Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
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Ni
siquiera en aquel vívido obsequio del subconsciente, Ezequiel podía
creer que se encontrara durante más de cinco segundos frente a
aquella majestuosa mujer a quien tantos años había dedicado su indisimulada
atención, aquella proclamada protagonista de todas y cada una de sus
despiertas y húmedas fantasías, por la que era capaz de vender su
alma al diablo; ¿acaso ya había firmado el contrato?... Sin previo
aviso, sus labios se entrelazaron jadeantes entre sí, y la lengua,
revoloteando en su interior, le despertó la libido como nunca
antes... Sus compañeros de oficina transitaban por los
corredores de sus cubículos, mientras ellos entrelazaban los cuerpos
en un revuelco frenético que terminó por arrojar la computadora,
una montaña de papelerío y todos los elementos de escritorio al
suelo, tal como si se tratara de un acontecimiento digno de
interrumpir toda rutina laboral; hasta que de repente, ella se detuvo
un instante para recobrar el aliento, elevó aquel torso provocativo por encima de
su presencia recostada incómodamente, desabrochó botón a botón su
escotada camisa blanca, y a punto estaba de quitarse el sostén
cuando...
«Anuncio
en cuatro… tres… dos… uno…»
—No,
no, no, ¡por favor, no!… —imploraba el muchacho, desesperado.
«Volví
para arreglar las cosas de una vez por todas, volví para quedarme y
poner todo en su lugar», relataba con voz decidida aquel candidato
político, acompañando a la imagen de un hombre de prominente
obesidad, profunda calvicie y ataviado con un elegante atuendo hecho
a medida, que caminaba rodeado de personas que no dejaban de sonreírle,
aplaudirle y compartirle palabras entusiastas, aunque vedadas por su
propia oratoria: «Por un mejor salario laboral y una calidad de vida
digna para todos y todas, este veintidós de noviembre acompáñanos
con tu voto. Ricardo López Mesa, candidato a senador por la
provincia de Santa Cruz, lista 680, el Frente Amplio de todos.»
Abrió
los ojos en la oscuridad de su habitación, contempló las 03:44 del
radio-reloj y dejó escapar su frustración junto a un prolongado
suspiro por la interrupción del sueño más hermoso que jamás había
tenido, sólo por el fastidio de haberse olvidado de abonar
el impuesto de «Publinor» —la empresa responsable de la
publicidad neuronal—, y en el peor momento posible: el inicio del
inminente bombardeo propagandístico de la campaña electoral.
Cuanto
más tiempo dejaba pasar la satisfacción del impuesto, más espacios
publicitarios interrumpían sus pensamientos, sus recuerdos e incluso cualquier lapso de imaginación y razonamiento, así como tanto más se
iban alargando en penalización los segundos de inevitable espera
para recién poder acceder a la opción de saltar el anuncio.
Resultaba sencillo diferenciar a los que mantenían sus pagos al día
de los que se encontraban en mora, pues estos últimos indicaban a
sus contrapartes con un ademán de la mano que pausaran un momento
sus pláticas hasta poder librarse a sí mismos de la publicidad
emitida en el pensamiento.
Recordaba
que «Grinadol,
el analgésico número uno que elimina toda molestia a la primera
toma» se proyectaba en su mente mientras intentaba acordarse de los
datos específicos que su jefe le había ordenado recabar, y su
concierto de improperios para con su incompetencia quedaba en segundo
plano ante aquel pegajoso, infantil y tan detestable villancico de
«Rinde más», un jabón líquido y lavavajillas que prometía
limpiar montañas de platos sucios con menos de la mitad de la gota
absorbida en una esponja, que al apretarse, desprendía tal cantidad
de espuma que se perdía de vista la mano que la sostenía.
Sólo
en tres ocasiones había logrado mantener su cabeza completamente en
blanco, de forma inconsciente, cortesía de una profunda desazón
existencial: el día en que lo despidieron del trabajo, la ruptura, a
la semana siguiente, de una relación amorosa que sostuvo cual
tambaleante castillo de naipes por más de diez años y, por si fuera
poco, el inesperado fallecimiento de sus padres, producto de un
accidente automovilístico que terminó por amoldar los cimientos de
una inevitable crisis nerviosa.
Las
dificultades financieras no quedaron al margen, y su inevitable
desgana por la vida misma lo postró en el lecho cual paciente
terminal, con una higiene personal brillando por su ausencia, una
barba oscura y descuidada que abarcaba gran parte de su rostro, unos
ojos inyectados en sangre y ahogados en prominentes bolsas hinchadas
que reposaban sobre penumbrosos cráteres, y unos labios partidos y
resecos que no dejaban de balbucear de manera autómata todos y cada
uno de aquellos diálogos y tonadas, aprendidos ya de memoria ante las maratones publicitarias ininterrumpidas. Había alcanzado ya
tal grado de mora que se disparaba indiscriminadamente el
arsenal de anuncios comerciales a toda hora; ya ni siquiera se
molestaba en incorporarse para ir al baño a hacer sus necesidades, o
bien tratar de rescatar algo que hubiera logrado sobrevivir de la
nevera plagada de víveres echados a perder.
Hasta
que un día, su desaliñado cuerpo pareció tomar la decisión de
levantarse por cuenta propia, y caminar con pasos arrastrados y
temblorosos hacia su balcón con vistas a los edificios enfrentados
desde aquella séptima planta. Su boca no dejaba de repetir el
diálogo de aquel limpiador en aerosol que, gracias a su gran poder
de desinfección, eliminaba el 99,99% de gérmenes y bacterias del
hogar; hasta que el silencio absoluto se hizo tanto en sus gastadas
cuerdas vocales como en su propia consciencia. Y ya no hubo más
obstrucción alguna de todo pensamiento, como tampoco ningún
pensamiento en sí, ni siquiera latido alguno en su pecho, únicamente
un charco rojo expandiéndose de su figura sobre el asfalto..., aunque
aquella invención de su propia creatividad mental no sólo no llegó
a materializarse por los indiscriminados obstáculos comerciales que se sucedían uno tras otro, sino por el hecho de haberse activado de
forma automática e inevitable la «alarma de pensamiento suicida»,
que dio anuncio a la policía, permitiendo así que irrumpieran en su
departamento y le aprehendieran con tal de evitar una tragedia.
—¿Puede
decirme su nombre?... —le preguntó, condescendiente, el paramédico
mientras le tomaba la presión, aún tratando de mantener la
respiración ante su pestilente presencia; pero Ezequiel no dejaba de
balbucear incoherencias por respuesta—. ¿Sabe en qué fecha nos
encontramos?
—Viernes
trece… «Black Friday»… con descuentos… de hasta el treinta…
cuarenta y cincuenta por ciento… en marcas seleccionadas…
—respondió con la mirada perdida, la sonrisa desencajada y una
ronca carcajada.
* Nació en Rosario (Argentina). Es estudiante de música, producción musical e idiomas, pero sobre todo, se define como un soñador apasionado del arte en general. Comenzó su incursión en el camino de la escritura autodidacta hace ya doce años con su primera obra, que, como buen perfeccionista, tiene previsto acabar para finales de este año. Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato.
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