Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: prostooleh (www.freepik.es) |
Una
joven se sentó a su lado, estaba hipnotizada por la pantalla del
teléfono, al que sostenía con la misma mano que la correa del
perro. ¿Y su perro? Sintió algo en la pierna, como un fantasma que
le envolvía el tobillo, era más parecido al soplido del viento que
la carne de una mano viva. Allí lo vio, con sus pelos dorados y su
olfato inquieto que adivinaba los días que llevaba puestos los
mismos pantalones. Atajó la patada antes de que los nervios lograran
conectar la orden del cerebro a su pierna. ¿Cómo podía pensar en
patearlo al lado de su dueña? Volvió a acomodarse en el banco, esta
vez en una postura más retraída, poniéndose en sintonía con la
tensión de sus músculos. Miró el reloj, todavía faltaban diez
minutos dos. Qué bien estaría poder manejar el tiempo a su propio
antojo, pensó; volvió a mirar a la joven, se veía muy bien, aunque
no vestía más que una calza desteñida y la típica remera gastada
que uno atesora cuando ya habría que pensar en reciclarla.
—¡Lindo
día, eh! —soltó. Creyó que conversar con ella le haría pasar el
tiempo más rápido.
—¡Ay,
perdón! ¡Rudo, andá para allá, no molestes!
—…
Miró
el reloj, ¿qué le habrá entendido?... Casi no le prestó atención a
la hora, notó que ella ni siquiera lo vio a él, sólo levantó la
vista al perro, que estaba oliendo la basura a varios metros. La
posible conversación estaba oficialmente frustrada. Volvió a poner
la vista en la muchacha, pero sin girar la cabeza, aún convencido de
que podría filmarla, sacarle fotos, comentar con vecinos el ángulo
de su nariz, que ella no se daría por aludida. Comenzó a intrigarle
lo que estaba viendo tan concentrada, pero no estaba allí para eso,
miró el reloj. Faltaban ocho minutos y monedas. Casi sin pensarlo,
se levantó: si era temprano, lo podrían hacer esperar dentro del
lugar y él ganaría unos preciosos veinticinco segundos. No fue tan
fácil dar el primer paso, impuntual no es sólo quien llega tarde,
sino también quien lo hace antes, y más con tanta diferencia de
tiempo como el que faltaba. Un tanto avergonzado por el número que
estaba montando, volvió a sentarse, aunque ella posiblemente no notó
nada de eso.
Las
ramas bailaban en el árbol que les daba sombra, el resto era todo
quietud. El olor a tilo no llegaba a calmarlo, pero amenizaba el
transcurrir de los eternos segundos. Mintió cuando dijo lo del lindo
día: estaba empapado del sudor. Miró el reloj, todavía faltaban
más de siete minutos. Volvió a ojear el celular de la muchacha,
estaba viendo una película o algo por el estilo. Recordó que para
alivianar su característica ansiedad, le habían recomendado vaciar
por completo los pulmones de un suspiro y mantener los ojos cerrados
por un tiempo. Un calor acogedor lo envolvió desde los pies, parecía
estar surtiendo efecto. ¡Un
momento!,
pensó; el calor se había quedado estanco en sus pies. Se levantó
de un salto: el perro le había orinado los pantalones. Levantó la
pierna para patearlo, pero se detuvo al verla a ella, que lo miró de
improviso y le sonreía.
—¿Haciendo
yoga?
—Como
todas las tardes —respondió rápido.
Ella
rio y volvió a su teléfono. Él se quedó petrificado, cualquier
testigo distraído creería que estaba por hacer una grulla, como
Karate
Kid
al
comenzar la pelea final. ¡Qué bella es!, pensó. Con disimulo
acomodó su postura, miró sus pantalones mojados, aunque había
perdido su enojo. Volvió al reloj, después a la puerta. Dos hombres
estaban entrando, un tercero trotó y llegó a pasar también.
¡La puta madre!,
dijo sin pronunciar del todo bien, y ella volvió a mirarlo. Entonces
él fingió estar diciendo una oración.
—Me
la enseñó un maestro tailandés —se excusó.
—¡Qué
bien! —respondió ella—. ¿Me enseñás?... —Guardó el celular
y puso toda su atención en él.
Con
la astucia de un maestro, cerró los ojos y exhaló todo el aire que
pudo, llevando sus brazos al cielo. En la rendija que dejó entre sus
pestañas, notó que ella lo estaba imitando, entonces practicó
algunos movimientos de elongación que creía olvidados. Ella lo
seguía en cada movimiento, incluso cuando él se rascaba o intentaba
—sin que ella lo notase— mirar el reloj. Cuando detuvo su
exhibición de posturas azarosas, vio que ella se estaba descalzando.
—Mejor
vamos al pasto, es más cómodo.
Él
la siguió, cruzó la calle con la mirada casi de forma inconsciente y
vio a unos diez —en realidad, nueve para él— hombres parados en
la puerta de la oficina. Ese trabajo ya estaba perdido. Con cara de
lamento volvió hacia ella, que yacía recostada en el pasto.
—¿Me
tenés de acá?... Si no, no llego.
Se
acercó obediente y apoyó las manos en sus hombros. Su piel
aterciopelada le había generado una tibieza en el estómago que hizo
que olvidara sus resquemores, su mal humor y la inercia de la urbe.
Tal vez había perdido el potencial puesto, pero podría empezar una
carrera de instructor deportivo; o tal vez, algo todavía mejor.
Guardó el reloj en el bolsillo.
—Ahora
boca arriba —le dijo con voz segura, llevando las manos a las
caderas de ella.
Ezequiel Varone |
Enhorabuena. Un magnífico relato, la verdad.
ResponderEliminarUn abrazo, y feliz día
Muchas gracias de parte del autor, Albada!!!! Un fuerte abrazo, y feliz día para ti también
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