Portada de El equívoco |
Se
acaba de publicar El
equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret,
la
primera novela corta de Héctor
Daniel Olivera Campos,
un escritor apasionado por la literatura y la historia que
cultiva la narrativa desde hace más de una década; y
también
colaborador y seguidor de nuestro blog, que fue finalista del IV
Concurso Litteratura de Relato con
el excelente cuento Ruleta
rusa.
Esta
novela histórica, ambientada en el siglo I, rescata
al personaje de Judas, el hermano gemelo de
Jesús, documentado en textos apócrifos, y
narra a l@s lector@s la historia de su familia y de las circunstancias que
rodearon a
la
muerte del Mesías. Tras conocer a María de Magdala y el trágico
acontecimiento de la crucifixión, Judas, movido por un impulso,
tomará una decisión que tendrá consecuencias imprevisibles y
cambiará el mundo para siempre. L@s lector@s tienen a su alcance una obra intensa que traza con verosimilitud una
historia alternativa a la versión "oficial" de los Evangelios canónicos del cristianismo, aunque eso sí, nos
tememos que quizás
no
apta para católicos
ultraortodoxos.
La
novela
está
disponible en más de cuarenta mil librerías de todo el mundo
asociadas a Ingram Content Group (en España, la distribución a
librerías la
realiza Podibooks), así como en Amazon,
CasadelLibro.com,
Agapea, FNAC, Barnes & Noble, Walmart, y en las plataformas
digitales más relevantes.
Desde Litteratura
queremos transmitir nuestra más sincera enhorabuena al amigo Héctor,
enviarle un fuerte
abrazo y recomendaros efusivamente a tod@s la lectura de El
equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret.
Con
permiso del
autor y a modo de aperitivo, aquí os ofrecemos las primeras páginas
de la obra. ¿No os entran ganas de seguir leyendo?...
Mi
nombre es Judas. También soy conocido como Tomás o Dídimo, que en
arameo y griego significan, respectivamente, “el gemelo”. Soy el
hermano gemelo de Jesús de Nazaret. Y en estas escrituras narro la
historia verídica del que es conocido como “el Cristo”.
Un
equívoco se propaga por todas las naciones. Y en el nombre de este
equívoco hay quien es perseguido, sufre tormento y es conducido a la
muerte. Es vital que la verdad irrumpa y se afiance en los corazones
de los hombres, sobre todo ahora que se cuentan tantas historias
falsas acerca de mi hermano.
Foto: James Tissot, El quebrantador del Sábbath lapidado |
Por
citar tan solo una de las mentiras que se han vertido, basta
mencionar el relato que el apóstol Juan hace de las andanzas de su
Maestro. Juan afirma que había un discípulo a quién Jesús amaba
–al que no nombra, aunque parece referirse a sí mismo–,
insinuando que entre el Maestro y el discípulo pudiera haber
existido una relación que fue más allá de lo fraterno, similar a
la que practican muchos griegos.
Desenmascarar,
pues, el fraude en todas sus facetas es el propósito que persigo con
mi testimonio. Sé que mi cobardía durante estos años pasados no
tiene disculpa, pero no me ha sido posible alzar la voz hasta que he
traspasado las fronteras del mundo conocido; de haberlo hecho antes
hubiese acabado como mi hermano –aunque también admito, para mi
vergüenza, que he tardado demasiado, que he dudado en exceso antes
de tomar el cálamo–. Sin más dilación, comience aquí mi
Evangelio:
Es
difícil describir lo que supone tener un hermano gemelo, piensen por
un momento que esa pálida imagen que contemplan ante el bruñido
espejo no fuese tan solo un reflejo mudo y plano, sino que hubiese
otra persona con ese rostro, los mismos ojos, idéntico color de
pelo, la misma curva de la boca, que incluso bostezara igual que uno.
Otra persona que hubiese estado a su lado desde siempre y en todo
momento, que anduviese, vistiese y se moviese de una manera pareja a
la suya. Si hubiesen vivido esa experiencia comprenderían que un
gemelo no es un hermano ordinario y, entonces, sabrían, con
rotundidad, que la relación con ese hermano sería el vínculo más
especial que hubieran podido establecer jamás con persona alguna.
El
Señor me había bendecido con la existencia de mi hermano Jesús
–cuyo nombre significa “Dios salva”–, aunque aquella fue una
vivencia malograda, pues ya en mi más remota infancia se fue
abriendo entre ambos un foso que nos separó de una manera casi
violenta. En cuanto tuve uso de razón me percaté de que mi hermano
no era como yo, en muchos aspectos, ni era como otros niños; mi
hermano era diferente. El que crea dirá que, siendo el Hijo de Dios,
no podía ser igual que el resto de mortales; pero no es eso a lo que
me refiero. Jamás advertí en mi hermano nada maravilloso ni
sobrenatural pues comía, bebía, dormía y le afligían las
necesidades del cuerpo igual que a cualquier semejante. Nadie lo
investigó tanto como yo y no encontré en él nada milagroso. Mi
hermano era especial porque era distinto, era mucho más sensible que
lo que suele ser el común de los humanos. Así, desde niños fueron
divergiendo nuestros carácteres. Jesús: reservado, generoso,
compasivo, reflexivo, inteligente, pacífico, dispuesto siempre a
contemplar la luz en los demás. En cambio, yo: jactancioso, egoísta,
cruel, desconfiado, impulsivo, astuto, violento, duro.
Fueron
mis padres, y en particular mi madre, los primeros en descubrir que
mi hermano era diferente. Se hace difícil comprender que, en
ocasiones, los padres no traten a los hijos por igual pese a sus
deseos más sinceros en ese sentido. El hijo tullido, el enfermizo,
el descarriado, aquel con más dificultades para valerse en la vida,
recibirá una mayor porción de atención, cariño y disculpa que los
demás. Por aparecer, mi hermano, en primer lugar a la luz del mundo
desde el útero materno, él era el primogénito; pero las
obligaciones, responsabilidades y asperezas de la primogenitura
recayeron sobre mis hombros, mientras que Jesús era protegido y
mimado hasta el ridículo por nuestra madre. Yo me moría de celos,
pero nuestra madre, lejos de negar que le amaba más que a mí, me
contaba que un ángel se le había presentado siendo ella virgen para
anunciarle que Jesús sería llamado Hijo de Dios y reinaría sobre
la casa de Jacob. Revelación a la que mi progenitora añadía otras
señales que corroboraban la excepcionalidad y santidad de mi
hermano, como aquella que nos explicaba que Jesús nació con
abundancia de cabello y yo casi calvo. Todo esto me fue dicho a una
edad en que uno se cree cualquier cosa que le digan los padres. Es
lógico que yo sufriera pues no entendía por qué el ángel había
encumbrado a mi hermano, mientras a mí se me relegaba, siendo ambos
tan idénticos (nadie ajeno a la familia nos distinguía, aunque
quizás los ángeles sí pudieran hacerlo). Y soñaba con un tropel
de seres celestiales que, en mis sueños, corregían la primigenia
injusticia, y yo tomaba la posición de mi hermano mientras que él
se desvanecía y era mío, entonces, el trono de David. Durante el
día, cuando mis padres miraban para otra parte, aprovechaba para
atizar a mi hermano cuanto podía; él lloraba, y mi padre, que sabía
lo que yo había hecho, me propinaba, sin tan siquiera preguntarme
por mi maldad, un correctivo con una vara de olivo que tenía
preparada para tal fin. Desde que tuve uso de razón supe que mi
madre era una mujer herida y que detrás de aquella historia
increíble que nos narraba, latía un oscuro y vergonzante secreto de
familia.
Mis
lamentaciones no se agotaban en el seno de mi familia. Mi hermano era
diferente y la diferencia se paga. Y si esa diferencia consiste en
una mayor sensibilidad y bondad, entonces se paga doblemente. Los
niños, con su crueldad inocente e implacable, tienen un olfato
finísimo para identificar y dañar al que es distinto. Mi hermano
Jesús sufrió el acoso por parte de los críos de mi aldea apenas
supo caminar; se burlaban de él y le maltrataban, le apodaron “el
niño loco”. Además, para agravar la situación, Nazaret al
completo sabía que mi madre se había casado con mi padre estando
embarazada de otro hombre –del que nunca se conoció su identidad
porque mi madre jamás la reveló–; y era por ello que nuestros
vecinos añadían a nuestro nombre el apelativo de “hijo de María”,
mientras que mis otros hermanos fueron conocidos como “hijos de
José”. Sin embargo, a mi madre la acabaron tolerando pese a su
condición de pecadora, por pura conveniencia, por ser ella la única
mujer de la localidad que peinaba, cortaba y arreglaba los cabellos
con ocasión de las bodas y otras ceremonias solemnes y por ser su
esposo el único carpintero y albañil de la aldea; y eso, a pesar de
que Anás, el escriba, jamás cejó de soliviantar al pueblo
exigiendo nuestra expulsión del vecindario, acusando a nuestra
familia de ser un mal ejemplo, “la vergüenza de Nazaret”. Bien
es sabido que el interés y la conveniencia –y también el dinero,
aunque no fuera este el caso– vuelven respetables a aquellos que no
deberían serlo conforme a sus faltas. En cambio, a nosotros dos, a
sus hijos, los niños de Nazaret –que no se sentían concernidos a
mostrarse hipócritas o condescendientes– nos recordaban nuestra
bastardía con una cotidianidad de insultos y golpes, agravadas las
ofensas por el silencio cómplice de mis padres que nunca levantaron
un dedo para defendernos, ya que mi madre, en tanto que adúltera,
vivía como una judía entre gentiles, al resguardo de una tolerancia
frágil que podía decaer en cualquier momento. Para hacer más
hiriente la situación de Jesús y la mía, he de añadir que
nuestros hermanos Santiago, José, Simón, Salomé y Susana, que
nunca fueron molestados por nadie –ya que eran hijos legítimos–,
rara vez se preocuparon en acudir en nuestro auxilio, demostrando su
escasa lealtad fraternal.
En
lo que a mí se refiere, deciros que yo no daba abasto rescatando a
Jesús, una y otra vez, de algún altercado en el que era golpeado
por los niños de la vecindad; no por amor a él, sino por
salvaguardar el maltrecho orgullo de la familia. Y era habitual que,
tras el incidente, fuera yo el que golpeaba a mi hermano por su
indignidad al no defenderse ante quienes le acometían. No diré que
Jesús fuera cobarde, pues no huía y se enfrentaba con palabras
firmes a sus agresores, pero no recurría a la violencia. Una vez que
le reproché su actitud, me respondió que él, las bofetadas las
daba sin manos. Yo, que por defenderlo andaba sangrando profusamente
por la nariz y por la ceja izquierda, me exasperé con un deseo, a
duras penas reprimido, de herirle:
–¿Qué
quieres decir? No te entiendo –le interpelé.
–Cuando
ellos sean mayores y recuerden sus actos, se avergonzarán tanto que
el dolor que sientan será mucho mayor que el que pudiera causarles
respondiendo a sus golpes.
–¿Esa
es tu venganza?
–No
es venganza; simplemente, en esta vida se recoge lo que se siembra.
Atrapé
sus cabellos e iba a estirarlos hasta que le saltaran las lágrimas,
pero, no sé por qué, me detuve y, en cambio, mojé mis dedos con mi
sangre y los froté contra su rostro. Fue tan aguda la expresión de
dolor que cubrió su semblante que me sobrecogí y desde entonces no
volví a ponerle la mano encima. Contábamos diez años de edad.
Durante
su infancia, mi hermano mantuvo una relación intensa con nuestro
vecino Baraquia, rabino de la sinagoga de Nazaret, con el que pasó
conversando muchas horas acerca de las cosas santas. El rabino era un
buen hombre y sentía por nosotros una misericordia sincera. Jesús y
yo teníamos prohibida la entrada a la sinagoga, en tanto que
bastardos. Era algo que nos dolía, sobre todo durante la celebración
de la fiesta del Purim, en la que se procede a la lectura del Libro
de Ester y los niños hacen sonar sus matracas, con alegría
desbordada, a lo largo de la plegaria cada vez que se nombra al
malvado Amán. Baraquia se apiadaba de nosotros y nos guardaba dulces
hechos con motivo de la celebración y nos los entregaba a
escondidas. Por aquel entonces yo confundía la bondad con la
debilidad y despreciaba al rabino por parecerme blandengue, de la
misma forma que despreciaba a mi hermano por la misma razón; la vida
era dura y despiadada –bien temprano que lo estaba aprendiendo–,
la vida era lucha y no había lugar para los débiles, la bondad era
un perfume demasiado caro para ser derrochado.
Baraquia,
que se había encariñado con mi hermano, con motivo de un viaje que
hubo de realizar a Jerusalén, se hizo acompañar por Jesús, con
permiso de nuestro padre. Pasaron una semana hospedados en la casa de
Hilel el Sabio, el más grande rabino de Israel. Aquellas jornadas
dejarían una huella indeleble en Jesús.
[...]
Al
regreso a nuestra aldea, mi hermano no dejaba de elogiar al rabino
Hilel, al que tenía por un santo. En más de una ocasión manifestó
su intención de ser como él. ¿Por qué no? Hilel, la máxima
autoridad en la Ley judía, tenía unos orígenes humildes, comenzó
siendo un zapatero de Babilonia que estudiaba la Toráh
en
sus ratos libres. Mi madre se encargó de quitarle de la cabeza la
idea de emular al gran rabino: “Jesús, olvídate de eso, tú estás
llamado para un destino mucho más grande”, sentenció. Muchos años
después, ya de adulto, cuando llevaba mis alforjas cargadas de
experiencias y había pagado la contribución de sufrimientos que nos
exige la vida, me pregunté, con misericordia, si aquellas
ensoñaciones de grandeza que arrebataban a mi madre, y en las que
confiaba ciega y sinceramente, no fueron sino la forma que encontró
de evadirse de sus penurias cotidianas, una manera de conllevar su
simultánea condición de mujer, pobre, ignorante y adúltera.
Al
año de su visita a Jerusalén, Baraquia murió. Pese a todo lo que
renegaba de él, cuando supe de su fallecimiento lo lloré en la
intimidad como se le llora a un padre. Tras su muerte, mi hermano
solía ponerlo de ejemplo para ilustrar la idea que acabó dominando
su paso por la Tierra: que la fe puede mejorar a las personas. Por mi
parte, yo contradecía su argumento y le señalaba que las buenas
personas lo serían de todas formas, sin el apoyo de creencia alguna,
porque tal cualidad era atributo del carácter personal de cada cual,
añadiendo que, a la mayoría, la religión tan solo los convierte en
hipócritas, obligándolos a ocultar sus vicios y a alardear de sus
virtudes, ya sean estas ciertas o falsas, y que, a no pocos, el culto
los volvía aún peores de lo que eran, algo que había constatado
durante las lapidaciones prescritas por la Ley al contemplar la saña,
la crueldad y el odio inexplicable de los que apedreaban a los
infelices condenados a muerte. Verdugos que, con las manos manchadas
de sangre, se creían, con absoluta sinceridad, buenos, justos e
incluso santos por haber llevado a cabo aquello que estaba escrito.
[…]
–Tienen
razón aquellos que te llaman loco.
Mi
hermano, a partir del incidente del Templo, se transformó en un
iluminado. Hablaba a las gentes como si fuera un rabino erudito,
reconviniendo a todo el mundo en cuestiones de moral. En Nazaret se
ganó una fama pésima; nuestros vecinos murmuraban: “¿No es este
uno de los chicos de la carpintería, hijo de María? ¿De dónde le
viene esta sabiduría?”. Tan solo nuestro primo Juan, en las
escasas ocasiones en que vino a visitarnos, parecía estar a gusto en
su compañía. A partir de los catorce años, Jesús se obsesionó
con las especulaciones sobre las cosas últimas, tales como nuestro
destino después de la muerte, la existencia o no de un Juicio Final,
la venida del Reino de Dios, la posibilidad de un Cielo para los
justos, o bien, del Gehena donde los malvados purgarán para
siempre... Yo me burlaba de él y, en privado, tildaba de
“excrementos” sus preocupaciones piadosas, con el propósito de
ofenderle, buscando provocar una ira que nunca conseguí arrancarle.
A lo largo de nuestra juventud, mi hermano se dedicó a sermonearme
de forma tenaz, siendo el resultado de sus prédicas el contrario al
buscado, pues solo consiguió despertar en mí un deseo salvaje de
pecar. Creo que si me abracé a todos los excesos fue por el gusto
que encontraba en escandalizar a mis padres y en consternar a mi
hermano. Las energías que empleó Jesús en fortalecer mi fe
hicieron de mí el muchacho más incrédulo de Palestina. Además,
¿dónde estaba ese Dios en los momentos en que le había pedido
ayuda? Un Dios que enviaba profetas que clamaban en el desierto y
ángeles de luz, pero que era incapaz de corregir hasta la más
pueril de las injusticias. Un Dios extraño, silencioso e inútil, al
que no entendía ni me convencía. Llegué al privado convencimiento
de que Dios no existía y que las Sagradas Escrituras no eran más
que una profana y vulgar reunión de rollos escritos por hombres
carentes de inspiración divina.
El
punto culminante de estas discusiones se produjo cuando teníamos
quince años de edad y asistimos, en Séforis –a donde habíamos
acompañado a nuestro padre para ayudarle en unos trabajos de
carpintería que se hacían con motivo de la reconstrucción de la
ciudad–, a la lapidación de una adúltera. Yo aproveché aquel
hecho para tratar de erosionar la fe de mi hermano:
–Jesús,
esta es tu religión, la que mata a esa pobre mujer ante la puerta de
la casa de sus padres. Una mujer que, no lo olvides, podría ser
nuestra madre.
–El
Señor no lo aprueba.
–¡Blasfemas!
¿Acaso no está escrito en la ley de Moisés que los reos de
adulterio deben morir? ¿Quién eres tú para enmendar la Ley? ¿O es
que, como eres el Mesías, ya pretendes fundar un culto distinto al
que Yahvéh otorgó
al pueblo de Israel?
–Nada
de eso.
–¿Entonces?
–Lo había cazado en una contradicción y disfrutaba con ello.
[...]
Tal
y como podéis observar, la intimidad de una familia puede resultar
tan insólita como sorprendente puede llegar a ser la vida.
Por
una parte, estaba mi padre, quien había aceptado, en un acto de
amor, lo inaceptable: el embarazo de su desposada por parte de un
desconocido. Él no solo la perdonó –ignorando lo que le
recomendaron personas sensatas: que la repudiara en secreto para no
exponerla a la ignominia pública–, sino que hasta emigró al país
de las pirámides en un intento fallido de ocultar la preñez de su
mujer a las miradas indiscretas. Un padre al que yo no le perdonaba
que hubiese regresado a Nazaret desde Egipto, impelido por la
nostalgia de la patria, cuando yo todavía era niño, exponiéndonos
a mi hermano y a mí al oprobio que conllevaba el conocimiento
público de nuestra bastarda concepción.
Por
otra parte, mi madre. Una mujer visitada por ángeles que le
transmitían mensajes, a veces tan prosaicos como aquel que nos
obligaba a comer humus la víspera del Sábbath.
Sin
olvidarme, por supuesto, de un hermano gemelo santurrón que nombraba
a su Padre Celestial a cada momento; ni de otros hermanos, incrédulos
como yo, de la condición profética de Jesús, pero que se alineaban
siempre con la matriarca cuando se desataban las demasiado frecuentes
discusiones familiares.
Comprenderéis
que tuve que marcharme, alejarme de mi extravagante familia.
Al
poco de cumplir los dieciséis años, un día, cansado ya de las
admoniciones que me dirigía mi hermano, me planté y le exigí, con
gritos y malos modos, que me dejara en paz, que estaba harto de él,
que no me censurara más, que no se atreviese ya a realizar la más
mínima observación acerca de mi vida y conducta. Jesús me replicó:
–Examínate
a ti mismo y aprende quién eres, de qué manera existes y cómo es
que serás. Puesto que tú serás llamado mi hermano, no es adecuado
que seas ignorante de ti mismo.
Recuerdo
haberlo mirado con odio, con un desprecio infinito. “Es un loco”,
pensé –eso creía entonces; en alguna ocasión había visto a
Jesús hablando solo, ¿se supone que conversaba con su Padre
Celestial?–. He de confesaros que también me recorrió un viejo y
familiar escalofrío: el terror profundo a heredar la locura de mi
madre, tal y como pensaba que le había ocurrido a mi hermano. Aquel
mismo día pedí mi parte de la herencia y anuncié que me iba de
casa. Mi madre trató de impedir mi marcha y, con una lucidez hasta
el momento inédita en ella, me rogó que me quedará para proteger a
Jesús:
–Tú
eres el fuerte, él es el espiritual. Ama a tu hermano como a tu
alma, cuida de él como a la pupila de tus ojos –me rogó.
–¿Acaso
soy yo el guardián de mi hermano? –le respondí, con sarcasmo.
No
me convenció. Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado de
haberme quedado a protegerlo, tal y como me solicitó mi madre. De
haber estado a su lado, ¿habría podido evitar que lo crucificaran?
En
el reparto de la heredad no me tocó mucho, sin embargo, y pese al
escaso peculio obtenido, mi decisión de abandonar el hogar paterno
era firme.
El
día de mi marcha no permití que ninguno de mis familiares me
acompañara en la despedida. Al poco de abandonar la población por
el camino que conducía hacia Judea, recuerdo haberme detenido y
haberme dado la vuelta para divisar por última vez Nazaret; apenas
un miserable y exiguo apiñamiento de viviendas de piedra blanca al
resguardo de tres colinas. Agucé la vista hasta distinguir el hogar
que dejaba atrás: la casa que mi padre José había construido tras
regresar de Egipto, una casa-cueva que aprovechaba una hendidura
natural en uno de los promontorios, situada en la periferia de la
aldea. Suspiré y apreté el paso. Jamás regresé a Nazaret.
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