Foto: Kate Mulgrew |
Durante
ese tiempo habíamos contactado con varias parejas, aunque con la
mayoría no hubo feeling
y
la cosa no fue a más;
si uno no quiere, dos no bailan, y si los bailarines son cuatro, ya
te puedes imaginar. Pero quedamos con algunas –cenar, una copa,
dejarnos caer por un pub
o
una discoteca, un poco de salsa o de música vintage–
y, con tres o cuatro de ellas, hicimos diana plena y hubo baile
horizontal. De promedio, una por año, si
fa no fa.
Pero
Yésica y Yonatan pasaban de cenas y de salsa, y nos propusieron algo
que nadie nos había propuesto: quedar por separado, Yonatan con
Blanca y Yésica conmigo, para hacer una escapada. En plan parejita,
a algún hotel.
–A
ver si va a ser un psicópata y me van a encontrar descuartizada
–recelaba Blanca ante la proposición.
–Si
no lo ves claro, no quedamos.
Pero
nos dimos los móviles y empezó el intercambio de wasaps.
Yésica
me contó que Yonatan y ella eran novios desde los quince años, que
él era albañil y había hecho dinero invirtiendo en ladrillo
durante la burbuja –no lo dijo así, pero a mí me quedó claro–,
y que vivían en una torre
de doscientos
metros cuadrados,
con jardín y piscina, a veintipocos kilómetros de Barcelona: algo
en lo que, con mi sueldo de profesorcillo, yo no podía ni soñar.
Añadió, como si hiciera falta, que quería a su marido y que sólo
buscaba sexo; le respondí que, por supuesto, yo también a mi mujer,
pero que el buen
sexo es siempre
más que sexo. Y, cuando ella contestó con un "¡Séeeee...!"
que pretendía ir de chuleta y de sobrado, casi la oí suspirar.
En
cualquier caso, comprendí que aquello era una especie de juego. Un
juego de rol, de seducción e infidelidad. Y recordé lo que decían
Duran Duran en los 80: You
wanted to dance, so I asked you to dance.
Nos
mensajeábamos todos los días, a cualquier hora. Yo saqué la
artillería pesada: la requebraba con poemas de Lorca y canciones de
David Bowie (Let
me fly away with you, for my love is like the wind,
and
wild is the wind, wild is the wind),
aunque Lorca le sonaba a chino y a Bowie tuve que traducírselo del
inglés. Por supuesto, nos mandamos fotos. No me pareció fea ni
guapa; tenía unos bonitos ojos verdes en una cara demasiado
cuadrada. En conjunto, me recordaba a la capitana Janeway de Star
Trek Voyager.
Dijo que yo me parecía a Antonio Orozco: para saber de quién me
hablaba, tuve que acudir a Internet. Luego, los mensajes subieron de
tono: fantaseábamos con lo que haríamos cuando estuviéramos
juntos. Hablábamos de besos, de caricias, de manos y bocas
exploradoras buscando pliegues de piel escondidos. Por las noches le
hacía el amor a Blanca con ímpetu renovado; no sé si imaginaba la
causa, pero ella también salió beneficiada del cambio.
Por
fin llegó el día fijado. Me despedí de Blanca, que aún estaba un
poco nerviosa, deseándole que lo pasara bien. Yésica me recogió en
su coche, en una vía de salida de la ciudad: Por fin nos
conocemos en persona, dijo alguno de los dos. Y en el primer
semáforo llegó el primer beso: un beso largo, profundo,
interminable, hasta que empezó a pitarnos el coche que venía
detrás.
Había
reservado hotel en un pueblecito de la costa al que Yonatan y ella
solían ir a veranear. Al bajar del coche volví a besarla, esta vez
abrazándola con fuerza, y sentí su pelvis presionando mi pene, que
estaba ya en plena erección. Apenas entrar en la habitación nos
arrojamos el uno sobre el otro, con ansia de devorarnos, y nos
arrancarnos la ropa a tirones como si nos quemara en la piel. Por fin
la vi desnuda. No estaba, ni de lejos, tan buena como Blanca; pero mi
deseo había ido creciendo durante días y estaba a punto de
estallar.
El
arrebato fue imparable, olvidamos las precauciones.
–Por
favor, no te corras den…
Too
late.
Nos
duchamos, nos vestimos y salimos a cenar, antes de que no quedara
ningún restaurante abierto. Encontramos una pizzería. Durante la
cena hablamos de nuestras parejas, de nuestros hijos, de los viajes
que habíamos hecho. Yo le hablé de mi trabajo, que pareció no
impresionarla demasiado: No, los arqueólogos no desenterramos
dinosaurios, sólo cerámica rota. Le hablé de Grecia, de
Fenicia, de Tartessos. De las fosas de la Guerra Civil y de las
“charlas” de Queipo de Llano.
Me
dijo que su nick
en Facebook era Tortugueta Poruga (“Tortuguita Miedosa”), por si
quería buscarla en la red.
Regresamos
al hotel besándonos en cada esquina; extraviamos varias veces el
camino pendientes sólo de nuestras bocas, de nuestras manos, de
nuestros cuerpos... En la habitación hicimos el amor de nuevo; ahora
con más calma, demorándonos en los detalles, dosificando el deseo.
Recorrí toda su piel con mi lengua, deteniéndome en los rincones
donde el sabor era más intenso. Y la penetré con dulzura, mientras
se volvían a fundir nuestras bocas y nuestros alientos.
Y
esta vez no olvidamos nada.
Al
acabar, nos acurrucamos el uno contra el otro. Su cuerpo encajaba en
el mío como un bronce encaja en el molde donde el metal fue vertido.
En la oscuridad, me habló de su infancia: de una madre que no la
quería, que la maltrataba, y a la que hubo que ingresar en un
sanatorio. Sollozó desnuda en mis brazos, y mis besos recogieron las
lágrimas en sus mejillas como si fueran el néctar, amargo y dulce,
de una triste flor nocturna. Me quedé dormido arrullándola,
sumergido en su tibieza, con el rostro hundido en su pelo y
respirando su olor:
La
luna es un pozo chico
las
flores no valen nada;
lo
que valen son tus brazos
cuando
de noche me abrazas.
Cuando
desperté, ella fumaba en la terraza.
–¿No
vuelves a la cama?
Desayunamos
junto a la piscina del hotel, mirándonos a los ojos y a las montañas
cercanas: al quebrado horizonte de pinos de la Serralada Litoral.
Hicimos
el viaje de vuelta planeando nuevos encuentros. Fines de semana,
quizá algún puente largo. Me dejó en la puerta de casa y nos
despedimos con un último, fugaz beso, cuidado no te vea algún
vecino.
Al
poco, sin embargo, me zumbó el móvil y vi su mensaje: Lo siento,
no podemos volver a vernos. Ante mi alarmado por
qué,
su brutal El
sexo ha sido muy malo.
Me
dolió, podéis creerme. Nunca me he tenido por un atleta sexual;
pero tampoco por tan mal amante que las mujeres tengan que huir de mí
despavoridas.
Cuando
regresó Blanca, bastante más tarde, me preguntó que qué tal. Yo
le conté, sin extenderme.
–Lástima,
me habría gustado que repitiéramos. El Yonatan ese aguanta en la
cama bastante más que tú –me dijo con sorna.
–¿Así
que, al final, no resultó ser un psicópata?
–No
creas. A punto sí que estuvo de despedazarme. –Y se rió con ganas.
No volvimos a verlos.
Y, sin duda, debe ser mi ego de macho ultrajado; pero, desde entonces, no he podido evitar preguntarme si Tortugueta Poruga no me habría mentido. Si no habría acabado metiendo la cabecita bajo su caparazón. Si no habría temblado su mundo, si no habría visto abrirse una grieta bajo su torre con jardín y piscina al intuir, al sospechar, al adivinar, que entre nosotros había habido más que sexo.
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