera la hora que fuese, al Tigre siempre le pillábamos en los postres (“Ahora voy, que me estoy comiendo la manzana”) y, en cambio, el capullo del Gallo siempre bajaba en chándal (“¡¿Qué pasa, Peña?!”) o, peor aún, en pijama y zapatillas (“Es que ya me iba para la cama, pavos”), y siempre soltaba una colleja al que pillara más cerca, y las primeras juergas en las tascas del centro: La Ovella Negra, la Musiqueta, el Agüelo y el Tropezón, bañadas en moscatel o jarras de tintorro barato, con coplas coreadas a pleno pulmón y acompañadas de palmas y fuertes puñetazos sobre la mesa, y aquellas tías que se sentaron con nosotros en La Ovella, que cometieron el error de provocarnos: se les ocurrió ponerse a cantar algo sobre los hombres y un plato de lentejas (“Si los quieres los tomas y si no, los dejas”), y el Tigre contraatacó con Hormigón, mujeres y alcohol, que al colega se le marcaban las venas del cuello cual rabos de lagartija de los berridos que pegaba, y allí ya nos unimos todos a una: “Salta hacia atrás, / o quítate la ropa, mujer…”, y el Pepino, que es un tío grande, abalanzándose sobre una de las colegas, la morenita, por encima de la mesa, ¡con la bragueta abierta, señores!, que lo nuestro era elegancia natural y lo demás son tonterías, y a continuación, vinieron nuestras primeras discotecas: Pierrot, el Quijote, Camelot y Apocalypse (Apocaleche o Apocallet para los amigos), y la conclusión que siempre extraía el Gallo cuando ninguno de nosotros se comía un rosco: “¡Estamos acabados, pavos! ¡Somos unos tristes!”, y el Flos que, a sus veinte años, llama al colega todo preocupado: “Tigre, te van a preguntar algo. Por favor, por favor, tío, responde la verdad, estrictamente la verdad”, y la voz aguda y chillona de una adolescente se pone al aparato: “Oyeeee, ¿de verdad el Flos es virgen?...”, y los domingos por la noche comentando cómo nos había ido el fin de semana a cada uno en El Pibe de la calle Artesanía, frente a una mesa repleta de cervezas y patatas fritas con ketchup y mayonesa (“Métele más, que esto es gratis”, insistía el Pepino), en aquellos tiempos gloriosos en que la birra valía seis duros y la Pensión Real era lugar de encuentro de la Peña, y las primeras excursiones al campo, a la casa de colonias de Orrius, con una piscina tope guapa donde el Flos se rompió la cabeza: sólo a él se le ocurre marcarse una zambullida perfecta… por el lado de los críos, donde apenas cubría: poco más de medio metro de agua; y los mítines del Tigre sobre la necesidad de una profunda transformación social o del NO a la OTAN —que hasta salió por TV3, la televisión catalana, gritando puño en alto en una manifestación de estudiantes universitarios—, y los viajes a Lloret, a intentar ligar con las guiris, y el Flos, que se creía el doble de Imanol Arias pero en joven y se hacía polvo: “¿Por qué no me pareceré a un actor internacional?”, y la cogorza que pilló el Pepino: “¡Tigre, voy a sacar a bailar al berberecho!”, que esa noche no dejó dormir a nadie el colega: “¡No os sobéis que me aburro!”, y el Gaita dando una lección magistral de percusión en el cumpleaños del Gori con las tapaderas de dos grandes cacerolas a modo de platillos: “¡¿Y los temas cómo estááán?! ¡¿Cómo estáááán los temas?!”, y el por fortuna frustrado intento de suicidio del Flos, que a sus veintiún años, en pleno colocón, el muy capullo quería tirarse a la vía del tren porque su chica, la María, le había dejado, y aquella borrachera homérica del Tigre, que un jueves antes del solsticio de invierno el Gori y su chica se lo encontraron tirado en un banco de la Meridiana, al lado del metro de Fabra i Puig, pálido como un muerto y con la cara desencajada —hasta tal punto que al principio el colega no lo reconoció y tuvo que ser su chica quien le indicara con timidez: “Oye, ¿ése no es tu amigo?”—, pero eso sí, gritando en un último estertor: “¡Viva la Biología!”. El Gori lo acompañó hasta casa, previa parada en el parque de la Guineueta con toda la Peña, a ver si se despejaba algo antes de subir, pero no había manera. El sábado siguiente, la noticia salió en el Periódico de Catalunya: “Ayer viernes día 18 aparecieron varios coches en la riera que corre paralela al parking de Ciencias de la Universitat Autònoma de Barcelona. Al parecer, la causa fue el alto grado de embriaguez de algunos conductores que la noche anterior habían acudido a una fiesta celebrada por el quinto curso de la especialidad de Bioquímica. […] según parece los bajos precios de la bebida (50 pesetas la cerveza, 150 los cubatas) indujeron a los participantes a un consumo desmesurado”.
         Y las largas tertulias nocturnas en el parque de la Guineueta, hasta las tantas, y el inevitable regreso de la Peña Norte por Casals i Cuberó —que la Peña Sur se iba Artesanía abajo—, y las patadas, más o menos amistosas, a la persiana metálica detrás de la cual se parapetaba aquel chucho asqueroso que no cesaba de aullar a aquellas horas, y el escaparate adosado a la pared de la Rodry, la tienda de ropa de la esquina con Font d’en Canyelles, donde siempre nos esperaba nuestra reverenciada rubia. Un jugador de fútbol americano con pinta de gorila retrasado mental y casco blanco en lugar de cabeza la sujetaba por la cintura, pero ella no le hacía ni puñetero caso: joder, era una preciosidad…, y estaba girándose hacia nosotros, mirándonos con descaro ¡y ojos de deseo! El cartel, un viejo anuncio de tejanos Caster —los que lucía nuestra chica—, ya estaba mugriento y cetrino, deslavado por años de sol y velado en sepia, el cartón se doblaba por los bordes, pero nosotros seguíamos siéndole fieles. Uno no podía dejar de mirar y admirar aquella maravilla: aquel pedazo de culo redondo y aquellos grandes pechos que amenazaban con desbordar la fulgurante camiseta amarilla.
         —Si esa tía existiera, Pepino… —empezaba siempre el Gori.
         Y el Pepino, como un buen alumno declamando con pasión una lección que se sabe a pies juntillas:
         —… qué buena estaría, qué tetas tendría… ¡y yo me la tiraría!
        Todo ello formaba parte de la liturgia de la Peña Norte, un ceremonial sagrado que a nosotros nos parecía mucho más solemne, emotivo y respetable que el católico.

 

Pero, de golpe y porrazo, no se sabe muy bien cómo ni por qué motivo, llegó un punto de inflexión en plena vorágine peñal: en abril del 89, con veintiún añitos recién cumplidos, el Papá se nos casó —¡cómo pasa el tiempo, si parece que fue ayer!— y, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, los colegas de la Peña original empezamos a echarnos novietas más o menos duraderas —vamos, chicas serias— y a seguir su ejemplo, y vinieron las bodas y los bautizos, las referencias a vocablos hasta entonces extraños, propios de otro idioma, como vitrocerámica, grifería monomando y centro de mesa, y ya sólo nos veíamos de tarde en tarde, en alguna cena que montábamos para recordar los viejos y heroicos tiempos, al principio cada cuatro o cinco meses, sin falta, después de higos a brevas, y poco a poco, el Tigre se fue quedando solo con una nueva hornada peñal: el Cifu, el Gaita, el Dínamo, Javi, el Potrillo y el Pumuki, y No te vayas de Navarra, que pasó a ser conocida como la Peña del Falstaff, el garito que en la práctica ejercía de local social, si no quieres que me muera: ellos son los que empezaron a ir todos los años a los sanfermines, sin falta, ay, morena flamencona, que un poco más y les hacen hijos adoptivos de Navarra, y a montar grandes viajes dando la vuelta al mundo, no te marches de Pamploooona, siguiendo la estela del Capitán Tan (“es tan capitán que parece un rataplán”) de nuestros añorados Chiripitifláuticos: Pobre de mí, Argentina, Irlanda —en dos ocasiones—, Cuba y Australia (ese año se dividieron: el Cifu se fue a las antípodas, pobre de mí, y el Mono, el Tigre y el Amador al Caribe, pero por lo que cuentan éstos… ¡uuuff!), se han acabao las fiestas de San Fermín, Galicia (Xacobeo), Zaragoza (fiestas del Pilar), Londres, Salamanca (carnaval del Toro), El próximo se corre en Salamanca, Brasil, Euskadi (Aste Nagusia de Bilbo y fiestas de Gasteiz), México…, vamos, que siguieron liándola parda y dejando huella noubarriense por todo el planeta, en Salamanca lo iremos a correr, y nosotros nos moríamos de sana envidia cada vez que nos contaban alguna de sus movidas o alguno de sus viajes, pero claro…
         El Cifu, el Gaita y el Dínamo sostienen que siempre quedará para la historia, A mí me gusta el pipirivipipí, aquel mítico restaurante-bodega de Zaragoza, con la bota empiná, de camino hacia los sanfermines del 91   —los primeros a los que fueron todos juntos—, paravapapá, donde se pusieron las botas, y el jefe, tras el pantagruélico consumo de comida, vino, café y licores: Con el pipirivipipí (“¡Otra ronda de ese orujito de hierbas!”) les dijo con emoción contenida, con el paparavapapá: “A la vuelta pasaros por aquí, que tenéis la cena pagada”, que al que no le gusta el vino es un animal; sostienen que siempre quedará para el recuerdo la imagen del Tigre volando por encima de los adoquines de la plaza del Obradoiro: es un animal, a unos veinte o veinticinco metros por encima de sus cabezas, o no tiene un real, intentando llegar a tocar una de las columnas de la bonita fachada churrigueresca de la catedral de Santiago, que es lo más normal, subido a la larga escalera de un coche de bomberos, después del glorioso concierto que cuajaron Los Lobos en el Xacobeo’93, en la capital (“¡Coooño, ¿pero ese loco qué hace ahí?!”, exclamaba el jefe de los bomberos con marcado acento gallego), y en el pueblo igual… Y a nosotros nos encanta escucharlos, porque, tal y como lo cuentan, es como si lo estuviéramos viendo: es como si también lo viviésemos un poquillo.

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