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Difícil creer que allá abajo esté
la gente durmiendo. Es gente que se levantará temprano para ir a
trabajar. Gente que espera encontrar mañana un poco de la buena
suerte. Un pedazo de ella. Falta saber si se conformarán con un
pedazo. Si serán como nosotros. Si podrán andar por estas lomas con
cien libras sobre la espalda. Pero nosotros dormiremos la mañana.
Después iremos a vender el café.
Antes lo vendíamos temprano. Se lo
vendíamos a los negros en la casa de Oliveros. Tenían un carro
preparado. Era bueno eso del carro porque ellos compraban todo el
café. Se iban por la noche con diez quintales. Con más. Yo nunca
supe con cuánto. Camilo sí. Camilo es una fiera en eso de los
números y las cuentas. Camilo siempre fue así. Inteligente. Yo no.
Yo lo único que hago bien es subir y bajar por estos lomeríos. No
tengo cabeza para otra cosa.
Hoy no cargamos café seco, el que
los negros compraban bien. A quinientos pesos el quintal. Café bien
seco que les comprábamos a los guardias. No era como este café
maduro que llevamos hoy. Lo recogemos directo de los campos. Nos
metemos en los cafetales y llenamos los sacos. Eso es difícil.
Difícil y peligroso, porque los guardias tienen carabinas y tiran a
matar. Por eso ya no nos gusta este negocio. Bajamos de noche con los
sacos llenos de café maduro. Como hoy. Es café maduro lo que
llevamos en los sacos. El café va chorreando miel, y la miel se
mezcla con el polvo hasta formar una costra sobre la piel y
empaparnos la ropa. Nos rueda por la espalda directo hasta el culo. Y
del culo a los huevos. Y el culo y los huevos empiezan a arder. Son
tresmil metros de bajada por este camino pedregoso con cien libras de
café maduro sobre la espalda, con miedo a resbalar o a sajarnos la
piel con las espinas, y con la picazón en el culo y los huevos. A
veces arde tanto que soltamos la carga para rascarnos. Nos rascamos
con las dos manos. Con las uñas sucias. Y eso es peor. Pero al final
del camino nos espera un baño en el río, y al final de la noche nos
espera una cama. Un baño en el río y una cama por el café maduro
que llevamos sobre los hombros.
Camilo va callado. Se rasca callado.
Se adelanta a veces, maldice bajito. Lo dejo ir delante. Lo veo
recortarse contra las luces del pueblo. Ahí va Camilo con su saco al
hombro. Cien libras. Ni una menos. Nunca ha querido cargar menos. Y
yo siempre lo protejo y le digo que no se esfuerce tanto. Camilo es
más bajito que yo. Mucho más. Tiene mi edad pero parece un niño de
diez años. Ni bigotes tiene. Dicen que por un problema de las
glándulas. Camilo nunca ha querido hablar de eso. No lo habla con
nadie. No lo habla conmigo. Y yo no le pregunto. La gente, sí. La
gente pregunta. Le dicen apodos. Yo, no. Yo le digo Camilo. Será por
eso que le gusta andar conmigo. Siempre conmigo. Siempre juntos.
Camilo es el mejor para hacer
negocios de café. Sabe de épocas y maduraciones. Sabe discutir los
precios y las cosas del café. Yo, no. Yo no tengo cabeza para los
negocios. Lo mío es cargar el saco. Si es café seco voy contento.
Si es café maduro me voy rascando. Pero contento también. Contento
de andar con Camilo.
Una vez hicimos bastante dinero y
quisimos comprar un caballo. Vimos muchos, todos caballos viejos. A
Camilo no le gustaron. Dijo que esos no. Seguimos buscando hasta que
apareció la yegüita. A Camilo le gustó.
–Bonita –dijo.
La compramos. Camilo se encargó de
atenderla. La cuidaba bien. La bañaba. Estaba gorda la yegüita.
Bajaba bien por los trillos con cuatro sacos de café. Al mes, dijo
Camilo que era mucho. Empezamos a bajar dos sacos. Camilo la llevaba
de la brida. Yo iba detrás. Fue un tiempo bueno porque el dinero
entraba fácil y no nos cansábamos tanto. Vendíamos el café en los
barrios del llano. Siempre había gente buscando café. Gente que
había hecho algún dinero y se empeñaba en hacerlo crecer. Gente
que se arriesgaba. Llegaban desde lejos y se llevaban el café por
quintales.
Fue cuando conocimos a Oliveros.
Tenía el negocio de la charada. No le interesaba el café. No le
hacía falta. Gente que hay así, con suerte. Con maña para buscarle
sus vueltas a la vida. Sólo quería presentarnos a unos negros.
Tenían un carro para traficar y nos daban un buen precio. Y buenos
negros eran. A Camilo le gustó hacer el negocio con ellos. A mí me
daba lo mismo con quién se hacían los negocios, fuera con los
negros o con otra gente. Pero me gustaba ir a la casa de Oliveros
porque allá estaba Marilia con sus chores cortos. La tela se le
metía bien adentro, y yo me quedaba mirándola sin poder hacer otra
cosa. Estaba viviendo con Oliveros desde los carnavales. Oliveros era
viejo ya, pero tenía sus mañas de viejo y tenía su dinero. Un
viejo que se hacía respetar en estos campos. Un hombre peligroso del
que era mejor mantenerse lejos. Pero Marilia empezó a mirarme con
esos ojos que ponen las putas cuando quieren algo con uno, y yo no
supe qué hacer.
Y no es que no supiera qué hacer con
las mujeres. Porque a mí las mujeres se me daban fácil. Las mujeres
de por aquí. Las que casi se mueren de hambre en estos campos.
Marilia tenía aquel aire de mundo y aquella piel. Ella se dio cuenta
de que yo la miraba. Ya entonces se dio cuenta, y no me apartó la
mirada. No lo hizo, coño, y esa fue la primera cosa mala. La primera
cosa del diablo. Porque tiene que haber sido cosa del diablo, digo
yo. Del que anda suelto por estos campos. Del que se asoma de noche a
los ojos de los hombres y los hace ver las cosas de otra forma. Y
Camilo me decía que no me dejara tentar. Que las mujeres como
Marilia terminaban por joderle a uno la vida. Pero yo no quise oír a
Camilo. Qué podía saber Camilo de mujeres. Qué podía saber él,
que lloró aquella noche en el trillo de las cabras, aquella noche
misma en que la yegüita resbaló sobre las serpentinas y se partió
las patas.
Tuvimos que rematarla aquella noche.
Camilo la acarició como a una mujer y me dio el cuchillo. Se apartó
para no oírla llorar y lloró él mismo. Comemierda ese Camilo. Un
muchacho. Le dije que debíamos aprovechar la carne. Que la gente la
pagaba bien. Y él dijo que sí.
Le llevamos los perniles a Oliveros.
Era bien oscuro. Nosotros con el susto y el olor a sangre. Nosotros
con el miedo. En estos campos hay mucha gente mala. Gente que se pasa
la vida tratando de saber cosas. Para decírselas a la policía, o
para contarlas más adelante, simplemente así, como si fuera cosa de
risa o de ir hablando por ahí, diciendo que vieron esto y aquello, o
que oyeron que alguien lo dijo. Por eso íbamos con miedo por los
callejones oscuros. Con el miedo de quien ha debido enfrentar algo
penoso y lo lleva como una carga. Con ese tipo de susto que obliga a
uno a volver la cabeza cuando el viento rompe una ramita seca.
Y Oliveros no quiso comprar la carne.
Dijo que no iba a meterse en ese asunto peligroso. Suerte que Marilia
se asomó por la ventana y nos dijo que esperáramos. Los oímos
discutir dentro de la casa. Oliveros salió y dijo que estaba bien.
Se quedó con toda la carne y nos pidió ayudar a prepararla. Por eso
nos quedamos esa noche allá. Camilo estaba sentado en su rincón. Me
miraba destazar los perniles. Miraba la sangre que goteaba de la
mesa. Triste que estaba Camilo esa noche.
–Si se ha
quedado sin mujer –dijo Oliveros riéndose–. Cómo quieres que
esté.
Pero a mí no me hizo gracia lo que
dijo Oliveros. No me hizo ninguna gracia, y así se lo di a entender
al viejo. Si no se lo dije con palabras fue porque Marilia estaba
entrando y ya no tuve otra cosa en qué pensar. Se me puso al lado y
me rozó la espalda con la bata de dormir. Bata fina. Olor de cama y
de hembra. Cosa del diablo sería, que por poco me corto con el
cuchillo.
–Tienes buenas
manos –dijo.
Yo quería decir que tenía otras
cosas buenas también. Le hubiera dicho que si quería probar sólo
tenía que pedirlo. Le hubiera dicho más. Le hubiera dicho todo.
Porque en eso de decirles cosas a las mujeres yo sí que no soy como
Camilo. Yo las cosas las digo de una manera que las mujeres se me
ríen enseguida. Se me ríen de esa forma que uno espera. Las de por
aquí se ríen siempre cuando les digo mis cosas. Y a Marilia yo
tenía ganas de hablarle de ese modo. Aunque no fuera de por aquí.
Aunque tuviera aquella piel y aquel aire. A una mujer debe gustarle
que le digan esas cosas. A cualquier mujer debe gustarle, sea de por
aquí o de cualquier otra parte. Debe gustarle que le hablen un poco
sucio. Que le digan cosas de sexo. Insinuaciones, digo yo. Así que
yo podía hablarle a Marilia sin miedo. Decirle mis cosas sin miedo.
Cosas buenas que tengo yo aparte de las manos. No podía estarme allá
tranquilo sin decirle nada. Sin mirar los pezones que se marcaban
bajo la blusa. Pezones que gritaban Tócame. Seguro gritaban Tócame
si hubieran podido hablar. Y yo podía oírlos aunque no gritaran. Yo
podía olerlos. Estaban allí, como dos serpentinas sueltas del
camino, peligrosas y traicioneras, dos rocas que gritaban Tócame. Y
dos rocas tenían que ser.
Oliveros daba vueltas y se quedaba
mirando. Marilia cerca. Camilo en su rincón, como si no existiera.
Ese fue un momento malo. Un tiempo así como de noche que va a
terminar mal. Como de amanecer que no llega. Y yo trataba de apartar
los ojos de Marilia. De alejarme del olor a cama y a mujer. Del grito
de los pezones limpios. Del Tócame que gritaban. Era mejor alejarse
porque Oliveros estaba cerca. Y yo con el cuchillo. Cosas que se le
ocurren a uno cuando los ojos se cierran. Cosas que uno ha querido
apartar de la cabeza porque sabe lo que vendrá después.
Amanecía cuando nos fuimos de la
casa de Oliveros. A Camilo no le dije nada de Marilia. Ni él dijo
nada tampoco. Me dio mi parte del dinero y se escurrió en el
callejón. Se fue callado, con la mirada fija en el suelo. Triste,
digo yo. Triste se veía. Por lo de la yegua, seguro. Y yo no podía
hacer nada. Dejarlo solo, era eso lo único. Por el momento era eso.
Después lo podía buscar, más tarde, pero entonces estaba pensando
yo en ese problema mío con Marilia. En esa fijación. Pensé que era
mejor apartarme. Apartar la mirada. Alejar ese olor y ese grito.
Taponear los oídos y cerrar los ojos.
Pero en los ojos nadie puede mandar.
A los ojos no les pueden decir que no miren. Y mis ojos miraban.
Dicen que es el corazón el que se manda solo. Y yo digo que el
corazón no es nada sin los ojos. Por ellos se me entró Marilia al
cuerpo. Se me asomó al interior. Son esas cosas que le pasan a uno a
veces. Uno quisiera preguntar lo que se hace con toda esa sangre
mala. Porque debe ser la sangre la que se le pone a uno difícil. Y
uno quisiera preguntar si está mal o está bien dejarse llevar por
el instinto. Uno quisiera que lo pararan a tiempo. Pero no había
nadie cerca. Camilo estaba. Y a Camilo no se le podía preguntar de
esas cosas. Camilo sólo podía saber de café. Camilo se quedaba
callado y bajaba la cabeza cuando los hombres hacían sus cuentos de
mujeres. Dicen que ese problema de las glándulas le dejó todo
chiquito.
Así que yo no tenía ningún derecho
a meter a Camilo en mis cosas. Y no tenía tiempo tampoco. Sólo los
ojos para mirar a Marilia. Para mirar sus nalgas y sus pezones. Para
imaginar cómo era. Ahora no sé si será bueno mantener ese
recuerdo. Ahora ya nada me importa. No como antes. Como en aquel
tiempo cuando Camilo y yo íbamos a la casa de Oliveros a vender el
café. Y como la primera vez que Marilia y yo estuvimos solos.
Debe haber sido cosa del diablo. Él
se encargó de alejar a Oliveros. De alejar a los negros. Esa tarde
se me entraron en el cuerpo unas ganas tremendas. Creo que a Marilia
también. Entonces fue mía toda aquella carne. Toda aquella piel
fina. Todo aquel desnudarse y sudar desde dentro. Todo aquel morirse
despacio en la cama de Marilia. En la cama de Oliveros. Uno llega a
olvidar que no es así como deben ser las cosas. Uno llega a creer
que algo como eso no va a tener consecuencias. Y es que de andar y
andar por la vida se le ponen a uno las cosas de una forma. O se le
ponen de otra. Y uno tiene que escoger entre dos caminos que llevan
al mismo destino. Es entonces que uno se equivoca y escoge el camino
más corto. Ese que se encuentra fácil con los ojos. Y cierra uno
los ojos para no ver que ha equivocado el camino. Los cierra uno y
cree que es el corazón el que lo va guiando. Porque tiene que haber
sido eso lo que yo creí cuando se me ocurrió matar a Oliveros.
Matarlo de verdad. Quitarlo del camino. Son cosas de dejarse llevar.
Voces que le llegan a uno a veces. Gritos de pezones duros como rocas
que resuenan en la cabeza y le dicen a uno: Mátalo, mata a ese viejo
de mierda. Y yo sólo podía hablar de eso con Marilia. Aconsejarme
con ella. Porque uno tiene que saber si está bien o está mal. Para
dormir sereno. Para no andar por ahí con esas cosas en la cabeza. Y
Marilia pensaba lo mismo que yo. No estaba bien eso de dejarse
manosear por un viejo. Eso de acostarse cada noche con él y esperar
el amanecer como una salvación para el cuerpo. Eso me decía Marilia
en la cama. Me decía un Tequiero y yo entendía Mátalo. Me dejaba
caer una lágrima y yo casi lloraba también. Casi, digo, porque yo
no soy hombre de andar llorando por nada. Yo las cosas las resuelvo
rápido y me ahorro la lágrima que pueda salir. Así andaba yo en
ese tiempo. Yo andaba y pensaba y me comía de rabia cuando llegaba
con Camilo a la casa de Oliveros y me encontraba a Marilia con
aquellos ojos que me decían Hasta cuándo. Me comía yo por dentro
con aquellos ojos mirándome.
Ahora no puedo decir que todo fue
idea de Marilia. Ahora todo se me confunde en la cabeza. Quizá fui
yo mismo el de la idea. Aunque Camilo me ha dicho que no. Ha dicho
que Marilia lo tenía todo planeado. Ella y los negros. Y yo creo que
esas son cosas de Camilo. Cosas de quien no conoce bien a las
mujeres. No puede ser que todo lo de Marilia conmigo haya sido
mentira. Y no puedo creer que se haya ido con los negros. Con el
dinero de Oliveros. Y con el mío. Yo no tengo cabeza para pensar en
esas cosas. Ahora no.
Ahora lo que hago es fijarme bien
dónde pongo los pies para no resbalar con las piedras sueltas del
camino. Camilo y yo vamos delante. Nos detenemos para mirar las luces
del pueblo. Para rascarnos. Y para esperar por Oliveros. Él viene
lejos todavía. Viene despacio. Viene bajando con nosotros por este
trillo de las cabras. Con cien libras de café robado sobre los
hombros. Café maduro que va chorreando miel. Miel que le rueda por
la espalda. Hasta el culo. Pero Oliveros no se rasca. No maldice.
Debe ser porque a esa edad ya nada importa. O debe ser cosa del
diablo, digo yo.
Una yegua es un resposabilidad enorme, y un misterio a resolver, hasta para quien cree conocer bien a las mujeres.
ResponderEliminarUn abrazo
Ufffff, aquí la yegua, a pesar de estar muy bien cuidada y de ser tratada con cariño por Camilo (demasiado cariño, insinúa el malpensado Oliveros, con el humor negro característico del autor), resulta ser la primera víctima de este "Camino de cabras". Un fuerte abrazo, Albada
EliminarSer pastor de ovejas o chivos da para reflexionar holgadamente, amén de gozar de la naturaleza.
ResponderEliminarUn abrazo