Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
En memoria de Daniel Ricardo Marino (1955 - 2020)
La
lluvia barre con inclemencia la avenida y la vereda del bar, como si
desde el cielo se dispararan armas de fuego con balas de agua.
Algunas gotas logran alcanzar los ventanales y describen en los
cristales trayectorias caprichosas al ser impulsadas por caóticas
ráfagas de viento.
—Perdoname,
Jorge, que te haya hecho venir en un día tan horrible —continúa
con firmeza después de hacer el pedido—. Hay algo que me está
comiendo vivo y no puedo esperar: tengo que contártelo.
»Ya
sabés que tenemos problemas en casa; la plata no alcanza y hace rato
que la situación se volvió muy difícil de manejar. Pero, hará
unos diez días, apareció un tipo que me ofreció un laburo en un
hotel de Caleta Olivia.
»Eugenia
enloqueció: viste lo impulsiva que es. Quería que aceptara el
empleo enseguida, aunque, hasta ahora, yo me resistí. Pero tengo que
tomar una decisión, el plazo para contestarle termina mañana.
El
tono decidido de su exposición ha cambiado; lo embarga la emoción y
se adivina un leve temblor en su voz. De pronto, todas las luces del
lugar parecen reflejarse en sus ojos.
—¿Sabés
lo que eso significa, Jorge?, ¿te das cuenta?... ¡Treinta años
encontrándonos en este bar todos los jueves por la tarde! ¡Toda una
vida! ¡Amigos desde siempre! ¡Y no vamos a poder vernos más porque
no puedo decirle que no a ese tipo! —Parece que está a punto de
llorar, aunque logra componerse y se anima un poco.
Luego
de servir los cafés, el mozo, bien por curiosidad o por no tener
nada mejor que hacer, observa la escena desde la barra mientras seca
unas copas.
—¿Te
acordás, Jorge, de aquella vez que nos trajeron la cuenta y nos
encontramos con que los dos nos habíamos olvidado la guita?... —pregunta, casi sonriente, antes de llevarse la tacita a la boca—.
¡Menos mal que nos conocían y que pude pasar a pagar al día
siguiente!
»¿Y
cuando entró la rubia?... ¡Ésa que se sentó al lado tuyo y que
quería levantarte! No había manera de que se fuera. «La conocemos,
está algo tocada», nos dijo después el mozo. ¡¿Cómo no iba a
estar un poco loca si era a vos al que trataba de enganchar?!
Suelta
la taza vacía y su rostro se ensombrece, como si de repente, la luz
lo estuviera esquivando; sus facciones se transfiguran como si
hubiese envejecido varios años en unos momentos. Sus ojos se vuelven
grandes y redondos, y una lágrima consigue desprenderse y rueda por
su mejilla. Da la sensación de que se libra una rara pelea en su
interior y que, en cierto modo, se ha partido en dos. Dos
pensamientos enfrentados combaten a muerte en su mente; pensamientos
que, sobre un asunto trascendental y oscuro, representan posiciones
irreconciliables y antagónicas.
Su
crisis no comenzó aquí: lleva varios días de agonía y lo ocultó
a todos, pero especialmente a sí mismo. Al fin, logró convencerse
de que no vendrá más al bar porque está obligado a tomar un
trabajo; un trabajo en el fin del mundo.
Ahora
que esa coraza se resquebraja, la verdad empieza a filtrarse por sus
rajaduras y el dolor que siente le resulta intolerable. Esa máscara
opaca que se puso para protegerse se disuelve, y aquél al que tanto
echa de menos está ausente ante sus ojos.
Al
final, no soporta más el desenlace de esa lucha tan desigual y,
después de levantarse dando un salto, mientras prorrumpe en
lamentos, se arroja sobre la puerta, la abre de un golpe y escapa a
la calle. A los pocos segundos, ya no podemos verlo por la ventana:
se ha desvanecido, engullido por el torrente.
El
mozo se acerca a la mesa para levantar las cosas; está muy
conmovido. Esta es su profesión desde hace muchos años, pero los
brazos le tiemblan como si fuese un novato. Por eso el café que ya
está frío, ése que llena la taza que quedó intacta, se derrama
inevitablemente sobre su bandeja.
Juan Carlos Petino |
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