¡Feliz Diada de Sant Jordi y Día Internacional del Libro!
Después
se alejó hacia la puerta. Se detuvo en el vano y la miró desde allá. Evaluó la figura grácil que aparecía recortada contra el
fondo blanco de la pared. Movió la cabeza en un gesto de aprobación
y salió del cuarto.
La
muchacha se sintió mejor al quedarse sola. Se sentó en la cama y
apoyó las manos en el colchón. Se quedó mirando la pared recién
pintada. La luz intensa de los bombillos ahorradores permitía ver
cada detalle. Podían ser brochazos dados con apuro. Lagunas que
delataban el mal trabajo del pintor. La muchacha entendió que el
viejo había pintado la pared por mano propia. Lo imaginó subiéndose
a una silla, sosteniéndose con dificultad, con miedo a perder el
equilibrio y partirse las caderas y los brazos. Sabía de personas en
edad avanzada que se caen de una silla y se parten los huesos. Había
oído de gente vieja que resbala en el baño, o tropieza sin querer,
o se deja arrastrar por un impulso y en un descuido cae al suelo y
termina sentada en una silla para siempre. Sonrió pensando que el
viejo era demasiado viejo.
Por
la ventana abierta entraba la bulla de los muchachos que jugaban en
los bajos. Era un poco tarde ya, y los muchachos jugaban todavía.
Los silbidos se elevaban en el aire hasta el quinto piso. La muchacha
se asomó a la ventana. Los vio allá, alborozados y juguetones,
silbando y arrastrándose en el suelo. Se quedó mirando a los
muchachos mientras el viejo terminaba de preparar la merienda.
Pero
quedaba pendiente todavía la cuestión del pago, y la muchacha dejó
de mirar el juego de los niños y volvió a su posición sobre la
cama del viejo. El cuánto y el cuándo no estaban claros. Había
dicho el viejo que no debería preocuparse por eso. Fue una suerte de
acuerdo que sellaron los dos cuando hablaron en la tienda. El viejo
se había quedado mirándole las piernas y la piel. Le miró los
muslos y se detuvo largamente en ellos. Le miró el tatuaje en la
espalda también. Se acercó y le miró el tatuaje desde cerca. Ella
entendió que el viejo no había podido resistirse a mirarla. Le pasó
al viejo lo mismo que a otros hombres que se quedaban mirándola en
la calle y se volvían locos con ella. Con diecisiete años ya
lograba que los hombres se volvieran locos. Y al viejo le había
pasado lo mismo aunque fuera un hombre viejo. Ofreció dinero como
hacían los otros. Ofreció bastante para que la muchacha se
decidiera a ir a su casa esa noche. Le dio la dirección y le explicó
la forma de llegar al apartamento.
—Te pagaré bien —había dicho el viejo.
Podía pagar el precio más común de un encuentro tan breve. Una hora sobre la cama amplia costaba bastante. Una hora de penetración callada en esa forma en que los viejos lo hacen. Seguro el viejo se complacería rápido y quedaría dormido en poco tiempo. Ella había estado con viejos y sabía de sus gustos raros. Sabía que un viejo haría cualquier cosa por acostarse con ella una hora. Con los viejos todo era fácil siempre. Acostarse y dejarlos hacer. Moverse sin que el viejo lo esperara y liquidarlo con dos golpes de cintura. Esperar que resoplara un poco antes de quedarse dormido.
El viejo había puesto sábanas nuevas y había limpiado el cuarto. Un cierto halo perfumado envolvía la habitación. No era el olor de las colonias comunes. Acaso algo más denso, y la muchacha no pudo determinar la marca del perfume. Resultaba un poco acre, esparcido de una forma que llegara desde todos los ángulos del cuarto. Un perfume caro y bueno, en todo caso, guardado celosamente por el viejo para una ocasión especial. Los bombillos ahorradores emitían un destello pálido sobre el escaparate y la mesita de noche. Alumbraban bien la cama y las paredes, y a la muchacha le gustó que alumbraran. Le gustaron las velas también. No había visto nunca unas velas tan anchas. Subían como torres a los lados de la cama, y era una lástima que no estuvieran encendidas. Todo estaba bien dentro del cuarto, salvo por las velas apagadas que subían como torres. Pero ese era un problema del viejo. Unas velas encendidas dentro del cuarto recién pintado serían un gasto adicional. No debía preocuparse por eso. Quizá el viejo tenía otros planes con las velas. Pero se sentía bien, en general. Todas las molestias de una hora estarían justificadas por la tibia sensación de un lugar limpio. Todo el empeño del viejo en lograr que ella viniera de noche, sólo de noche. Tenía que ser de noche aunque el viejo viviera solo y dispusiera del tiempo en abundancia, y fue un acuerdo anterior también, una cláusula inicial que sellaron en la tienda después que el viejo se quedó mirándola, comiéndosela con los ojos, y ella pensó que no perdería nada si aceptaba conversar con el viejo y ponerse de acuerdo.
Pero el viejo había dicho que una hora no sería suficiente. Lo dijo en el recibidor cuando abría una lata de cerveza y miraba el cuadro en la pared, y lo repitió cuando llenaba el vaso, y lo dijo otra vez cuando alargaba la mano y la invitaba a beber.
La muchacha había inspeccionado el apartamento con una mirada rápida y certera. Por los muebles comunes se podía saber que el viejo no vivía una vida holgada. Por el televisor inservible se podía saber. Por la vajilla escasa y la modesta pulcritud del piso y los asientos. Pero todo olía a limpio, y a la muchacha le gustó que fuera así. Se detuvo en la figura frágil que se movía con solicitud y hablaba a media voz. El viejo lucía bien aunque fuera tan viejo. Tenía la cara lisa de los hombres que se afeitan todos los días. Los pelos de la nariz no asomaban más allá de los límites precisos. La boca se abría un poco cuando el viejo hablaba y dejaba ver una prótesis bien cuidada. La ropa impecable y sencilla olía bien con el aroma inevitable del detergente de buena calidad. La muchacha le miró a los ojos cuando el viejo dijo que una hora no sería suficiente.
Pero el viejo apartó la cara y no dejó que la muchacha le mirara los ojos.
—Te pagaré todas las horas que estés aquí —y el viejo abrió el refrigerador y dejó ver otras cervezas y algo como dulces finos, y carne en conserva que lucía muy bien, y queso blanco cortado en lascas finas y parejas—. He ahorrado todo el dinero de un año. Puedo pagar lo que sea.
La muchacha entendió que el viejo disponía del dinero necesario. Dejó de preocuparse por el cuándo y por el cuánto. Se relajó sobre el sillón y alargó la mano para coger un trozo del queso blanco que el viejo le ofreció en un platillo. Dejó que el cuerpo se ablandara y se quitó los zapatos y subió las piernas al diván dejando ver una parte de los muslos. Se abrió la blusa por el calor, y el viejo preguntó si prefería pasar al cuarto.
—No tengo ninguna música aquí —dijo el viejo—. Sólo el radio.
La muchacha hizo ver que le daba lo mismo. Por la ventana entraba toda la bulla del exterior. Los muchachos jugaban en los bajos del edificio con esa alegría total de los muchachos. Formaban sus grupos y se ponían a discutir de cualquier cosa. Se habían avisado entre sí cuando la muchacha apareció en el pasillo. La habían seguido con los ojos y se quedaron mirando las piernas que asomaban bajo la falda corta. Habían hecho un comentario atrevido sobre el tatuaje en la cadera, sobre el cuello adornado con la cadenita, sobre los tacones tan empinados y la suave transparencia de la falda que dejaba entrever la ropa interior, las prendas minúsculas que la muchacha usaba y le quedaban bien, demasiado bien, tanto que los niños interrumpieron el juego cuando ella apareció en el pasillo. Habían silbado y se habían tirado al piso para ver más allá de la falda. Se arrastraron sobre el piso de cemento y la siguieron hasta la escalera.
Los muchachos de esa edad podían ser un poco molestos. Había dicho el viejo que no les pusiera atención a los muchachos.
—Sigue de largo hasta las escaleras sin hacerles caso —dijo el viejo en la tienda cuando se estaban poniendo de acuerdo, cuando le explicó que el edificio estaba en un barrio común, en un barrio con gente entrometida y muchachos que lo miraban todo y siempre estaban pendientes de lo que el viejo hacía.
La muchacha hizo lo que dijo el viejo. Los niños le parecieron atrevidos y molestos. De verdad molestos. La miraron desde cerca cuando se arrastraban sobre el piso. Se arrastraron tan cerca que ella sintió sobre la piel de las piernas su respiración entrecortada y su aliento infantil de muchachos revoltosos. Ella sintió alguna vergüenza cuando los muchachos se arrastraron tan cerca. Nunca le había pasado que alguien se le acercara tanto. Sólo en las guaguas de la ciudad le había pasado. Había tenido que soportar la respiración de los hombres maduros en las guaguas. Los había sentido cerca y había sentido la respiración pesada sobre la piel del cuello. Algún aliento de cigarros y algo de alcohol llegaba desde los hombres que se le pegaban por la espalda. Pero nunca le había pasado que los muchachos hicieran algo así. Se sorprendió cuando se arrastraron por el piso y le miraron las prendas interiores. Recordó lo que dijo el viejo. Entendió que eran cosas de muchachos y no le dio ninguna importancia al atrevimiento.
La muchacha sabía de las costumbres de la gente que vive en los edificios grandes. Conocía de los viejos que viven solos y se pasan la noche oyendo las noticias en la radio. Las mismas noticias una y otra vez, siempre con la misma atención, acercando el oído al aparato y babeándose en el silencio de una habitación semioscura. Podían oír algo de música también. Programas especialmente diseñados para noctámbulos solitarios y custodios nocturnos. Canciones viejas con los mismos tonos dulzones y una letra bobalicona y cursi que les recordaba sus mejores años. Pero el viejo hizo girar el botón del dial y detuvo la mano cuando el aparato empezó a vomitar los acordes de una sinfonía. Algo de piano y saxo mezclados. Algo de violín también. El violín hacía callar al resto de la orquesta y se quedaba solo. Se dejaba oír con estridencias agradables al oyente más simple. La muchacha era una oyente muy simple. La música le pareció agradable. Inesperada y agradable. Desacostumbrada, y era normal que fuera desacostumbrada. No era el sonido habitual de las fiestas y la calle. No se había detenido nunca a escuchar un violín. Pero la música se sentía bien, en general, y la muchacha pidió otra cerveza. Otra vez masticó el queso y la carne. Otra vez oyó los silbidos de los niños que jugaban en los bajos.
Cuando terminó la cuarta cerveza ya estaba un poco mareada. El violín seguía oyéndose por encima de los demás instrumentos. La cerveza comenzaba a trabajar en los laberintos del cerebro. Dos pares de cervezas eran suficientes para abrir los laberintos. Para organizarlos en una forma de camino claro. Para obligar al cuerpo a moverse en una forma voluptuosa que la muchacha había aprendido bien. Quizá era algo aprendido en la calle. Una forma de moverse que obligaba a los hombres a fijarse en ella. Un ritmo interior, o lo que fuera, pero ella prefería pensar que era un ritmo propio. Algo que le daba un sentido especial del tiempo. Una percepción de las horas que le sentaba muy bien. Le servía para manejar sus asuntos con los hombres. En la calle era difícil manejar los asuntos. O quizá no había aprendido nada en la calle y el ritmo siempre estuvo escondido en el cuerpo. Desde que nació estaba el ritmo ahí. Lo fue descubriendo en la medida en que crecía. Aprendió a utilizarlo en el momento preciso, cuando los hombres se hacían los bobos y pasaban sin mirarla, y en ese momento el ritmo salía solo y los obligaba a voltear la cabeza. En la tienda tenía el ritmo también. Se estaba poniendo de acuerdo con el viejo y tenía el ritmo. Flotaba entre los estantes y dejaba que el ritmo saliera al exterior y se dejara percibir por los hombres. Quizá el viejo se quedó mirándola y no pudo apartar los ojos porque mantenía la fuerza de los mejores años y no podía resistirse a manosear un cuerpo tan joven. Quizá era eso, o quizá el viejo no quería pasar la noche solo por tratarse de una noche especial. Alguna fecha recordada. Algún momento grande que le dejó las marcas para siempre.
La muchacha entendió que era una fecha especial. Si el viejo decidió gastar los ahorros de un año sería un problema del viejo. Si no le alcanzaba una hora también sería su problema. La muchacha se preguntaba cuántas horas serían en total. El sentido del tiempo la obligaba a preguntarse cuántas horas serían. Pero no tenía otra cosa que hacer. En la calle no era seguro encontrar un cliente para toda la noche. Era difícil encontrar alguien amable. Lo normal hubiera sido encontrar un hombre ordinario y pasar una hora en algún cuarto sucio y maloliente. Sería una hora con cualquiera por el mismo precio. Con el viejo sería una hora también, pero él la estaba tratando con amabilidad y la muchacha no tenía ninguna queja. El viejo estaba haciendo lo mismo que acordaron. Exactamente lo mismo. Se habían puesto de acuerdo en todo eso. En esos detalles que el viejo cumplía de forma rigurosa. En esas maneras extrañas que tenía para excitarse. Cuando hablaron en la tienda, dijo que ella debería comprender.
—Con los años todo se pone más difícil —había dicho el viejo.
Ella lo sabía. Asimiló todo cuando el viejo le pidió que se cambiara de ropa. Cuando le pidió vestir algún tejido exótico, algo de seda roja con figuras doradas. Algo de negro también, un velo transparente sobre la cara y la cabeza. Lo hizo y vio alguna excitación en los ojos del viejo. Vio que sonreía mirándola y le gustó que fuera así, que sonriera y le buscara otra cerveza y le dijera otra vez que la noche era especial.
—Por una vez al año me puedo permitir estas cosas. Me disculparás, pero tiene que ser así.
Ella entendió que debía ser así. Disculpó al viejo con una señal de la cabeza. No podía ser de otra forma si quería recordar sus tiempos. No debía pasar que se pusiera brava por las cosas del viejo. Con otros clientes había sido peor. Con otros hombres que la trataron mal y le hicieron el amor en un cuarto maloliente y sucio, sobre un camastro improvisado en una sala, con gente mirando, a veces, sobre un cartón en el piso de un pasillo, sobre un muro cualquiera de cemento frío y hormigas y alimañas apestosas caminándole por las piernas y la espalda. No podía quejarse de lo que el viejo hacía. No podía decir que algo estaba mal ni ponerse a buscar una explicación para las cosas del viejo.
Lo asimiló todo también cuando el viejo se vistió de blanco. Lo vio salir del cuarto y regresar envuelto en una capa. Le gustó esa fantasía que recreaba y el gorro empinado que se puso en la cabeza. Un poco tonto parecía el viejo en su capa y su gorro. Un poco infantil, pero sabía que los hombres tienen sus caprichos extraños. Sabía que los hombres viejos hacen cualquier cosa para excitarse. Había visto casos en la televisión. Muchos casos diferentes de fantasía erótica. Necesidades, las llamaban los hombres. Actos inofensivos para lograr una erección suficiente. Actos desesperados, y debía entender que el viejo estaba desesperado también. Debían entenderse sus recursos extraños como métodos propios, poco comunes, que podían ayudar. Entendió que el viejo necesitaba ayuda. Y entendió que necesitaba tiempo.
Seguro el tiempo era importante para el viejo. El tiempo y el ambiente del lugar. La ensoñación casi infantil que el viejo había logrado organizar dentro del cuarto iluminado. Ella no dijo nada cuando el viejo apagó los ahorradores y encendió las velas. No protestó por el aroma acre y áspero de la cera cruda. Se acostumbró rápido al olor para que el viejo viera que podía contar con ella. Para que se sintiera cómodo y seguro y se excitara un poco y lograra una erección. Quería que el viejo se sintiera bien. Quería darle el aliento silencioso que necesitaba y hacerle ver que las cosas podía mejorarse.
Ella empezó a sentirse bien. La ventana abierta dejaba pasar los efluvios de la noche. El ritmo interior, o lo que fuera, se había quedado quieto. La tibia ambientación del cuarto empezaba a resultar agradable. Demasiado agradable. Tan agradable que la muchacha olvidó el tiempo y las horas. Cerró los ojos y se dejó llevar por la música del violín, por el aroma de la cera y por las palabras apagadas que el viejo estaba diciendo en un rincón.
Los muchachos seguían jugando en los bajos. A la medianoche dejaron de silbar y se quedaron quietos. Durante un momento se quedaron oyendo la música de un violín que llegaba desde arriba. Se tiraron al piso y silbaron otra vez. Eran silbidos leves, espaciados, como señales de viento que se hicieron casi inaudibles al oído común y se fueron apagando en el aire cuando los muchachos se arrastraron con rapidez por el piso de cemento y empezaron a subir por la pared.
—Te pagaré bien —había dicho el viejo.
Podía pagar el precio más común de un encuentro tan breve. Una hora sobre la cama amplia costaba bastante. Una hora de penetración callada en esa forma en que los viejos lo hacen. Seguro el viejo se complacería rápido y quedaría dormido en poco tiempo. Ella había estado con viejos y sabía de sus gustos raros. Sabía que un viejo haría cualquier cosa por acostarse con ella una hora. Con los viejos todo era fácil siempre. Acostarse y dejarlos hacer. Moverse sin que el viejo lo esperara y liquidarlo con dos golpes de cintura. Esperar que resoplara un poco antes de quedarse dormido.
El viejo había puesto sábanas nuevas y había limpiado el cuarto. Un cierto halo perfumado envolvía la habitación. No era el olor de las colonias comunes. Acaso algo más denso, y la muchacha no pudo determinar la marca del perfume. Resultaba un poco acre, esparcido de una forma que llegara desde todos los ángulos del cuarto. Un perfume caro y bueno, en todo caso, guardado celosamente por el viejo para una ocasión especial. Los bombillos ahorradores emitían un destello pálido sobre el escaparate y la mesita de noche. Alumbraban bien la cama y las paredes, y a la muchacha le gustó que alumbraran. Le gustaron las velas también. No había visto nunca unas velas tan anchas. Subían como torres a los lados de la cama, y era una lástima que no estuvieran encendidas. Todo estaba bien dentro del cuarto, salvo por las velas apagadas que subían como torres. Pero ese era un problema del viejo. Unas velas encendidas dentro del cuarto recién pintado serían un gasto adicional. No debía preocuparse por eso. Quizá el viejo tenía otros planes con las velas. Pero se sentía bien, en general. Todas las molestias de una hora estarían justificadas por la tibia sensación de un lugar limpio. Todo el empeño del viejo en lograr que ella viniera de noche, sólo de noche. Tenía que ser de noche aunque el viejo viviera solo y dispusiera del tiempo en abundancia, y fue un acuerdo anterior también, una cláusula inicial que sellaron en la tienda después que el viejo se quedó mirándola, comiéndosela con los ojos, y ella pensó que no perdería nada si aceptaba conversar con el viejo y ponerse de acuerdo.
Pero el viejo había dicho que una hora no sería suficiente. Lo dijo en el recibidor cuando abría una lata de cerveza y miraba el cuadro en la pared, y lo repitió cuando llenaba el vaso, y lo dijo otra vez cuando alargaba la mano y la invitaba a beber.
La muchacha había inspeccionado el apartamento con una mirada rápida y certera. Por los muebles comunes se podía saber que el viejo no vivía una vida holgada. Por el televisor inservible se podía saber. Por la vajilla escasa y la modesta pulcritud del piso y los asientos. Pero todo olía a limpio, y a la muchacha le gustó que fuera así. Se detuvo en la figura frágil que se movía con solicitud y hablaba a media voz. El viejo lucía bien aunque fuera tan viejo. Tenía la cara lisa de los hombres que se afeitan todos los días. Los pelos de la nariz no asomaban más allá de los límites precisos. La boca se abría un poco cuando el viejo hablaba y dejaba ver una prótesis bien cuidada. La ropa impecable y sencilla olía bien con el aroma inevitable del detergente de buena calidad. La muchacha le miró a los ojos cuando el viejo dijo que una hora no sería suficiente.
Pero el viejo apartó la cara y no dejó que la muchacha le mirara los ojos.
—Te pagaré todas las horas que estés aquí —y el viejo abrió el refrigerador y dejó ver otras cervezas y algo como dulces finos, y carne en conserva que lucía muy bien, y queso blanco cortado en lascas finas y parejas—. He ahorrado todo el dinero de un año. Puedo pagar lo que sea.
La muchacha entendió que el viejo disponía del dinero necesario. Dejó de preocuparse por el cuándo y por el cuánto. Se relajó sobre el sillón y alargó la mano para coger un trozo del queso blanco que el viejo le ofreció en un platillo. Dejó que el cuerpo se ablandara y se quitó los zapatos y subió las piernas al diván dejando ver una parte de los muslos. Se abrió la blusa por el calor, y el viejo preguntó si prefería pasar al cuarto.
—No tengo ninguna música aquí —dijo el viejo—. Sólo el radio.
La muchacha hizo ver que le daba lo mismo. Por la ventana entraba toda la bulla del exterior. Los muchachos jugaban en los bajos del edificio con esa alegría total de los muchachos. Formaban sus grupos y se ponían a discutir de cualquier cosa. Se habían avisado entre sí cuando la muchacha apareció en el pasillo. La habían seguido con los ojos y se quedaron mirando las piernas que asomaban bajo la falda corta. Habían hecho un comentario atrevido sobre el tatuaje en la cadera, sobre el cuello adornado con la cadenita, sobre los tacones tan empinados y la suave transparencia de la falda que dejaba entrever la ropa interior, las prendas minúsculas que la muchacha usaba y le quedaban bien, demasiado bien, tanto que los niños interrumpieron el juego cuando ella apareció en el pasillo. Habían silbado y se habían tirado al piso para ver más allá de la falda. Se arrastraron sobre el piso de cemento y la siguieron hasta la escalera.
Los muchachos de esa edad podían ser un poco molestos. Había dicho el viejo que no les pusiera atención a los muchachos.
—Sigue de largo hasta las escaleras sin hacerles caso —dijo el viejo en la tienda cuando se estaban poniendo de acuerdo, cuando le explicó que el edificio estaba en un barrio común, en un barrio con gente entrometida y muchachos que lo miraban todo y siempre estaban pendientes de lo que el viejo hacía.
La muchacha hizo lo que dijo el viejo. Los niños le parecieron atrevidos y molestos. De verdad molestos. La miraron desde cerca cuando se arrastraban sobre el piso. Se arrastraron tan cerca que ella sintió sobre la piel de las piernas su respiración entrecortada y su aliento infantil de muchachos revoltosos. Ella sintió alguna vergüenza cuando los muchachos se arrastraron tan cerca. Nunca le había pasado que alguien se le acercara tanto. Sólo en las guaguas de la ciudad le había pasado. Había tenido que soportar la respiración de los hombres maduros en las guaguas. Los había sentido cerca y había sentido la respiración pesada sobre la piel del cuello. Algún aliento de cigarros y algo de alcohol llegaba desde los hombres que se le pegaban por la espalda. Pero nunca le había pasado que los muchachos hicieran algo así. Se sorprendió cuando se arrastraron por el piso y le miraron las prendas interiores. Recordó lo que dijo el viejo. Entendió que eran cosas de muchachos y no le dio ninguna importancia al atrevimiento.
La muchacha sabía de las costumbres de la gente que vive en los edificios grandes. Conocía de los viejos que viven solos y se pasan la noche oyendo las noticias en la radio. Las mismas noticias una y otra vez, siempre con la misma atención, acercando el oído al aparato y babeándose en el silencio de una habitación semioscura. Podían oír algo de música también. Programas especialmente diseñados para noctámbulos solitarios y custodios nocturnos. Canciones viejas con los mismos tonos dulzones y una letra bobalicona y cursi que les recordaba sus mejores años. Pero el viejo hizo girar el botón del dial y detuvo la mano cuando el aparato empezó a vomitar los acordes de una sinfonía. Algo de piano y saxo mezclados. Algo de violín también. El violín hacía callar al resto de la orquesta y se quedaba solo. Se dejaba oír con estridencias agradables al oyente más simple. La muchacha era una oyente muy simple. La música le pareció agradable. Inesperada y agradable. Desacostumbrada, y era normal que fuera desacostumbrada. No era el sonido habitual de las fiestas y la calle. No se había detenido nunca a escuchar un violín. Pero la música se sentía bien, en general, y la muchacha pidió otra cerveza. Otra vez masticó el queso y la carne. Otra vez oyó los silbidos de los niños que jugaban en los bajos.
Cuando terminó la cuarta cerveza ya estaba un poco mareada. El violín seguía oyéndose por encima de los demás instrumentos. La cerveza comenzaba a trabajar en los laberintos del cerebro. Dos pares de cervezas eran suficientes para abrir los laberintos. Para organizarlos en una forma de camino claro. Para obligar al cuerpo a moverse en una forma voluptuosa que la muchacha había aprendido bien. Quizá era algo aprendido en la calle. Una forma de moverse que obligaba a los hombres a fijarse en ella. Un ritmo interior, o lo que fuera, pero ella prefería pensar que era un ritmo propio. Algo que le daba un sentido especial del tiempo. Una percepción de las horas que le sentaba muy bien. Le servía para manejar sus asuntos con los hombres. En la calle era difícil manejar los asuntos. O quizá no había aprendido nada en la calle y el ritmo siempre estuvo escondido en el cuerpo. Desde que nació estaba el ritmo ahí. Lo fue descubriendo en la medida en que crecía. Aprendió a utilizarlo en el momento preciso, cuando los hombres se hacían los bobos y pasaban sin mirarla, y en ese momento el ritmo salía solo y los obligaba a voltear la cabeza. En la tienda tenía el ritmo también. Se estaba poniendo de acuerdo con el viejo y tenía el ritmo. Flotaba entre los estantes y dejaba que el ritmo saliera al exterior y se dejara percibir por los hombres. Quizá el viejo se quedó mirándola y no pudo apartar los ojos porque mantenía la fuerza de los mejores años y no podía resistirse a manosear un cuerpo tan joven. Quizá era eso, o quizá el viejo no quería pasar la noche solo por tratarse de una noche especial. Alguna fecha recordada. Algún momento grande que le dejó las marcas para siempre.
La muchacha entendió que era una fecha especial. Si el viejo decidió gastar los ahorros de un año sería un problema del viejo. Si no le alcanzaba una hora también sería su problema. La muchacha se preguntaba cuántas horas serían en total. El sentido del tiempo la obligaba a preguntarse cuántas horas serían. Pero no tenía otra cosa que hacer. En la calle no era seguro encontrar un cliente para toda la noche. Era difícil encontrar alguien amable. Lo normal hubiera sido encontrar un hombre ordinario y pasar una hora en algún cuarto sucio y maloliente. Sería una hora con cualquiera por el mismo precio. Con el viejo sería una hora también, pero él la estaba tratando con amabilidad y la muchacha no tenía ninguna queja. El viejo estaba haciendo lo mismo que acordaron. Exactamente lo mismo. Se habían puesto de acuerdo en todo eso. En esos detalles que el viejo cumplía de forma rigurosa. En esas maneras extrañas que tenía para excitarse. Cuando hablaron en la tienda, dijo que ella debería comprender.
—Con los años todo se pone más difícil —había dicho el viejo.
Ella lo sabía. Asimiló todo cuando el viejo le pidió que se cambiara de ropa. Cuando le pidió vestir algún tejido exótico, algo de seda roja con figuras doradas. Algo de negro también, un velo transparente sobre la cara y la cabeza. Lo hizo y vio alguna excitación en los ojos del viejo. Vio que sonreía mirándola y le gustó que fuera así, que sonriera y le buscara otra cerveza y le dijera otra vez que la noche era especial.
—Por una vez al año me puedo permitir estas cosas. Me disculparás, pero tiene que ser así.
Ella entendió que debía ser así. Disculpó al viejo con una señal de la cabeza. No podía ser de otra forma si quería recordar sus tiempos. No debía pasar que se pusiera brava por las cosas del viejo. Con otros clientes había sido peor. Con otros hombres que la trataron mal y le hicieron el amor en un cuarto maloliente y sucio, sobre un camastro improvisado en una sala, con gente mirando, a veces, sobre un cartón en el piso de un pasillo, sobre un muro cualquiera de cemento frío y hormigas y alimañas apestosas caminándole por las piernas y la espalda. No podía quejarse de lo que el viejo hacía. No podía decir que algo estaba mal ni ponerse a buscar una explicación para las cosas del viejo.
Lo asimiló todo también cuando el viejo se vistió de blanco. Lo vio salir del cuarto y regresar envuelto en una capa. Le gustó esa fantasía que recreaba y el gorro empinado que se puso en la cabeza. Un poco tonto parecía el viejo en su capa y su gorro. Un poco infantil, pero sabía que los hombres tienen sus caprichos extraños. Sabía que los hombres viejos hacen cualquier cosa para excitarse. Había visto casos en la televisión. Muchos casos diferentes de fantasía erótica. Necesidades, las llamaban los hombres. Actos inofensivos para lograr una erección suficiente. Actos desesperados, y debía entender que el viejo estaba desesperado también. Debían entenderse sus recursos extraños como métodos propios, poco comunes, que podían ayudar. Entendió que el viejo necesitaba ayuda. Y entendió que necesitaba tiempo.
Seguro el tiempo era importante para el viejo. El tiempo y el ambiente del lugar. La ensoñación casi infantil que el viejo había logrado organizar dentro del cuarto iluminado. Ella no dijo nada cuando el viejo apagó los ahorradores y encendió las velas. No protestó por el aroma acre y áspero de la cera cruda. Se acostumbró rápido al olor para que el viejo viera que podía contar con ella. Para que se sintiera cómodo y seguro y se excitara un poco y lograra una erección. Quería que el viejo se sintiera bien. Quería darle el aliento silencioso que necesitaba y hacerle ver que las cosas podía mejorarse.
Ella empezó a sentirse bien. La ventana abierta dejaba pasar los efluvios de la noche. El ritmo interior, o lo que fuera, se había quedado quieto. La tibia ambientación del cuarto empezaba a resultar agradable. Demasiado agradable. Tan agradable que la muchacha olvidó el tiempo y las horas. Cerró los ojos y se dejó llevar por la música del violín, por el aroma de la cera y por las palabras apagadas que el viejo estaba diciendo en un rincón.
Los muchachos seguían jugando en los bajos. A la medianoche dejaron de silbar y se quedaron quietos. Durante un momento se quedaron oyendo la música de un violín que llegaba desde arriba. Se tiraron al piso y silbaron otra vez. Eran silbidos leves, espaciados, como señales de viento que se hicieron casi inaudibles al oído común y se fueron apagando en el aire cuando los muchachos se arrastraron con rapidez por el piso de cemento y empezaron a subir por la pared.
Una histiria curiosa, pero ella fue valiente, y él tal vez aún más.
ResponderEliminarUn abrazo
Emerio, muchas gracias.Una buena historia de puro horror latino servido sin prisas y con muy buen gusto.
ResponderEliminar¡¡Gracias a vosotros, Ojanco y Albada, de parte de Emerio!!! Un fuerte abrazo
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