“Plano secundario” se mueve con la suavidad del felino en el
sigilo de la caza.
UROG
Foto: Vladimir Iglesias Geraldo, La serenidad del San Agustín |
Era un buen cuadro. Había logrado unas palmas que parecían de verdad. Se despeinaban al viento con arrogancia contra el fondo amarillento de la colina abrasada por el sol. Hacia la izquierda había puesto un lago con árboles que dominaban la orilla, y en el agua había pintado algo como deseos, todo en suave mezcla de gris y verde pálido, todo, salvo el cielo. Para el cielo había escogido un azul no demasiado intenso salpicado de inofensivas nubes blanquecinas.
Al centro puso unas malezas semioscuras con algún violeta o carmelita escogido al azar que podía muy bien pasar por flores, o por aves, o por cualquier remota fantasía de un plano secundario.
Porque eso eran, en definitiva, las malezas. Un relleno acaso. Una idea de última hora. Un amasijo de formas y colores apretujados dentro del conjunto del cuadro. Las puso allí para llenar el espacio, y ahora se quedó mirándolas, ayudándose a tomar la decisión de quitarlas o dejarlas. Estaba cansado. Los ojos le pedían un respiro. Y las manos..., las manos no decían nada. Apretaban nerviosas el pincel prontas a abalanzarse sobre la tela, a borrar de un solo golpe los violetas y los pardos, los semioscuros y los carmelitas del centro.
Estuvo a punto de dar la orden a las manos, pero el cerebro se bloqueó por algún ruido exterior. Fue un gato negro que, por haber dormido demasiado, descubrió tarde a su presa. O fue un gallo que despertó antes de la hora. O quizá fue un tren que llegaba cansado a su estación y lo anunciaba al mundo con vergüenza. O fue el sueño, y no cualquier otra cosa.
Durmió con la calma
de quien guarda las dudas para más adelante. Y no tuvo visiones, ni tormentos,
ni revelaciones de mezclas exquisitas y exactas. Durmió como el simple hombre
que era, pero, aun dormido, mantuvo las manos cerradas y prontas.
Despertó sereno
y alegre. Terminó el desayuno y se encerró en el estudio. No le parecieron tan
fuera de lugar las malezas del centro. Algo oscuras, quizá. Era posible mejorar
los contrastes sobre los tonos violeta, o aclarar las sombras de los bordes,
pero en general le gustó así. El cuadro estaba terminado. Podía mostrarlo, oír
las opiniones de los entendidos. Recordó los compromisos, los contratos, las
deudas, las pequeñas cosas que preocupan a los hombres. Y sonrió.
—Es un buen
cuadro —dijo el primer crítico—. Las palmas te quedaron muy bien. Están vivas,
hasta parece que ríen. Pero esos arbustos del centro...
El crítico tenía
que hacer su trabajo. Lo oyó hablar durante una hora y convinieron ciertos
arreglos.
El segundo
crítico se alejó para ver mejor. Entornó los ojos y se cruzó de brazos.
—El azul está
muy bien. Poca gente puede pintar un cielo así, con esas nubes tan bien
pensadas.
El crítico se
acercó. Hizo un gesto negativo y cruzó los brazos otra vez.
—Los yerbajos
del centro. No. Eso tienes que mirarlo bien. Están fuera de lugar. Revisa eso,
revísalo.
Era una opinión
sólida. A una persona así había que oírla sin chistar. Se pusieron de acuerdo
en aquel punto y el crítico se fue satisfecho.
El tercer
crítico vino de noche. Haló una silla y se sentó frente al cuadro.
—Una belleza,
con esos árboles y ese lago tan perfecto. Imagino la cara de los que no
confiaron en ti. —Y le estrechó la mano.
Ya se iba, pero
se detuvo en la puerta y volvió sobre sus pasos.
—Espera. Hay
algo aquí. Esos bultos del centro, eso no parece tu trabajo. Todo lo demás está
muy bien, pero esos bultos oscuros, tan inmóviles y ajenos... Falta algo ahí.
Se pusieron de
acuerdo también. Unos pequeños cambios. Un mejor arreglo de los colores. Eso se
podía hacer. Había tiempo.
Quedó solo. Dio
vueltas en la mano al pincel y caminó alrededor del caballete, como hacía
siempre, con alguna idea girando en el pozo de la imaginación. Pero no se
atrapa una idea tan fácilmente. No se da vueltas y vueltas y se encuentra una
idea vagando por ahí. Las ideas son seres extraños, viven en madrigueras
profundas, y no se llega a ellas por más vueltas que se dé.
Se detuvo
delante del cuadro. El cielo de un azul no tan intenso, difícil de lograr para
los principiantes, parecía dormir con la caricia de las nubes. Los árboles mecían
las copas. Sólo el centro aparecía sin vida, con aquella coloración extraña que
recordaba el silencio y el dolor, como si el pincel hubiera reunido allí toda
la vasta desnudez del mundo.
Estuvo dando vueltas toda la noche. Pudo muy bien irse a dormir, o borrar de un golpe los malditos tonos violeta, los arbustos, los yerbajos, los bultos negros. Pero no hizo ni una cosa ni la otra. Se mantuvo a solas con el cuadro, con la parte de él que lo reclamaba, con su propia soledad. Esperaba una idea, una decisión final, un aullido, un temblor de las hojas, y olvidó los compromisos, los acuerdos, las deudas con el mundo. No pudo olvidar las otras deudas, las que se contraen de por vida cuando se nace, cuando se es, o se ama, o se siente. Se vio a sí mismo en los tonos violeta, su propia vida, su propia muerte, y se fue despojando de todo, de las cadenas, de los arreglos, de las defensas, de los qué bien, de los me gusta, y de los otros, de los qué mal, de los no es tuyo.
Se acercó al cuadro, palpó los bultos negros, los yerbajos, los no me gusta,
los secundarios, y a su contacto se fundió con ellos. Se volvió violeta, rojo,
negro, todos los colores, todas las formas, todos los caprichos, y fue palma,
cielo, árbol, y fue la brisa que sopló en los arbustos secos y les dio color y
vida.
Cuando los
hombres llegaron, sólo encontraron la ropa. Ninguna nota. Ninguna explicación.
Ninguna señal.
—Me gusta este
cuadro —dijo el primer crítico—. Tiene unas palmas que nadie había logrado
antes. Y esas formas del centro le han quedado muy bien.
—Sobre todo,
eso. No sé cómo lo hizo, pero dan la impresión de estar vivos esos arbustos
redondeados y soberbios —dijo el segundo.
—Estoy de
acuerdo —dijo el tercero—. Lo que no me explico es cómo pudo lograr esa
combinación perfecta de violeta y rojo. Un color de piel y sangre, diría yo.
Pero eso no era importante. El cuadro estaba terminado. Y era un gran cuadro. En eso todos estuvieron de acuerdo. Y el gato durmió lo que debía, y el gallo despertó a la hora señalada. Y el tren llegó cansado a su estación, pero no sintió vergüenza de anunciarlo.
Hermoso y muy bien escrito!!!
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias de parte de Emerio, José Aristóbulo!!!
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