1º de julio
Foto: Miguel Ángel Santos Canseco, Escuela Secundaria Técnica No. 27, Alberto J. Pani (Ciudad de México) |
El
séptimo mes del año me encuentra trabajando con ahínco. Elaboro
pruebas y diseños para la impresión de un libro de cuentos. El
proyecto incluye el diseño de una pequeña caja que resguardará las
publicaciones. Dentro de ésta, quiero incluir diez historias.
Laurita observa en silencio las tribulaciones y dificultades que debo
sortear para imprimir los reversos. ¡Uta madre!, la vieja HP
LaserJet 1015 se niega a entregarme buenos resultados, le comento. Ha
respondido con creces durante diez años. Necesita ser reemplazada a
la voz de ya.
La
condición de escritor de tiempo completo sin éxitos económicos,
con una raquítica mensualidad por parte de mi mujer, apenas alcanza
para los gastos diarios. Imposible pensar en adquirir una nueva.
Esperar. Continuar intentándolo. Sólo los más chingones viven de
sus escritos; en mi caso, muero con ellos.
Miércoles
3 de julio
Mi
mujer sorprende a los objetos y plantas que nos rodean con una
pregunta inesperada: ¿Oye, cuánto cuesta una impresora nueva, que
sirva para lo que estás haciendo?
No
tengo la respuesta correcta, sólo una idea vaga. El precio fluctúa
entre tres y cinco mil pesos, le informo. Pone los ojos como platos.
La imito. Me sugiere que vaya a enterarme a la Plaza de la
Computación. Recuerda: Ya viene tu cumpleaños… ¿Te gustaría
una, como regalo?, inquiere. Ahora, soy yo el asombrado. Mi rostro se
ilumina. Lo primero que pienso es ingerir doble ración de viagra
para corresponder a tan valioso ofrecimiento. Más tarde, lo olvido,
pensando en la impresora.
Sábado
6 de julio
Cuatro
días antes del cumpleaños anunciado, me veo recorriendo los
pasillos de la Plaza. El artefacto que necesito debe ser del tipo
“dúplex” para que, al momento de imprimir el reverso de la hoja,
el registro sea perfecto. Con agrado, descubro que la marca Brother
posee las virtudes necesarias. El precio no es tan elevado, le
reporto a Laurita.
Dos
días antes de mi cumple, el mencionado hardware
ya se encuentra funcionando en casa. Hago pruebas. Leo el manual del
usuario. Descubro varias virtudes más. Me siento regresar a la
infancia, como en los días de fiesta, con juguete nuevo. Le muestro
a Laurita los primeros resultados. Me felicita apenas con una sonrisa
vaga. Aquella mueca no logra borrar el regocijo ni el entusiasmo de
sus ojos. La premio con besos en el cuello. Cuando la escena sube de
tono, me hago el pendejo y, con delicadeza, la aparto. A mi edad,
incursionar por esos terrenos es peligroso. Para hacer el ridículo,
mejor continúo escribiendo, bromeo conmigo mismo. El lector se
preguntará ¿por qué putas debo enterarme de tantas cursilerías?...
Paciencia, amigos, es sólo el preámbulo de una larga historia.
Miércoles 10 de julio
Inicio
labores muy temprano, como es la costumbre. A las siete de la mañana
ya estoy compartiendo en Face
la canción de los Beatles When
I’m sixty four. La música
llena de nostalgia los rincones del recinto donde me encuentro −la
habitación contigua a la recámara−. Mi mujer aún duerme a pierna
suelta. Escucho con atención. El volumen es muy bajo. No deseo
despertarla. Desde hace cincuenta
años, cuando asistía a la secundaria, me preguntaba qué diablos
sentiría al momento de llegar a este punto de la vida. Me imaginé
avejentado, hirsuto de cabello, decadente, humillado, pero cantando.
En aquel tiempo, si Notitas
musicales o Guitarra
fácil no proporcionaban
las letras, era imposible conocerlas. Seleccioné la canción varias
veces, traducción incluida, en Youtube,
el Chingón, el Uy, uy, uy, el No hay dos. Una lágrima amenaza con
escapar. Los recuerdos llegan a borbotones, sumergido en el vaivén
de aquellas notas melódicas. Un silencio de cementerio abraza al
inmueble de tres pisos donde habito. Mientras intento paladear mi
café, maldigo a la vida por privarme del olfato y el gusto durante
un tiempo.
“No
existe ningún tratamiento para la pérdida del sentido del olfato
debido al envejecimiento. Si experimenta una pérdida del sentido del
olfato debido a una reciente infección viral de las vías
respiratorias altas, tenga paciencia. El sentido del olfato puede
retornar a la normalidad sin tratamiento.”
¡Chinga
a tu madre, Google!, aunque seas el Non-plus-ultra.
Cuando
tenía catorce años, en la mente no existía la idea de finalizar
mis días jugando a ser escritor. Leía por obligación. Debía
cumplir con las tareas. Quería ser futbolista… Me esfuerzo por
captar el aroma del café. Me llega apenas una vaga sensación…
Aprisiono la taza caliente entre las manos, casi hasta hacerme daño.
Recorro con el dedo índice su filo. Mis divagaciones son
interrumpidas. A mi espalda, escucho los pasos de Laurita. Me preparo
para recibir parabienes, como todos los años, con voz meliflua: “A
ver, ¿quién es el cumpleañero más apuesto de todo el Universo
universal? ¿Quién es el macho más macho que cumple 64 entre todos
los más machos del orbe?...” Y mamadas así. En otros años,
durante la mañana, hacemos planes para pasear por la ciudad, comer
en algún restaurante discreto, la visita a librerías, café y
pastel incluidos –ante esta situación, me parece escuchar a mis
amigos de antaño: “Ay, dios, qué tristeza me da este güey, que
presume su absoluta decadencia”–.
Para
mi sorpresa, recibo gélidos saludos. Hola-amor-¿me-invitas-un-café?…
¡Auuuuummmm!... Se sienta frente a su compu. Debe estar bromeando.
Decido seguir con la guasa. Por supuesto, mi señora, faltaba más,
respondo, con voz de mesero eficiente. Me dirijo a la cocina. Hasta
acá escucho su grito: ¿Me prendes el boiler,
porfa? Obedezco. Regreso con la bebida, tibia, como a ella le gusta.
Soy un perro viejo bien amaestrado. Sumida en el monitor, consume el
café, lanzando onomatopeyas. Yo me hago pendejo, en la mía. En el
monitor, aparecen las primeras muestras de cariño de los amigos.
Respondo a todos, agradecido. Instantes después, me comunica que se
meterá a bañar. ¿Vas al museo?, pregunto. Ahá, responde,
adormilada… Esto no puede estar sucediendo… ¿Se le habrá
olvidado la fecha?
Su
actividad de los miércoles, a la cual asiste de manera religiosa, se
denomina “Una canita al arte” en el Museo Nacional de Arte −¿o
esta vez será “al aire” y por eso se le olvidó mi cumple?,
bromeo de nuevo−. Según veo, no piensa faltar en un día tan
especial… para mí, claro. La incertidumbre amenaza con embotar los
tres sentidos que me quedan. Sale del baño. Hasta el lugar donde me
encuentro, puedo escuchar su aplicador de perfume. Tararea una
canción de Sting, Russians.
Bueno, ahora vendrá a invitarme a almorzar y saldremos. Será un día
como tantos otros. Su broma finalizará. No estaría mal visitar el
Centro Cultural Rosario Castellanos, como lo hicimos el año pasado,
me ilusiono. Su hermana llama. Toma −alarga el aparato hacia mí−,
es Yola. Te quiere felicitar. Bueno, esto
ya es la prueba definitiva.
Si con esto no
termina su broma... Hablo diez minutos con la cuñada. Al finalizar
la conversación, con la prisa colgando de su cabellera mojada,
Laurita se despide de mí. Definitivo: se le olvidó. Mi cabeza es
una licuadora, con mierda dentro. Siento que los intestinos tienen
múltiples perforaciones. Los piquetes en el culo se intensifican. De
la casa a la estación del metro nos separan seis calles, ocho
minutos. En el camino lo va a recordar y regresará en chinga,
cubriéndome con besos y disculpas, pienso. Uno… dos… tres…
cuento los minutos. Al llegar al quince,
decido pasar al plan
B. No es que yo sea muy aprensivo para esos tópicos, pero durante
los quince años de vida mutua que tenemos, nunca había sucedido
algo parecido. Mis hermanos ya no se molestan en felicitarme por
teléfono. Saben que no contestaré. ¡Naaah, mamadas de
convencionalismos!
Sumido
aún entre las brumas de nostalgia que me entregaron la fecha y la
música de los Beatles horas antes, decido festejar mis 64 años
realizando un recorrido inusual: iré a la secundaria ETIC 88.
Recorreré las mismas calles que me vieron caminar a toda prisa,
durante tres años, para asistir a clases. Si en los años mozos
imaginé cómo me vería a los 64, hoy, el ochenta por ciento humano que represento
decide recorrer los senderos de la juventud.
Son
las dos de la tarde. Venido desde la colonia Obrera, me ubico en el
número 53 de la calle Asfalto, en la colonia Plenitud, Alcaldía
Azcapotzalco. En este lugar pasé la mayor parte de mi infancia. Hoy,
la casa presume una barda blanca con puerta metálica de dos alas,
blanca también. Ya no es de madera maltratada por el tiempo,
añorando la bisagra faltante, como antaño. En la parte superior,
una bugambilla muestra su cara rosa-alegre, curiosa, enterándose de
lo que hacen o dejan de hacer los odiados y engreídos vecinos Peña
Ávila de enfrente, que ahora han transformado su cochera en la
“Fonda Anita”. A mi mente acude el asqueroso rostro del señor
Peña, llamado “Don Pedotes” entre la
pandilla, produciéndome náuseas. Sólo de pensar en comer su asquerosa comida y ver sus
desagradables rostros, se me forma un hoyo en el estómago. A mi
izquierda, atravesando la avenida, puedo ver parte de otra
interminable barda: han transformado a la antigua refinería en el
hermoso Parque Bicentenario:
“Se
encuentra dividido en jardines que, tomando en cuenta la cosmogonía
mexica, se dividen en cinco elementos: Tierra, Agua, Viento, Sol,
Natura. Los Mexicas creían que su universo estaba conformado de
forma vertical de trece cielos, la tierra llamada Tlalticpac asentada
en el centro, y nueve inframundos”, me informa la SEMARNAT.
Para
mis hermanos y amigos niños, representaba el indeseable lugar que
inundaba las calles aledañas con miasmas irrespirables. El olor a
sustancias químicas y gases de diferentes tipos envenenaba los
pulmones del barrio. No obstante, corríamos por sus prados, nos
perseguíamos y saltábamos por las gradas del Parque de Béisbol 18
de Marzo, que era el nombre con el cual lo identificábamos.
Vuelvo
los ojos a mi querida calle. “La vecindad”, en el número 55, era
un predio largo con techos de cartón. A derecha e izquierda del
pasillo de dos metros de ancho −lavaderos incluidos−, se
postraban seis viviendas cuyas paredes de ladrillos rojos aumentaban
la tristeza del lugar. Sobre su piso resquebrajado siempre
encontrábamos charcos de agua maloliente, eructos de cañerías. Hoy
posee techos de concreto. Los lavaderos han desaparecido; me los
imagino en la azotea, alineados del uno al seis, cada quien con su
respectiva toma de agua. El pasillo luce muy ancho. Los ladrillos han
sido cubiertos con cemento. Hoy son paredes pintadas de color azul.
Por supuesto, la puerta es otra, más funcional. O, mejor dicho, ésta
sí funciona. La que yo recuerdo amenazaba con caerse al primer
empujón, cada vez que el Virus, el Conejo, el Gordo, el Nervioso, o
la Zorrita entraban a toda carrera.
Frente
al número 57, casa de la tía Domi, cierro los ojos. La doble barda
de aquellos años ya no existe. El resquicio de cincuenta
centímetros, testigo de mis primeras venidas en el pantalón e
intensos cachondeos con Tere –como fue descrito en mi novela Seis
mujeres− se hace presente
en la memoria. Entonces, el alumbrado era muy deficiente. La
oscuridad en aquel hueco era absoluta. Nuestra sangre hervía. No
había toqueteos atrevidos, pero ni falta que hacían. Apretujados el
uno contra el otro, los besos se prolongaban por minutos... Hoy, ya
ni besos doy, como las putas, por temor a contagiar a mi mujer.
Decido dar la espalda al inmueble y a los recuerdos cachondos.
Admiro
al estupendo edificio de apartamentos en que se ha metamorfoseado “el
sindicato”. Con este nombre reconocíamos a la construcción con
láminas de asbestos y techo de dos aguas que abarca la mitad de la
calle. Cada sábado se reunían los trabajadores de la cigarrera El
Águila. Eran como días de fiesta. De su interior emanaban gritos de
protesta, aplausos, risas generalizadas. Nos gustaba asomarnos, sólo
por ver los gestos de los allí reunidos. Para los chicos, sus
paredes sin vidrios servían a la perfección. Sobre éstas,
jugábamos frontón y practicábamos “la burra tamalada”, donde
participaban dos grupo de entre cinco y ocho integrantes. Uno de
ellos, con la espalda pegada a la pared, de pie, sostenía entre las
piernas la cabeza del segundo integrante del equipo; los demás hacían lo propio, con el cuello pegado al culo del compañero; todos
ellos, mirando al piso. Una vez colocados de esta manera, iniciaban
movimientos parecidos a una culebra, moviendo las nalgas ora
izquierda, ora derecha. El equipo contrario, a unos pasos, formando
una hilera, esperaba el momento oportuno para lanzarse, uno a uno, a
toda carrera, contra los primeros. El objetivo: caer sentados sobre
las espaldas de los agachados, llegar lo más cerca posible frente al
tipo parado, con el fin de dejar espacio, a su espalda, para sus
compañeros. Los contrincantes debían hacer hasta lo imposible para
derribar a los que, sentados, reían y gritaban sobre sus dorsos. El
chico recargado en la pared estaba facultado para recibirlos a
empujones y putazos. Cuando el primero en cuestión caía al suelo,
los papeles se invertían… Cualquier estúpida aplicación del
celular, en el presente, no es comparable con el número de risas y
alaridos que dichos juegos nos entregaban… Las interminables tardes
jugando fútbol… El impulso de monedas con un tacón de zapatos…
Las canicas, saltando con alegría, impulsadas por una mano certera…
La destreza de las manos con el balero y el yo-yo… La puntería y
habilidad necesarias para jugar “matatena” con los huesitos de
chabacano o intentar derribar al “caballón” recargado en la
pared… Los “Encantados”, el “Stop”… la indulgencia en los
rostros de la Pituka, la Guille, la Cacha, la Lupilla, la Tere, la
Cokis, la Zorrita…
Una ráfaga de aire extraño, mezcla de angustia y zozobra, se lleva
los recuerdos, barre la calle, produciéndome escalofríos.
Abro
los ojos. Con la memoria y el estómago apretujados de gratos
recuerdos, decido iniciar el recorrido hacia mi destino: la
secundaria que me vio crecer.
Deambulo
solitario re-conociendo inmuebles. Asombrado por los detalles. Me
acompañan Los Olimareños, con “Chiquillada”: Pantalón cortito, / bolsita de los recuerdos, / pantalón cortito / con un solo
tirador. / Media galleta rompiendo los bolsillos, / palitos mojarreros, saltitos de gorrión, / los muchachitos de toda la manzana / cuando
el sol está que pela, se van pa'l cañadón. / Fiesta en los charcos
cuando para la lluvia, / caracoles y ranas y niños a jugar. / El viento
empuja barquitos de estraza, / ¡lindo haberlo vivido pa' poderlo
contar!
Contagiado
por mi canto, me descubro pegando tres pequeños brincos, con los
brazos abiertos al sol, al cantar la última estrofa, sin importarme
la mirada de reprobación que me lanza una vecina. El barrio continúa
sin edificios. Sólo casas de uno o dos pisos. Mis pies se sienten a
gusto sobre las calles debidamente pavimentadas. Puedo sentir
tambores de fiesta en el pecho. Me parece reconocer los rostros de
varios transeúntes. El tiempo ha endurecido sus facciones. Me miran,
extrañados. Los observo con el rabillo del ojo. ¿Me reconocen, o
sólo llama su atención mi look
retro-inusual con sombrero
negro pachuco, lentes oscuros y greña sobre los hombros?... Por mi
parte, me cuesta trabajo ubicarlos. No tengo intención de platicar
con nadie. Su conversación puede derrumbar los castillos fabricados
con mi nostalgia.
Gasolina,
Gasoducto, Estearina, Atlixaco… En cada acera mis pasos se sienten
cómodos. Cada calle se alegra de verme. Parecen intensificar su
colorido al mirarme. Todas ellas muestran detalles desconocidos.
Emergen nombres y rostros diferentes: el Ratón, el Dutroni, el Bala,
el Bomba, el Pica, el Burro, el Niño... Algunos ya murieron; otros,
emigraron del barrio. Las nuevas paredes han dejado atrás su
vestimenta raída. No se muestran maltratadas, como antes. Es un
barrio vivo, refulgente, sin basura pululando sobre el asfalto. Me
congratula no descubrir basureros clandestinos, como en la colonia
Obrera. Al llegar a Poniente 135, el aroma de los tacos de carnitas,
con el exorbitante precio de treinta
centavos, expendidos por don Max, inunda los pulmones de la
imaginación. El paladar recuerda su tepache. En contadas ocasiones
se podían degustar. El dinero escaseaba.
Imposible
desdeñar el paso por el mercado Santa Lucía. A pesar de verse
exquisita, evito consumir el agua de sabores que los alegres
vitroleros de vidrio me ofrecen con sonrisas blancas, amarillas,
rojas, verdes. Al rato vas a querer mear y comenzarás a estar
chingando, me recrimino. Con bastante agrado, puedo ver que el
desvencijado parque que conocí con sus bancas de cemento rotas y
columpios oxidados ahora muestra juegos para niños en buen estado.
Sus colores refulgen al sol. Las bancas se han revitalizado, vestidas
de alegría verde y amarilla. Volteo los ojos al cielo y, no sin
preocupación, percibo que la lluvia se acerca a toda carrera.
Acelero el paso.
Al
iniciar el recorrido me propuse calcular el tiempo empleado. He
caminado durante quince
minutos. Sin percatarme, la mirada antropológica me ha hecho
demorar, observando detalles en el mercado. A pesar de mi olfato
deteriorado, puedo captar los aromas de las diferentes cocinas,
formadas en hilera. Una señora joven me saluda, al pasar frente a su
comedor. Le respondo tocando el ala del sombrero, como lo harían los
caballeros antiguos, como es debido, de acuerdo a los 64 años que
ostento. Los gratos detalles de la caminata han hecho que olvide el
desdén de mi mujer. A estas alturas ya estoy agradecido por ello.
Dos
calles adelante, me veo inmerso en el Fraccionamiento Industrial San
Antonio. Por sus solitarias calles, el aire se siente más frío.
Enormes portones y paredes grises que rebasan los cinco metros son la
característica del lugar. No obstante, es agradable percibir apenas
los efluvios dulzones emanados de la galletera Cuétara. Durante los
años de la secundaria, detestaba estos humores, pues incrementaban
mi apetito. El hambre y los deseos insatisfechos siempre fueron mi
mejor compañía.
La
avenida Tezozomoc −conocida en el barrio como tezozo-mocos− fue
la primera muestra de modernidad por el rumbo. Su enorme camellón
muestra, orgulloso, dos avenidas de cuatro carriles a ambos lados.
Cuando fue construida, en los años setenta, éste sólo tenía pasto
y arbustos silvestres, donde recolectábamos un delicioso manjar:
chapulines. En la actualidad, el césped es recortado con
periodicidad. La avenida alberga algunos campos de fútbol rápido y
parques con gimnasios al aire libre. Un enorme cielo gris, con nubes
amenazantes, vigila mis pasos, que han dejado atrás la zona
industrial.
En la colonia donde ahora transito ya no se observan
fábricas ni oficinas, no obstante, mantiene el nombre: colonia San
Antonio, ¡cuánta imaginación!, bromeo.
Se
trata de un rumbo habitado por trabajadores petroleros. Es zona de
casas particulares, sin vecindades populares ni casas deterioradas.
Frente a cada una de ellas hay uno o dos coches a la puerta. Al pasar
por la esquina que forman Cantemoc y Tochtli, una papelería me
parece familiar. Por supuesto. El terreno pertenece a la familia de
mi amiga Pilar. Llamo a la puerta. Un apuesto millenial
se asoma por la ventana de la planta alta, Boris. No me reconoce.
¿Está Pilar?, grito. ¡Un momento!, me responde. Mi amiga aparece
con el rostro incendiado, los brazos extendidos. Diecisiete
años sin vernos. Desde siempre ha vivido sola, atendiendo a la
familia. A los 28 años, fue novia de un estimado camarada: David.
Hoy, ya se encuentra en las filas de la tercera edad. Un abrazo
sincero, regalándonos sonrisas. En la sala de su casa, platicamos un
buen rato. Luego, se unen Valeria y Boris, sus dos hijos. La familia
ha crecido. Ambos están casados. Pily es abuela de tres nietos. La
lluvia se une a la charla, con suaves murmullos al caer sobre los
autos en la calle y en las ventanas de la casa.
Recuerdos, anécdotas,
situaciones vividas de manera chusca, alcohol ingerido, droga
consumida… la vida en compañía de los amigos, a través de los
años… Mi departamento en la Roma, en absoluta libertad, sin creer
en nada y contra todos… La resaca, después de una borrachera de
treinta
años… Los achaques característicos de la vejez… El asombro de
permanecer en el camino, sobrio, a pesar de los pesares.
Ha
sido un encuentro bastante grato. Boris y Vale me sorprenden. Son
adeptos a la escritura. Quisiera permanecer conversando más tiempo.
No obstante, la secundaria me llama. Estoy como a quince calles de mi
destino. El tiempo del recorrido ha pasado a segundo término. Para
mi fortuna, Pilar decide acompañarme. Los temas son interminables.
Mientras andamos el camino, observo el panorama. Un pedazo de cielo
azul fresco, con nubes apenas visibles, nos observa. La lluvia ha
finalizado. Me irrita no percibir el fresco aroma que, imagino, flota
en el ambiente. Me apoyo en Pilar: Oye, Pily, ¿cómo a qué huele la
calle?... Pues fluctúa entre mierda de perro y un sutil olor a
orquídeas, me responde, con los ojos atiborrados de malicia. No
esperaba menos, es una respuesta contundente. Esta sí es mi cuata,
pienso.
Continuará…
Que hermoso remembranza de la gloriosa Escuela Secundaria Técnica y Comercia 88. Saludos Lauro.
ResponderEliminarPues es un buen plan. Una novela lleva mucho tiempo, y esfuerzo de concentración.
ResponderEliminarUn abrazo
¡¡Muchas gracias, Anónimo y Albada, de parte de Lauro!!! Un fuerte abrazo
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