miércoles, 10 de mayo de 2023

El plan B (Primera parte)......Lauro Cruz Sánchez

 1º de julio
Foto: Miguel Ángel Santos Canseco, Escuela Secundaria
Técnica No. 27, Alberto J. Pani (Ciudad de México) 

El séptimo mes del año me encuentra trabajando con ahínco. Elaboro pruebas y diseños para la impresión de un libro de cuentos. El proyecto incluye el diseño de una pequeña caja que resguardará las publicaciones. Dentro de ésta, quiero incluir diez historias. Laurita observa en silencio las tribulaciones y dificultades que debo sortear para imprimir los reversos. ¡Uta madre!, la vieja HP LaserJet 1015 se niega a entregarme buenos resultados, le comento. Ha respondido con creces durante diez años. Necesita ser reemplazada a la voz de ya.
           La condición de escritor de tiempo completo sin éxitos económicos, con una raquítica mensualidad por parte de mi mujer, apenas alcanza para los gastos diarios. Imposible pensar en adquirir una nueva. Esperar. Continuar intentándolo. Sólo los más chingones viven de sus escritos; en mi caso, muero con ellos.


Miércoles 3 de julio

Mi mujer sorprende a los objetos y plantas que nos rodean con una pregunta inesperada: ¿Oye, cuánto cuesta una impresora nueva, que sirva para lo que estás haciendo?
         No tengo la respuesta correcta, sólo una idea vaga. El precio fluctúa entre tres y cinco mil pesos, le informo. Pone los ojos como platos. La imito. Me sugiere que vaya a enterarme a la Plaza de la Computación. Recuerda: Ya viene tu cumpleaños… ¿Te gustaría una, como regalo?, inquiere. Ahora, soy yo el asombrado. Mi rostro se ilumina. Lo primero que pienso es ingerir doble ración de viagra para corresponder a tan valioso ofrecimiento. Más tarde, lo olvido, pensando en la impresora.


Sábado 6 de julio

Cuatro días antes del cumpleaños anunciado, me veo recorriendo los pasillos de la Plaza. El artefacto que necesito debe ser del tipo “dúplex” para que, al momento de imprimir el reverso de la hoja, el registro sea perfecto. Con agrado, descubro que la marca Brother posee las virtudes necesarias. El precio no es tan elevado, le reporto a Laurita.
         Dos días antes de mi cumple, el mencionado hardware ya se encuentra funcionando en casa. Hago pruebas. Leo el manual del usuario. Descubro varias virtudes más. Me siento regresar a la infancia, como en los días de fiesta, con juguete nuevo. Le muestro a Laurita los primeros resultados. Me felicita apenas con una sonrisa vaga. Aquella mueca no logra borrar el regocijo ni el entusiasmo de sus ojos. La premio con besos en el cuello. Cuando la escena sube de tono, me hago el pendejo y, con delicadeza, la aparto. A mi edad, incursionar por esos terrenos es peligroso. Para hacer el ridículo, mejor continúo escribiendo, bromeo conmigo mismo. El lector se preguntará ¿por qué putas debo enterarme de tantas cursilerías?... Paciencia, amigos, es sólo el preámbulo de una larga historia.

Miércoles 10 de julio


Inicio labores muy temprano, como es la costumbre. A las siete de la mañana ya estoy compartiendo en Face la canción de los Beatles When I’m sixty four. La música llena de nostalgia los rincones del recinto donde me encuentro −la habitación contigua a la recámara−. Mi mujer aún duerme a pierna suelta. Escucho con atención. El volumen es muy bajo. No deseo despertarla. Desde hace cincuenta años, cuando asistía a la secundaria, me preguntaba qué diablos sentiría al momento de llegar a este punto de la vida. Me imaginé avejentado, hirsuto de cabello, decadente, humillado, pero cantando. En aquel tiempo, si Notitas musicales o Guitarra fácil no proporcionaban las letras, era imposible conocerlas. Seleccioné la canción varias veces, traducción incluida, en Youtube, el Chingón, el Uy, uy, uy, el No hay dos. Una lágrima amenaza con escapar. Los recuerdos llegan a borbotones, sumergido en el vaivén de aquellas notas melódicas. Un silencio de cementerio abraza al inmueble de tres pisos donde habito. Mientras intento paladear mi café, maldigo a la vida por privarme del olfato y el gusto durante un tiempo.
     “No existe ningún tratamiento para la pérdida del sentido del olfato debido al envejecimiento. Si experimenta una pérdida del sentido del olfato debido a una reciente infección viral de las vías respiratorias altas, tenga paciencia. El sentido del olfato puede retornar a la normalidad sin tratamiento.
          ¡Chinga a tu madre, Google!, aunque seas el Non-plus-ultra.


Cuando tenía catorce años, en la mente no existía la idea de finalizar mis días jugando a ser escritor. Leía por obligación. Debía cumplir con las tareas. Quería ser futbolista… Me esfuerzo por captar el aroma del café. Me llega apenas una vaga sensación… Aprisiono la taza caliente entre las manos, casi hasta hacerme daño. Recorro con el dedo índice su filo. Mis divagaciones son interrumpidas. A mi espalda, escucho los pasos de Laurita. Me preparo para recibir parabienes, como todos los años, con voz meliflua: “A ver, ¿quién es el cumpleañero más apuesto de todo el Universo universal? ¿Quién es el macho más macho que cumple 64 entre todos los más machos del orbe?...” Y mamadas así. En otros años, durante la mañana, hacemos planes para pasear por la ciudad, comer en algún restaurante discreto, la visita a librerías, café y pastel incluidos –ante esta situación, me parece escuchar a mis amigos de antaño: “Ay, dios, qué tristeza me da este güey, que presume su absoluta decadencia”–.
         Para mi sorpresa, recibo gélidos saludos. Hola-amor-¿me-invitas-un-café?… ¡Auuuuummmm!... Se sienta frente a su compu. Debe estar bromeando. Decido seguir con la guasa. Por supuesto, mi señora, faltaba más, respondo, con voz de mesero eficiente. Me dirijo a la cocina. Hasta acá escucho su grito: ¿Me prendes el boiler, porfa? Obedezco. Regreso con la bebida, tibia, como a ella le gusta. Soy un perro viejo bien amaestrado. Sumida en el monitor, consume el café, lanzando onomatopeyas. Yo me hago pendejo, en la mía. En el monitor, aparecen las primeras muestras de cariño de los amigos. Respondo a todos, agradecido. Instantes después, me comunica que se meterá a bañar. ¿Vas al museo?, pregunto. Ahá, responde, adormilada… Esto no puede estar sucediendo… ¿Se le habrá olvidado la fecha?
            Su actividad de los miércoles, a la cual asiste de manera religiosa, se denomina “Una canita al arte” en el Museo Nacional de Arte −¿o esta vez será “al aire” y por eso se le olvidó mi cumple?, bromeo de nuevo−. Según veo, no piensa faltar en un día tan especial… para mí, claro. La incertidumbre amenaza con embotar los tres sentidos que me quedan. Sale del baño. Hasta el lugar donde me encuentro, puedo escuchar su aplicador de perfume. Tararea una canción de Sting, Russians. Bueno, ahora vendrá a invitarme a almorzar y saldremos. Será un día como tantos otros. Su broma finalizará. No estaría mal visitar el Centro Cultural Rosario Castellanos, como lo hicimos el año pasado, me ilusiono. Su hermana llama. Toma −alarga el aparato hacia mí−, es Yola. Te quiere felicitar. Bueno, esto ya es la prueba definitiva. Si con esto no termina su broma... Hablo diez minutos con la cuñada. Al finalizar la conversación, con la prisa colgando de su cabellera mojada, Laurita se despide de mí. Definitivo: se le olvidó. Mi cabeza es una licuadora, con mierda dentro. Siento que los intestinos tienen múltiples perforaciones. Los piquetes en el culo se intensifican. De la casa a la estación del metro nos separan seis calles, ocho minutos. En el camino lo va a recordar y regresará en chinga, cubriéndome con besos y disculpas, pienso. Uno… dos… tres… cuento los minutos. Al llegar al quince, decido pasar al plan B. No es que yo sea muy aprensivo para esos tópicos, pero durante los quince años de vida mutua que tenemos, nunca había sucedido algo parecido. Mis hermanos ya no se molestan en felicitarme por teléfono. Saben que no contestaré. ¡Naaah, mamadas de convencionalismos!


Sumido aún entre las brumas de nostalgia que me entregaron la fecha y la música de los Beatles horas antes, decido festejar mis 64 años realizando un recorrido inusual: iré a la secundaria ETIC 88. Recorreré las mismas calles que me vieron caminar a toda prisa, durante tres años, para asistir a clases. Si en los años mozos imaginé cómo me vería a los 64, hoy, el ochenta por ciento humano que represento decide recorrer los senderos de la juventud.
         Son las dos de la tarde. Venido desde la colonia Obrera, me ubico en el número 53 de la calle Asfalto, en la colonia Plenitud, Alcaldía Azcapotzalco. En este lugar pasé la mayor parte de mi infancia. Hoy, la casa presume una barda blanca con puerta metálica de dos alas, blanca también. Ya no es de madera maltratada por el tiempo, añorando la bisagra faltante, como antaño. En la parte superior, una bugambilla muestra su cara rosa-alegre, curiosa, enterándose de lo que hacen o dejan de hacer los odiados y engreídos vecinos Peña Ávila de enfrente, que ahora han transformado su cochera en la “Fonda Anita”. A mi mente acude el asqueroso rostro del señor Peña, llamado “Don Pedotes” entre la pandilla, produciéndome náuseas. Sólo de pensar en comer su asquerosa comida y ver sus desagradables rostros, se me forma un hoyo en el estómago. A mi izquierda, atravesando la avenida, puedo ver parte de otra interminable barda: han transformado a la antigua refinería en el hermoso Parque Bicentenario:
         “Se encuentra dividido en jardines que, tomando en cuenta la cosmogonía mexica, se dividen en cinco elementos: Tierra, Agua, Viento, Sol, Natura. Los Mexicas creían que su universo estaba conformado de forma vertical de trece cielos, la tierra llamada Tlalticpac asentada en el centro, y nueve inframundos”, me informa la SEMARNAT.
         Para mis hermanos y amigos niños, representaba el indeseable lugar que inundaba las calles aledañas con miasmas irrespirables. El olor a sustancias químicas y gases de diferentes tipos envenenaba los pulmones del barrio. No obstante, corríamos por sus prados, nos perseguíamos y saltábamos por las gradas del Parque de Béisbol 18 de Marzo, que era el nombre con el cual lo identificábamos.
        Vuelvo los ojos a mi querida calle. “La vecindad”, en el número 55, era un predio largo con techos de cartón. A derecha e izquierda del pasillo de dos metros de ancho −lavaderos incluidos−, se postraban seis viviendas cuyas paredes de ladrillos rojos aumentaban la tristeza del lugar. Sobre su piso resquebrajado siempre encontrábamos charcos de agua maloliente, eructos de cañerías. Hoy posee techos de concreto. Los lavaderos han desaparecido; me los imagino en la azotea, alineados del uno al seis, cada quien con su respectiva toma de agua. El pasillo luce muy ancho. Los ladrillos han sido cubiertos con cemento. Hoy son paredes pintadas de color azul. Por supuesto, la puerta es otra, más funcional. O, mejor dicho, ésta sí funciona. La que yo recuerdo amenazaba con caerse al primer empujón, cada vez que el Virus, el Conejo, el Gordo, el Nervioso, o la Zorrita entraban a toda carrera.
          Frente al número 57, casa de la tía Domi, cierro los ojos. La doble barda de aquellos años ya no existe. El resquicio de cincuenta centímetros, testigo de mis primeras venidas en el pantalón e intensos cachondeos con Tere –como fue descrito en mi novela Seis mujeres− se hace presente en la memoria. Entonces, el alumbrado era muy deficiente. La oscuridad en aquel hueco era absoluta. Nuestra sangre hervía. No había toqueteos atrevidos, pero ni falta que hacían. Apretujados el uno contra el otro, los besos se prolongaban por minutos... Hoy, ya ni besos doy, como las putas, por temor a contagiar a mi mujer. Decido dar la espalda al inmueble y a los recuerdos cachondos.
        Admiro al estupendo edificio de apartamentos en que se ha metamorfoseado “el sindicato”. Con este nombre reconocíamos a la construcción con láminas de asbestos y techo de dos aguas que abarca la mitad de la calle. Cada sábado se reunían los trabajadores de la cigarrera El Águila. Eran como días de fiesta. De su interior emanaban gritos de protesta, aplausos, risas generalizadas. Nos gustaba asomarnos, sólo por ver los gestos de los allí reunidos. Para los chicos, sus paredes sin vidrios servían a la perfección. Sobre éstas, jugábamos frontón y practicábamos “la burra tamalada”, donde participaban dos grupo de entre cinco y ocho integrantes. Uno de ellos, con la espalda pegada a la pared, de pie, sostenía entre las piernas la cabeza del segundo integrante del equipo; los demás hacían lo propio, con el cuello pegado al culo del compañero; todos ellos, mirando al piso. Una vez colocados de esta manera, iniciaban movimientos parecidos a una culebra, moviendo las nalgas ora izquierda, ora derecha. El equipo contrario, a unos pasos, formando una hilera, esperaba el momento oportuno para lanzarse, uno a uno, a toda carrera, contra los primeros. El objetivo: caer sentados sobre las espaldas de los agachados, llegar lo más cerca posible frente al tipo parado, con el fin de dejar espacio, a su espalda, para sus compañeros. Los contrincantes debían hacer hasta lo imposible para derribar a los que, sentados, reían y gritaban sobre sus dorsos. El chico recargado en la pared estaba facultado para recibirlos a empujones y putazos. Cuando el primero en cuestión caía al suelo, los papeles se invertían… Cualquier estúpida aplicación del celular, en el presente, no es comparable con el número de risas y alaridos que dichos juegos nos entregaban… Las interminables tardes jugando fútbol… El impulso de monedas con un tacón de zapatos… Las canicas, saltando con alegría, impulsadas por una mano certera… La destreza de las manos con el balero y el yo-yo… La puntería y habilidad necesarias para jugar “matatena” con los huesitos de chabacano o intentar derribar al “caballón” recargado en la pared… Los “Encantados”, el “Stop”… la indulgencia en los rostros de la Pituka, la Guille, la Cacha, la Lupilla, la Tere, la Cokis, la Zorrita… Una ráfaga de aire extraño, mezcla de angustia y zozobra, se lleva los recuerdos, barre la calle, produciéndome escalofríos.
           Abro los ojos. Con la memoria y el estómago apretujados de gratos recuerdos, decido iniciar el recorrido hacia mi destino: la secundaria que me vio crecer.
       Deambulo solitario re-conociendo inmuebles. Asombrado por los detalles. Me acompañan Los Olimareños, con “Chiquillada”: Pantalón cortito, / bolsita de los recuerdos, / pantalón cortito / con un solo tirador. / Media galleta rompiendo los bolsillos, / palitos mojarreros, saltitos de gorrión, / los muchachitos de toda la manzana / cuando el sol está que pela, se van pa'l cañadón. / Fiesta en los charcos cuando para la lluvia, / caracoles y ranas y niños a jugar. / El viento empuja barquitos de estraza, / ¡lindo haberlo vivido pa' poderlo contar!
            Contagiado por mi canto, me descubro pegando tres pequeños brincos, con los brazos abiertos al sol, al cantar la última estrofa, sin importarme la mirada de reprobación que me lanza una vecina. El barrio continúa sin edificios. Sólo casas de uno o dos pisos. Mis pies se sienten a gusto sobre las calles debidamente pavimentadas. Puedo sentir tambores de fiesta en el pecho. Me parece reconocer los rostros de varios transeúntes. El tiempo ha endurecido sus facciones. Me miran, extrañados. Los observo con el rabillo del ojo. ¿Me reconocen, o sólo llama su atención mi look retro-inusual con sombrero negro pachuco, lentes oscuros y greña sobre los hombros?... Por mi parte, me cuesta trabajo ubicarlos. No tengo intención de platicar con nadie. Su conversación puede derrumbar los castillos fabricados con mi nostalgia.
           Gasolina, Gasoducto, Estearina, Atlixaco… En cada acera mis pasos se sienten cómodos. Cada calle se alegra de verme. Parecen intensificar su colorido al mirarme. Todas ellas muestran detalles desconocidos. Emergen nombres y rostros diferentes: el Ratón, el Dutroni, el Bala, el Bomba, el Pica, el Burro, el Niño... Algunos ya murieron; otros, emigraron del barrio. Las nuevas paredes han dejado atrás su vestimenta raída. No se muestran maltratadas, como antes. Es un barrio vivo, refulgente, sin basura pululando sobre el asfalto. Me congratula no descubrir basureros clandestinos, como en la colonia Obrera. Al llegar a Poniente 135, el aroma de los tacos de carnitas, con el exorbitante precio de treinta centavos, expendidos por don Max, inunda los pulmones de la imaginación. El paladar recuerda su tepache. En contadas ocasiones se podían degustar. El dinero escaseaba.
          Imposible desdeñar el paso por el mercado Santa Lucía. A pesar de verse exquisita, evito consumir el agua de sabores que los alegres vitroleros de vidrio me ofrecen con sonrisas blancas, amarillas, rojas, verdes. Al rato vas a querer mear y comenzarás a estar chingando, me recrimino. Con bastante agrado, puedo ver que el desvencijado parque que conocí con sus bancas de cemento rotas y columpios oxidados ahora muestra juegos para niños en buen estado. Sus colores refulgen al sol. Las bancas se han revitalizado, vestidas de alegría verde y amarilla. Volteo los ojos al cielo y, no sin preocupación, percibo que la lluvia se acerca a toda carrera. Acelero el paso.
           Al iniciar el recorrido me propuse calcular el tiempo empleado. He caminado durante quince minutos. Sin percatarme, la mirada antropológica me ha hecho demorar, observando detalles en el mercado. A pesar de mi olfato deteriorado, puedo captar los aromas de las diferentes cocinas, formadas en hilera. Una señora joven me saluda, al pasar frente a su comedor. Le respondo tocando el ala del sombrero, como lo harían los caballeros antiguos, como es debido, de acuerdo a los 64 años que ostento. Los gratos detalles de la caminata han hecho que olvide el desdén de mi mujer. A estas alturas ya estoy agradecido por ello.
         Dos calles adelante, me veo inmerso en el Fraccionamiento Industrial San Antonio. Por sus solitarias calles, el aire se siente más frío. Enormes portones y paredes grises que rebasan los cinco metros son la característica del lugar. No obstante, es agradable percibir apenas los efluvios dulzones emanados de la galletera Cuétara. Durante los años de la secundaria, detestaba estos humores, pues incrementaban mi apetito. El hambre y los deseos insatisfechos siempre fueron mi mejor compañía.
       La avenida Tezozomoc −conocida en el barrio como tezozo-mocos− fue la primera muestra de modernidad por el rumbo. Su enorme camellón muestra, orgulloso, dos avenidas de cuatro carriles a ambos lados. Cuando fue construida, en los años setenta, éste sólo tenía pasto y arbustos silvestres, donde recolectábamos un delicioso manjar: chapulines. En la actualidad, el césped es recortado con periodicidad. La avenida alberga algunos campos de fútbol rápido y parques con gimnasios al aire libre. Un enorme cielo gris, con nubes amenazantes, vigila mis pasos, que han dejado atrás la zona industrial. 
        En la colonia donde ahora transito ya no se observan fábricas ni oficinas, no obstante, mantiene el nombre: colonia San Antonio, ¡cuánta imaginación!, bromeo. 
        Se trata de un rumbo habitado por trabajadores petroleros. Es zona de casas particulares, sin vecindades populares ni casas deterioradas. Frente a cada una de ellas hay uno o dos coches a la puerta. Al pasar por la esquina que forman Cantemoc y Tochtli, una papelería me parece familiar. Por supuesto. El terreno pertenece a la familia de mi amiga Pilar. Llamo a la puerta. Un apuesto millenial se asoma por la ventana de la planta alta, Boris. No me reconoce. ¿Está Pilar?, grito. ¡Un momento!, me responde. Mi amiga aparece con el rostro incendiado, los brazos extendidos. Diecisiete años sin vernos. Desde siempre ha vivido sola, atendiendo a la familia. A los 28 años, fue novia de un estimado camarada: David. Hoy, ya se encuentra en las filas de la tercera edad. Un abrazo sincero, regalándonos sonrisas. En la sala de su casa, platicamos un buen rato. Luego, se unen Valeria y Boris, sus dos hijos. La familia ha crecido. Ambos están casados. Pily es abuela de tres nietos. La lluvia se une a la charla, con suaves murmullos al caer sobre los autos en la calle y en las ventanas de la casa. 
         Recuerdos, anécdotas, situaciones vividas de manera chusca, alcohol ingerido, droga consumida… la vida en compañía de los amigos, a través de los años… Mi departamento en la Roma, en absoluta libertad, sin creer en nada y contra todos… La resaca, después de una borrachera de treinta años… Los achaques característicos de la vejez… El asombro de permanecer en el camino, sobrio, a pesar de los pesares.
         Ha sido un encuentro bastante grato. Boris y Vale me sorprenden. Son adeptos a la escritura. Quisiera permanecer conversando más tiempo. No obstante, la secundaria me llama. Estoy como a quince calles de mi destino. El tiempo del recorrido ha pasado a segundo término. Para mi fortuna, Pilar decide acompañarme. Los temas son interminables. Mientras andamos el camino, observo el panorama. Un pedazo de cielo azul fresco, con nubes apenas visibles, nos observa. La lluvia ha finalizado. Me irrita no percibir el fresco aroma que, imagino, flota en el ambiente. Me apoyo en Pilar: Oye, Pily, ¿cómo a qué huele la calle?... Pues fluctúa entre mierda de perro y un sutil olor a orquídeas, me responde, con los ojos atiborrados de malicia. No esperaba menos, es una respuesta contundente. Esta sí es mi cuata, pienso.

         Continuará…

3 comentarios:

  1. Que hermoso remembranza de la gloriosa Escuela Secundaria Técnica y Comercia 88. Saludos Lauro.

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  2. Pues es un buen plan. Una novela lleva mucho tiempo, y esfuerzo de concentración.

    Un abrazo

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    Respuestas
    1. ¡¡Muchas gracias, Anónimo y Albada, de parte de Lauro!!! Un fuerte abrazo

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