Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Anthony Middleton, Descanso en Plaza de Mulas, Aconcagua |
—¡Ya voy, Nina! ¡Ya voy!
Sé que mamá no quiere que salgamos sin avisar, pero desde acá no la veo, y Nina ya salió y chau: nos fuimos.
Es temprano para correr, y eso que no estoy pensando en el asma. De pronto, no sé cómo, desaparece. Giro, me doy la vuelta para volver a mirar la casa y después giro de nuevo hacia el campo.
El frío me llena la garganta:
—¡Ninaaaa!
—Shh...
Está acá, la sucia, tirada en el pasto.
—¿Qué hacés?
—Miro los panaderos.
Cuando me acuesto al lado veo montones de panaderos, como un pequeño bosque a nuestro alrededor. Es cierto que desde acá se ven mucho más grandes esas especies de varitas con cabeza blanca llena de estrellas.
—Soplá —me dice.
—¿Ahora?
—Cuento uno, dos, tres, y soplamos.
Empiezo a sentir agua, que me moja el culo del pantalón.
—Nina...
—Dale, Robi. Uno, dos y...
Soplo. No sé por qué, me piden que vuelva a soplar y vuelvo a hacerlo.
—Nada —dice el oficial.
Me entablillan los brazos y me cargan en algo que evidentemente tiene una rueda libre. Alguien detrás levanta el suelo.
—¿Me voy a morir?
—No —responde la enfermera, a la que no veo porque me está cargando—. La sacó barata.
—Pero no siento las piernas.
—Y aun así...
Inhalo. Exhalo. Noto la diferencia.
—Soy asmático.
—¿En serio?
—Sí.
—Entonces no hable hasta que lleguemos.
Pero no puedo evitarlo. No me quiero dormir, por las dudas.
—¿Cómo quedó el otro?
—Mejor que usted.
—No sabe cómo corría yo. No ahora, en mis tiempos.
—¿Cuáles tiempos?
—No sé, ¿los setenta? Yo creo que esos fueron mis tiempos: la bambula, el pelo libre, el rock
progresivo...
—No intente hablar.
—No me diga que... Usted no sabe nada.
—¿Roberto?
—¿Qué?
—¿Roberto? No me escucha.
—Sí, sí te escucho.
Pero si bien tengo razón, porque la escucho, mi cuerpo no me ayuda a transmitirlo. Tengo los ojos abiertos, aunque no siento los brazos y los labios no me cierran. Un silbido ineludible penetra por la nuca.
—No responde —dice la enfermera.
—Una descarga.
—No, doctor, ya no llego.
Y, una vez más, ella no miente.
Nina dice:
—¿No parece que estuviera nevando?
—¿Por el frío?
—Por los copos blancos, del panadero.
—Pero duran un segundo.
—Sí, ¿no es como si nevara?
—Yo nunca vi nevar.
Pero le acabo de mentir a Nina, porque estoy viendo nevar en este mismo momento, en la entrada a Plaza de Mulas. La saturación me dio un poco baja, pero el médico no me prohibió seguir
subiendo, y ya tengo cincuenta. ¿Cuántas veces más voy a poder subir al pico más alto de América?
Me preparé para esto. Las corridas madrugadoras, el Champaquí, el Fitz Roy. Me preparé este licuado del infierno para arrancar todos los días y también me preparé para esto: la nieve sobre los párpados, los labios azules, las piernas que se clavan demasiado profundo en el segundo tramo del muro sur.
—Vamos, Roberto —me dice Ale, el guía, alpinista inclaudicable y héroe.
—Vayan —le digo—. Sigan.
—No te vamos a dejar.
—Los espero. Los voy a estar esperando acá cuando vuelvan.
En esto no miento. Sé que así será, que los esperaré para siempre, porque como dice Estela, mi mujer, yo planeo hasta mis recuerdos.
Ahora alzo la vista y oigo un crujido al querer mover la bota cubierta de nieve. Busco mi piolet, que clavé al lado, pero ya no está, o no lo veo, se tapó, y mi mano se pierde también cuando el guante termina de absorber el aguanieve y exhalo por última vez...
—¡Robi! ¡Nina! —la voz de mamá.
—Acá —grito.
—Shh...
Nina me pega en el hombro.
—¿Dónde están? ¡Ya está listo el desayuno! Se les va a enfriar.
Escucho la última palabra de mamá y me parece oler las tostadas con manteca y el chocolate que humea desde la olla; me levanto. Nina tarda en seguirme, pero al fin también se levanta. Y viene.
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