domingo, 29 de enero de 2023

Camino de cabras......Emerio Medina

Foto: www.pinterest.fr
Por estos montes no se puede andar de noche sin haberlos recorrido primero a la luz del sol. No se puede caminar seguro sobre estas piedras resbalosas, estos roquedales traicioneros de serpentinas se deshacen cuando el pie no asienta bien. Solo descuidarse un poco y el pie resbala sobre las puntas de las rocas. Porque ahora todo es bajada. Bajada de tresmil metros. Dice Camilo que hay más. Y yo digo que hay seismil por la carga que llevo sobre los hombros. Son cien libras de café. Tresmil metros de bajada por este camino de serpentinas resbalosas con cien libras de café sobre la espalda. De noche. Vamos con la vista baja para adivinar los huecos. Para recordar dónde están y no partirnos un pie. Y para cuidarnos de las zarzas. Ya cuántas veces nos hemos ensartado en las espinas, como peces. Pero no somos peces. Vamos bajando desde los cafetales. Vamos a pie, con miedo a resbalar en estas piedras sueltas del camino. Vamos saltando desde arriba, esquivando las espinas de las zarzas. Bajamos como los chivos por estos roquedales, pero no somos chivos. Somos nosotros. Vamos bajando cargados de café por este camino de cabras. Café robado. Uno pudiera pensar que nada bueno nos espera. Uno pudiera pensar eso. Pero vamos juntos. Camilo y yo vamos delante. Desde acá vemos las luces del pueblo y nos detenemos a esperar.
         Difícil creer que allá abajo esté la gente durmiendo. Es gente que se levantará temprano para ir a trabajar. Gente que espera encontrar mañana un poco de la buena suerte. Un pedazo de ella. Falta saber si se conformarán con un pedazo. Si serán como nosotros. Si podrán andar por estas lomas con cien libras sobre la espalda. Pero nosotros dormiremos la mañana. Después iremos a vender el café.
        Antes lo vendíamos temprano. Se lo vendíamos a los negros en la casa de Oliveros. Tenían un carro preparado. Era bueno eso del carro porque ellos compraban todo el café. Se iban por la noche con diez quintales. Con más. Yo nunca supe con cuánto. Camilo sí. Camilo es una fiera en eso de los números y las cuentas. Camilo siempre fue así. Inteligente. Yo no. Yo lo único que hago bien es subir y bajar por estos lomeríos. No tengo cabeza para otra cosa.
         Hoy no cargamos café seco, el que los negros compraban bien. A quinientos pesos el quintal. Café bien seco que les comprábamos a los guardias. No era como este café maduro que llevamos hoy. Lo recogemos directo de los campos. Nos metemos en los cafetales y llenamos los sacos. Eso es difícil. Difícil y peligroso, porque los guardias tienen carabinas y tiran a matar. Por eso ya no nos gusta este negocio. Bajamos de noche con los sacos llenos de café maduro. Como hoy. Es café maduro lo que llevamos en los sacos. El café va chorreando miel, y la miel se mezcla con el polvo hasta formar una costra sobre la piel y empaparnos la ropa. Nos rueda por la espalda directo hasta el culo. Y del culo a los huevos. Y el culo y los huevos empiezan a arder. Son tresmil metros de bajada por este camino pedregoso con cien libras de café maduro sobre la espalda, con miedo a resbalar o a sajarnos la piel con las espinas, y con la picazón en el culo y los huevos. A veces arde tanto que soltamos la carga para rascarnos. Nos rascamos con las dos manos. Con las uñas sucias. Y eso es peor. Pero al final del camino nos espera un baño en el río, y al final de la noche nos espera una cama. Un baño en el río y una cama por el café maduro que llevamos sobre los hombros.
      Camilo va callado. Se rasca callado. Se adelanta a veces, maldice bajito. Lo dejo ir delante. Lo veo recortarse contra las luces del pueblo. Ahí va Camilo con su saco al hombro. Cien libras. Ni una menos. Nunca ha querido cargar menos. Y yo siempre lo protejo y le digo que no se esfuerce tanto. Camilo es más bajito que yo. Mucho más. Tiene mi edad pero parece un niño de diez años. Ni bigotes tiene. Dicen que por un problema de las glándulas. Camilo nunca ha querido hablar de eso. No lo habla con nadie. No lo habla conmigo. Y yo no le pregunto. La gente, sí. La gente pregunta. Le dicen apodos. Yo, no. Yo le digo Camilo. Será por eso que le gusta andar conmigo. Siempre conmigo. Siempre juntos.
      Camilo es el mejor para hacer negocios de café. Sabe de épocas y maduraciones. Sabe discutir los precios y las cosas del café. Yo, no. Yo no tengo cabeza para los negocios. Lo mío es cargar el saco. Si es café seco voy contento. Si es café maduro me voy rascando. Pero contento también. Contento de andar con Camilo.
         Una vez hicimos bastante dinero y quisimos comprar un caballo. Vimos muchos, todos caballos viejos. A Camilo no le gustaron. Dijo que esos no. Seguimos buscando hasta que apareció la yegüita. A Camilo le gustó.
         –Bonita –dijo.
       La compramos. Camilo se encargó de atenderla. La cuidaba bien. La bañaba. Estaba gorda la yegüita. Bajaba bien por los trillos con cuatro sacos de café. Al mes, dijo Camilo que era mucho. Empezamos a bajar dos sacos. Camilo la llevaba de la brida. Yo iba detrás. Fue un tiempo bueno porque el dinero entraba fácil y no nos cansábamos tanto. Vendíamos el café en los barrios del llano. Siempre había gente buscando café. Gente que había hecho algún dinero y se empeñaba en hacerlo crecer. Gente que se arriesgaba. Llegaban desde lejos y se llevaban el café por quintales.
         Fue cuando conocimos a Oliveros. Tenía el negocio de la charada. No le interesaba el café. No le hacía falta. Gente que hay así, con suerte. Con maña para buscarle sus vueltas a la vida. Sólo quería presentarnos a unos negros. Tenían un carro para traficar y nos daban un buen precio. Y buenos negros eran. A Camilo le gustó hacer el negocio con ellos. A mí me daba lo mismo con quién se hacían los negocios, fuera con los negros o con otra gente. Pero me gustaba ir a la casa de Oliveros porque allá estaba Marilia con sus chores cortos. La tela se le metía bien adentro, y yo me quedaba mirándola sin poder hacer otra cosa. Estaba viviendo con Oliveros desde los carnavales. Oliveros era viejo ya, pero tenía sus mañas de viejo y tenía su dinero. Un viejo que se hacía respetar en estos campos. Un hombre peligroso del que era mejor mantenerse lejos. Pero Marilia empezó a mirarme con esos ojos que ponen las putas cuando quieren algo con uno, y yo no supe qué hacer.
        Y no es que no supiera qué hacer con las mujeres. Porque a mí las mujeres se me daban fácil. Las mujeres de por aquí. Las que casi se mueren de hambre en estos campos. Marilia tenía aquel aire de mundo y aquella piel. Ella se dio cuenta de que yo la miraba. Ya entonces se dio cuenta, y no me apartó la mirada. No lo hizo, coño, y esa fue la primera cosa mala. La primera cosa del diablo. Porque tiene que haber sido cosa del diablo, digo yo. Del que anda suelto por estos campos. Del que se asoma de noche a los ojos de los hombres y los hace ver las cosas de otra forma. Y Camilo me decía que no me dejara tentar. Que las mujeres como Marilia terminaban por joderle a uno la vida. Pero yo no quise oír a Camilo. Qué podía saber Camilo de mujeres. Qué podía saber él, que lloró aquella noche en el trillo de las cabras, aquella noche misma en que la yegüita resbaló sobre las serpentinas y se partió las patas.
         Tuvimos que rematarla aquella noche. Camilo la acarició como a una mujer y me dio el cuchillo. Se apartó para no oírla llorar y lloró él mismo. Comemierda ese Camilo. Un muchacho. Le dije que debíamos aprovechar la carne. Que la gente la pagaba bien. Y él dijo que sí.
         Le llevamos los perniles a Oliveros. Era bien oscuro. Nosotros con el susto y el olor a sangre. Nosotros con el miedo. En estos campos hay mucha gente mala. Gente que se pasa la vida tratando de saber cosas. Para decírselas a la policía, o para contarlas más adelante, simplemente así, como si fuera cosa de risa o de ir hablando por ahí, diciendo que vieron esto y aquello, o que oyeron que alguien lo dijo. Por eso íbamos con miedo por los callejones oscuros. Con el miedo de quien ha debido enfrentar algo penoso y lo lleva como una carga. Con ese tipo de susto que obliga a uno a volver la cabeza cuando el viento rompe una ramita seca.
        Y Oliveros no quiso comprar la carne. Dijo que no iba a meterse en ese asunto peligroso. Suerte que Marilia se asomó por la ventana y nos dijo que esperáramos. Los oímos discutir dentro de la casa. Oliveros salió y dijo que estaba bien. Se quedó con toda la carne y nos pidió ayudar a prepararla. Por eso nos quedamos esa noche allá. Camilo estaba sentado en su rincón. Me miraba destazar los perniles. Miraba la sangre que goteaba de la mesa. Triste que estaba Camilo esa noche.
         –Si se ha quedado sin mujer –dijo Oliveros riéndose–. Cómo quieres que esté.
         Pero a mí no me hizo gracia lo que dijo Oliveros. No me hizo ninguna gracia, y así se lo di a entender al viejo. Si no se lo dije con palabras fue porque Marilia estaba entrando y ya no tuve otra cosa en qué pensar. Se me puso al lado y me rozó la espalda con la bata de dormir. Bata fina. Olor de cama y de hembra. Cosa del diablo sería, que por poco me corto con el cuchillo.
         –Tienes buenas manos –dijo.
        Yo quería decir que tenía otras cosas buenas también. Le hubiera dicho que si quería probar sólo tenía que pedirlo. Le hubiera dicho más. Le hubiera dicho todo. Porque en eso de decirles cosas a las mujeres yo sí que no soy como Camilo. Yo las cosas las digo de una manera que las mujeres se me ríen enseguida. Se me ríen de esa forma que uno espera. Las de por aquí se ríen siempre cuando les digo mis cosas. Y a Marilia yo tenía ganas de hablarle de ese modo. Aunque no fuera de por aquí. Aunque tuviera aquella piel y aquel aire. A una mujer debe gustarle que le digan esas cosas. A cualquier mujer debe gustarle, sea de por aquí o de cualquier otra parte. Debe gustarle que le hablen un poco sucio. Que le digan cosas de sexo. Insinuaciones, digo yo. Así que yo podía hablarle a Marilia sin miedo. Decirle mis cosas sin miedo. Cosas buenas que tengo yo aparte de las manos. No podía estarme allá tranquilo sin decirle nada. Sin mirar los pezones que se marcaban bajo la blusa. Pezones que gritaban Tócame. Seguro gritaban Tócame si hubieran podido hablar. Y yo podía oírlos aunque no gritaran. Yo podía olerlos. Estaban allí, como dos serpentinas sueltas del camino, peligrosas y traicioneras, dos rocas que gritaban Tócame. Y dos rocas tenían que ser.
        Oliveros daba vueltas y se quedaba mirando. Marilia cerca. Camilo en su rincón, como si no existiera. Ese fue un momento malo. Un tiempo así como de noche que va a terminar mal. Como de amanecer que no llega. Y yo trataba de apartar los ojos de Marilia. De alejarme del olor a cama y a mujer. Del grito de los pezones limpios. Del Tócame que gritaban. Era mejor alejarse porque Oliveros estaba cerca. Y yo con el cuchillo. Cosas que se le ocurren a uno cuando los ojos se cierran. Cosas que uno ha querido apartar de la cabeza porque sabe lo que vendrá después.
         Amanecía cuando nos fuimos de la casa de Oliveros. A Camilo no le dije nada de Marilia. Ni él dijo nada tampoco. Me dio mi parte del dinero y se escurrió en el callejón. Se fue callado, con la mirada fija en el suelo. Triste, digo yo. Triste se veía. Por lo de la yegua, seguro. Y yo no podía hacer nada. Dejarlo solo, era eso lo único. Por el momento era eso. Después lo podía buscar, más tarde, pero entonces estaba pensando yo en ese problema mío con Marilia. En esa fijación. Pensé que era mejor apartarme. Apartar la mirada. Alejar ese olor y ese grito. Taponear los oídos y cerrar los ojos.
         Pero en los ojos nadie puede mandar. A los ojos no les pueden decir que no miren. Y mis ojos miraban. Dicen que es el corazón el que se manda solo. Y yo digo que el corazón no es nada sin los ojos. Por ellos se me entró Marilia al cuerpo. Se me asomó al interior. Son esas cosas que le pasan a uno a veces. Uno quisiera preguntar lo que se hace con toda esa sangre mala. Porque debe ser la sangre la que se le pone a uno difícil. Y uno quisiera preguntar si está mal o está bien dejarse llevar por el instinto. Uno quisiera que lo pararan a tiempo. Pero no había nadie cerca. Camilo estaba. Y a Camilo no se le podía preguntar de esas cosas. Camilo sólo podía saber de café. Camilo se quedaba callado y bajaba la cabeza cuando los hombres hacían sus cuentos de mujeres. Dicen que ese problema de las glándulas le dejó todo chiquito.
         Así que yo no tenía ningún derecho a meter a Camilo en mis cosas. Y no tenía tiempo tampoco. Sólo los ojos para mirar a Marilia. Para mirar sus nalgas y sus pezones. Para imaginar cómo era. Ahora no sé si será bueno mantener ese recuerdo. Ahora ya nada me importa. No como antes. Como en aquel tiempo cuando Camilo y yo íbamos a la casa de Oliveros a vender el café. Y como la primera vez que Marilia y yo estuvimos solos.
         Debe haber sido cosa del diablo. Él se encargó de alejar a Oliveros. De alejar a los negros. Esa tarde se me entraron en el cuerpo unas ganas tremendas. Creo que a Marilia también. Entonces fue mía toda aquella carne. Toda aquella piel fina. Todo aquel desnudarse y sudar desde dentro. Todo aquel morirse despacio en la cama de Marilia. En la cama de Oliveros. Uno llega a olvidar que no es así como deben ser las cosas. Uno llega a creer que algo como eso no va a tener consecuencias. Y es que de andar y andar por la vida se le ponen a uno las cosas de una forma. O se le ponen de otra. Y uno tiene que escoger entre dos caminos que llevan al mismo destino. Es entonces que uno se equivoca y escoge el camino más corto. Ese que se encuentra fácil con los ojos. Y cierra uno los ojos para no ver que ha equivocado el camino. Los cierra uno y cree que es el corazón el que lo va guiando. Porque tiene que haber sido eso lo que yo creí cuando se me ocurrió matar a Oliveros. Matarlo de verdad. Quitarlo del camino. Son cosas de dejarse llevar. Voces que le llegan a uno a veces. Gritos de pezones duros como rocas que resuenan en la cabeza y le dicen a uno: Mátalo, mata a ese viejo de mierda. Y yo sólo podía hablar de eso con Marilia. Aconsejarme con ella. Porque uno tiene que saber si está bien o está mal. Para dormir sereno. Para no andar por ahí con esas cosas en la cabeza. Y Marilia pensaba lo mismo que yo. No estaba bien eso de dejarse manosear por un viejo. Eso de acostarse cada noche con él y esperar el amanecer como una salvación para el cuerpo. Eso me decía Marilia en la cama. Me decía un Tequiero y yo entendía Mátalo. Me dejaba caer una lágrima y yo casi lloraba también. Casi, digo, porque yo no soy hombre de andar llorando por nada. Yo las cosas las resuelvo rápido y me ahorro la lágrima que pueda salir. Así andaba yo en ese tiempo. Yo andaba y pensaba y me comía de rabia cuando llegaba con Camilo a la casa de Oliveros y me encontraba a Marilia con aquellos ojos que me decían Hasta cuándo. Me comía yo por dentro con aquellos ojos mirándome.
         Ahora no puedo decir que todo fue idea de Marilia. Ahora todo se me confunde en la cabeza. Quizá fui yo mismo el de la idea. Aunque Camilo me ha dicho que no. Ha dicho que Marilia lo tenía todo planeado. Ella y los negros. Y yo creo que esas son cosas de Camilo. Cosas de quien no conoce bien a las mujeres. No puede ser que todo lo de Marilia conmigo haya sido mentira. Y no puedo creer que se haya ido con los negros. Con el dinero de Oliveros. Y con el mío. Yo no tengo cabeza para pensar en esas cosas. Ahora no.
      Ahora lo que hago es fijarme bien dónde pongo los pies para no resbalar con las piedras sueltas del camino. Camilo y yo vamos delante. Nos detenemos para mirar las luces del pueblo. Para rascarnos. Y para esperar por Oliveros. Él viene lejos todavía. Viene despacio. Viene bajando con nosotros por este trillo de las cabras. Con cien libras de café robado sobre los hombros. Café maduro que va chorreando miel. Miel que le rueda por la espalda. Hasta el culo. Pero Oliveros no se rasca. No maldice. Debe ser porque a esa edad ya nada importa. O debe ser cosa del diablo, digo yo.

3 comentarios:

  1. Una yegua es un resposabilidad enorme, y un misterio a resolver, hasta para quien cree conocer bien a las mujeres.

    Un abrazo

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    1. Ufffff, aquí la yegua, a pesar de estar muy bien cuidada y de ser tratada con cariño por Camilo (demasiado cariño, insinúa el malpensado Oliveros, con el humor negro característico del autor), resulta ser la primera víctima de este "Camino de cabras". Un fuerte abrazo, Albada

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  2. Ser pastor de ovejas o chivos da para reflexionar holgadamente, amén de gozar de la naturaleza.

    Un abrazo

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