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Foto: Playa Escondida, México (www.nauticalnewstoday.com) |
Resultó ser todo un viaje. Una
convivencia junto a las olas del mar que hermanó al grupo de amigos
a través del tiempo. A cuarenta años de distancia de aquella
aventura, las escenas vividas permanecen frescas en tu memoria. Lo
realizaron en el mes de septiembre, durante uno de tantos puentes que
marca el calendario. Se convirtió en un fin de semana tan glorioso
como memorable. Contagiados por el entusiasmo de una pareja gay –los
escritores Luis Zapata y Olivier Dubroise–, Carmen, David, Carlos,
el Mono y tú, aceptaron pasar el fin de semana en Playa Escondida, a
30 minutos de Catemaco. Les va a encantar, ya verán. La vista aérea
del mar es inigualable. Saturaste tu Maverick 78 con siete pasajeros,
contraviniendo las leyes del tránsito. ¡Naaahh, no hay “tamarindos”
que aguanten un cañonazo de cincuenta pesos!, exclamas, al iniciar
el viaje. Sus ilusiones surcan los aires; las llantas rechinan en
cada curva, divertidas. Todos viajan bajo los efluvios del alcohol y
la mota, excepto tú. Ríen ante la posibilidad de un accidente. ¡Ja,
sólo se mueren los pendejos!, grita David, con un vaso en la mano,
brindando embelesado por el esplendor del paisaje. Carmen también
bebe, aunque en forma moderada, por si acaso debiera reemplazarte
como chofer. Tú no tienes ninguna intención de soltar el volante.
En el interior del auto, los efluvios del alcohol se pueden cortar.
El humo huye despavorido por las ventanas abiertas. El aliento
característico de los borrachos se confunde con el aroma ácido del
sudor de los cuerpos. El Mono se toma la liberad de soltar un sonoro
pedo para provocar la hilaridad de la concurrencia. Al sentir el
fétido olor, todos gritan y manotean, como espantando moscas. El
autor de aquella majadería se gana varias mentadas de madre y
algunos zapes de parte de los presentes.
Durante
el recorrido se escuchan infinidad de bromas y anécdotas chuscas;
varias de ellas hacen referencia a literatos y personajes de novelas
famosas. La carretera te parece una delicia, cuando las luces del
carro iluminan frondosos árboles y arbustos de formas caprichosas.
Oprimes con cariño la mano de Carmen, quien acaricia el dorso de la
tuya con el dedo pulgar. Rato después, una señalización te indica
que el municipio de Catemaco se encuentra a sesenta kilómetros.
Realizan
una parada obligada en este pueblo, con dos objetivos: a)
desentumecer las piernas y b) adquirir ron suficiente para una larga
velada. La idea es permanecer en la playa sábado y domingo, e
iniciar el regreso el lunes por la mañana. El ansia carcome las
entrañas del grupo al sentir la terracería y lo disparejo del
camino. Los cuerpos de los pasajeros chocan entre sí, provocando
bastantes risas más.
Cuando
por fin arriban a tan anhelado lugar te inquietas un poco, pues
esperabas ver el mar a lo lejos o escuchar el vaivén de las olas; ni
éste ni éstas aparecen en la escena. A treinta metros de distancia
se pueden apreciar algunas construcciones de concreto. Luis y
Olivier, que ya conocen el lugar, informan que, subiendo la rampa,
hay espacio para estacionar el auto y también se puede encontrar un
restaurante. Tus amigos no lo saben, pero no tienes mucha experiencia
en conducir autos. Este detalle se puede apreciar al intentar subir
la rampa. Las llantas resbalan. El auto se ha atascado. Intentas una
y otra vez. El coche no avanza. En una de esas intentonas, el
vehículo derrapa y parece que saldrá de la rampa, que carece de
protección.
Contrariado,
solicitas a los acompañantes –excepto Carmen, claro– que
desciendan y suban a pie, mientras tú haces otro intento por
alcanzar la cima. Imposible. Los nervios obnubilan tus sentidos. Como
una forma de calmarte, Carmen decide entrar en acción y te pide que
le cedas el volante. Aceptas. A regañadientes y angustiado, ocupas
el lugar del copiloto. En el segundo intento, con lentitud, Carmen
logra ascender y llega al estacionamiento. Tus amigos observan y los
reciben con gritos y aplausos. Aunque apenado por haber quedado
exhibido, te sientes tranquilo. Felicitas a tu novia. La premias con
un beso y un gran arrimón.
Después
de instalarse en sus habitaciones, se dirigen a contemplar el mar y
ahora entiendes el porqué del nombre de aquella playa. En el fondo
de un acantilado que –calculas–, serían entre setenta y cien metros y
ayudados por el reflejo de la luna, se puede apreciar el constante
movimiento y la blancura de las olas. En ese momento –las nueve de
la noche– es muy riesgoso intentar el descenso so pena de sufrir un
accidente. La humedad en las rocas las torna resbaladizas. Los dueños
del lugar recomiendan acudir a la playa a la mañana siguiente. Bajo
tales circunstancias, el grupo decide cenar y disfrutar algunas
bebidas. El incidente de la rampa te ha dejado un mal sabor de boca.
Algunas cervezas te harán olvidar aquel suceso.
Y
sí… después de la cena, el ron y las cebadas ingeridas han
realizado su labor y ya se encuentran todos disfrutando su música
favorita. En el estéreo se puede escuchar las voces de Bruce
Springsteen, Mark Knofler, Patti Smith, David Bowie y algunos más.
Es una noche tan encantadora como muchas otras que han disfrutado en
la colonia Roma, en el D. F., sólo que, en esta ocasión, están
acompañados por la brisa del mar y la oscuridad del abismo. Un
delicioso olor a mariscos, ajo y cebolla se apodera del ambiente,
inundando sus emociones. Todos bailan en círculo, abrazando a sus
compañeros. En ese momento maravilloso, Juan Gabriel aparece como un
intruso con su canción “Querida”. Al Mono, a David y a ti
–rockeros de la vieja guardia– les parece una ofensa, pues
detestan ese tipo de música. Suspenden el baile. No obstante,
instantes después –atendiendo a los ruegos de Luis y Olivier– ya
forman parte del grupo; incluso giran en círculo echando hacia
adelante la pierna izquierda y luego la derecha. Todos ríen de muy
buena gana al participar en aquella coreografía de la amistad. Ya
circula un gran carrujo entre el grupo. La playa, que parece tan
lejana, el cúmulo de estrellas en el firmamento, la mota aspirada y
el esplendor en el ánimo de tus amigos, terminan por subyugarte.
No
sucedía lo mismo en las constantes borracheras, pero esta vez, sí…
Después del rock, aparecieron las voces de Serrat, Víctor Manuel y,
ya fuera de ti, solicitaste a la Sonora Matancera y el ambiente se
llenó de nostalgia con la voz de Alberto Beltrán: "Cantando quiero
decirte lo que me gusta de ti / las cosa que me enamoran y te hacen
dueña de mí / Me gusta, todo me gusta, todo me gusta de ti…"
La
euforia disminuyó notablemente, cuando tus lágrimas se hicieron
presentes… El único que sabía de tus tribulaciones sentimentales
era David, tu gran amigo. A principio, guardó silencio, al igual que
los demás; luego, todos te rodearon y palmearon tu espalda,
reanimándote. Ya… ya, disculpen este resbalón… creo que la mois
me entregó mal viaje, respondes, intentando reanimarte… Aunque no
lo comentas con nadie, sabes que la herida de tu primer matrimonio
aún se encuentra fresca y allá, en el fondo del abismo, jugueteando
con las olas bajo la luna, te pareció descubrir la sensual figura de
Tere, llamándote, recorriendo sus piernas con la yema de los dedos y
burlándose de tu llanto…
La
reunión en el restaurante ha terminado; no así, la convivencia. Son
casi las dos de la madrugada. Ahora, el grupo se encuentra en
círculo, unidos por los pies, recostados en el césped, conversando
bocarriba –o intentando conversar, más bien, dado que varios ya no
pueden ni hablar– . La luna y las estrellas brillan en todo lo alto
y los miran con curiosidad, parecen divertidas con su plática. ¿Si
tuvieran que ab-abando-abandonar el p-p-puto país, por diferentes
circuns-cunstancias, no importa cuáles, q-q-qué libros elegirían
para llevarse, da-da-d-d-dado que no s-s-sería posible cargar con
to-toda su b-b-biblioteca? Cada uno deja ver sus preferencias
literarias. La respuesta de David y la tuya, coinciden: se llevarían
los libros de García Ponce junto con algunas revistas como Quimera,
Vuelta y El Viejo Topo.
Cuando
la conversación de los amigos se encuentra en lo más álgido, la
inmensidad del cielo es surcada por una luz, un punto luminoso que
les provoca desconcierto. ¡Ay, cabrón! ¿Ya vieron eso?, exclama
Carlos, señalando hacia la distancia con el dedo índice. ¡Un OVNI!
¡A huevo! ¡En la madre! ¿Qué pedo con eso? Responde al unísono
la mayoría. Se trata de una aparición tan abstracta como fugaz. Han
sido sólo unos instantes, instantes maravillosos que los hacen
sentir privilegiados, pues todos están seguros de haber presenciado
ese gran fenómeno. Les cuesta trabajo asimilar aquella aparición.
Horas más tarde, el cansancio los vence… La primera noche ha
resultado fantástica, inigualable.
En
las primeras horas de la mañana, el grupo se sitúa frente al
abismo. El panorama es impresionante; la vista, maravillosa. Ante sus
ojos se despliega un extenso terreno poblado de árboles, palmeras y
arbustos, coronado con el verde de un mar apacible y unas olas
traviesas que juguetean con la arena. Los amigos permanecen en
silencio, abrazados, con los brazos extendidos, soportando la cruda,
deslumbrados por el horizonte. Después del almuerzo, los otros
jóvenes y tú se aventuran a descender por las rústicas escalinatas
que la gente del pueblo ha construido. Cada paso debe ser ejecutado
con mucha precaución, pues las rocas están húmedas y resbaladizas.
Minutos después, ya se encuentran en la playa. Ustedes son los
únicos visitantes. A ti te resulta curioso observar los desnudos de
Luis y Olivier. Es la primera ocasión que presencias un hecho de tal
naturaleza y te sientes a gusto, valoras aquellas expresiones de
libertad. No es la misma 5 situación ver a tus amigos desnudos al
salir del baño, en tu departamento, que mirarlos al aire libre,
bocabajo, tostándose las nalgas. Por supuesto, todos se hermanan en
la desnudez. Es otro momento mágico. La piel se regocija, al sentir
la brisa… Deleitarse con una cerveza, de cara al mar… Gozar la
absoluta irresponsabilidad con la arena masajeando tus pies…
Fugarse bajo el agua y aparecer en aquella línea verde donde se
junta el cielo con la mar… Sentir cómo el tiempo juguetea con tu
cabello… Absorber la distancia con la mirada… Beberse las horas y
la vida con los ojos cerrados… Atragantarse con manjares de
amistad, adornados con nubes blancas… Humedecer el espíritu con el
inconfundible murmullo del mar, exaltando sus sentidos. El divertido
vaivén de las olas los subyuga. Si el grupo fuera católico, podrían
afirmar, sin temor a equivocarse, que sentían la presencia de Dios y
ustedes se encontraban en el paraíso. Todo este delicioso ambiente
les provoca gritar en dirección al mar: ¡Me encanta estar
borracho!, que es la consigna general, pues siempre se vanaglorian de
su estado etílico, que les permite apreciar mucho más los placeres
de la amistad y los regalos de la vida –no como otros, que beben
sólo para dar rienda suelta a sus frustraciones
Previendo
las brumas del crepúsculo y respetando lo escarpado del camino, los
amigos inician el ascenso, en complicidad con la claridad de la
tarde, extremando precauciones, de la misma manera que lo hicieran en
la mañana.
Por
la noche, la juerga continúa, aunque con ciertas reservas, de tu
parte ya que, al día siguiente, por la mañana, deberán iniciar el
camino de regreso. Durante la noche, la conversación gira en torno a
las virtudes y bellezas del lugar. Todos coinciden en que deberán
regresar en la primera oportunidad y hacer de esa playa su lugar de
encuentro. Se proponen iniciar un relato en común, como es su
costumbre: Carmen decide tomar nota de la intervención de cada uno.
Aquella
creación literaria que contiene las voces de todos, ha representado
un símbolo de hermandad entre ustedes a lo largo de los años. En tu
caso, lo tienes enmarcado, como una preciada joya, colgado en una
pared. El texto dice así:
ERRABUNDEAR
Desaparecer,
¡Qué gran privilegio!
¡A la mierda tu cochino amor!
¡A la chingada tu intrincada red
de confort!
¡Ni hablar de la seguridad
conyugal!
Desaparecer…
El espejo no se volverá a reír de
mis arrugas.
Abandonar la cloaca de
convencionalismos
cagarse en las tradiciones
escupir sobre sus fechas
“importantes”
−¡su puta madre, pusqué!−
Vomitar la comida “sana”
Execrar del cuerpo “saludable”.
Desaparecer…
En busca de las palabras idóneas
siguiendo el rastro de la
inmundicia
Abrazar las bondades de la libertad
dormir bajo el puente del deshonor
Contemplar embelesado
el coito de la luna y el parque
sentir el frío del desencanto
Las nalgas en la banqueta
alfileres en la espalda
el fétido aliento de las
alcantarillas
el smog transfigurado en poesía.
Desaparecer…
con los bolsillos repletos de
curiosidad
con nostalgia y ansiedad en la
mochila
con el cabello blanco atiborrado de
misterio
con profundo coraje hacia la rutina
y absoluto vacío en el porvenir.
Desaparecer…
Aturdirse con efluvios nostálgicos
descubrir el mundo subterráneo
aspirar de las nubes los aromas a
cálida intimidad
confundirse entre los charcos de
lodo
comulgar con los fantasmas ebrios
de soledad
borrar los senderos de mis
antepasados
eliminar los recuerdos
sentir cómo el asfalto daña mis
pasos
huir de los fantasmas de juventud
ocultarse en la oscuridad de uno
mismo.
Desaparecer…
los años han hecho mella en mis
rodillas
mi cobardía se burla desde el
espejo
escupe maldiciones en mi rostro
señala deformidades en mi cuerpo
se regodea con decrépitos gestos.
Desaparecer…
Errabundear…
Soy muy viejo ya
para intentar largarme
y desaparecer.
Con
las luces del nuevo día, llegó el momento de la despedida.
Agradecen las atenciones a los propietarios del restaurante. Prometen
regresar a fin de año. Todas las maletas ya se encuentran en la
cajuela… no obstante, surge otro problema: las llaves del auto no
aparecen por ningún lado. Has desempacado una y otra vez, sacudiste
tu maleta varias veces, todos se revisan los bolsillos, a sabiendas
de lo ridículo del hecho… Nada. Las pinches llaves se han perdido.
¡Carajo! ¡Puta madre! ¡Puta madre! ¿Y ahora? ¡Uta!, habría que
dirigirse a Catemaco y contratar un cerrajero… costaría un ojo de
la cara. Ya sólo había dinero para gasolina y unas cervezas para el
camino… Una revisada más… Por aquí, por allá… Nada…
¡Carajo! ¡Puta madre! ¡Puta madre! De manera sigilosa, Carmen se
ha apartado del grupo, ensimismada, con la vista clavada en la punta
de sus zapatos… Sus pasos descienden sobre la resbaladiza rampa que
subieron en coche… Se le ve caminar como poseída, a veces, en
círculos… Transcurre un tiempo indefinido, haíto de incertidumbre
que a todos les parecen meses… De pronto se escucha un grito: ¡Hey,
Lauriño! ¿Es esto lo que buscas? Con el rostro encendido y una
mirada centelleante, Carmen agita tu llavero a la distancia. Sube a
toda prisa por la rampa. Llega ante ti y se funden en un abrazo
fraternal… ¿Qué sucedió? ¿Quién demonios arrojó el maldito
llavero hasta allá? ¿En sus desvaríos por la droga y el alcohol,
alguien del grupo las habría lanzado hasta ese punto con la
esperanza de que, de esa manera, permanecerían más tiempo en la
playa? ¿Fue Carmen, la autora de tal fechoría y por ello sabía
dónde se encontraban las malditas llaves? ¿O fuiste tú quien lo
hizo, Lauro? Nunca se sabrá, la mota y el alcohol son traicioneros
y, combinados, pueden resultar fatales. Lo cierto es que Carmen
estaba segura de poder encontrarlas. Algo extraño e inexplicable en
mi 9 fuero interno me condujo hasta ese lugar, te dijo tu novia,
camino a casa… y sí, ahí se encontraban las putísimas llaves.
A
través de los años, aquel viaje y sus agradables vicisitudes
siempre se mantuvieron frescas en tu mente y la de tus amigos. Una
buena parte de cada uno de ustedes quedó atrapada en la esplendorosa
magia de este prodigioso lugar y esa buena parte resultan ser las
nalgas de su espíritu aventurero que continúan tostándose al sol y
bebiendo cerveza con la vista clavada en la lejanía…
Una aventura veranieg que imaginé en Yucatán, no sé por qué.
ResponderEliminarMuy buen ritmo en tu texto, me gustó. Un abrazo
Muchas gracias de parte de Lauro, Albada!!! No es Yucatán, pero casi, Playa Escondida está bastante cerca, en el estado de Veracruz. Un fuerte abrazo
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