Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
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El chorro del agua es gris. Yoalli, habituada a él, aprovecha para
llenar una olla para hacer la sopa. Al ver correr el líquido, siente un
retortijón, ¡ungh!, o quizá un desgarro seguido de otra punzada, ahora
sensible el pecho. La chica se dobla por la sensación de apachurro de unas
manos enormes e invisibles. Se abraza el estómago que arde, donde aún queda la
marca de los moretones causados por las piedras y los arañazos de las ramas.
Alza su blusa y ve manchas: unas negras, otras verdes y las menos, amarillas.
Pero más abajo, donde aquella rama la debió de haber golpeado, se
resiste a sanar. Fluye el agua hasta que la pileta del lavadero se llena, ¡plick,
plock!, aunque en el fondo se ven residuos de tierra y mugre.
Yoalli tarda el doble en
lavar, mientras aprieta las rodillas y avanza paso a paso para que no se le
escape la maldad: las piernas cerradas, pero abierta por dentro; la quemazón de
su vientre y el fuego que le corre hasta las sienes; pica bajo sus senos, como
si dentro de la piel centenares de piedrecillas sueltas se desmoronaran por
aquí y por allá y estuvieran desesperadas por escapar de sus poros.
Dentro de la casa, la chica
busca una silla para volver a sus labores y poder cubrir la gotera del techo.
Se para de puntas en la madera y extiende sus brazos hasta que los dedos
alcanzan la lámina de asbesto que, a su arrastre, ¡rushh, rushh!, deja
caer una polvareda de sedimentos grises, iguales al agua del grifo, y ahora son
los brazos de Yoalli los que hormiguean por la irritación, como si el cuerpo
entero necesitara huir. Yoalli corre al lavadero y con el sobrante del agua,
casi negra y aún jabonosa, se enjuaga hasta los hombros. La premura de sus
pasos le hace ver que en el suelo ha dejado un caminito de sangre, y piensa que
la herida de su cuerpo no va a sanar, y morirá tan lentamente que la sensación
de desgarro no parará hasta que haya salido la última gota y de su ser no quede
más que una carcasa vacía.
Nunca pensó que tan joven, once años apenas, se volvería una más de
esas fotos del periódico que su madre no quiere que mire en el kiosco del
pueblo. Maldita rama, maldito fulano, maldito pueblo. Solloza.
Cuando su madre llega, ve a Yoalli sentada en el suelo, con el
esfuerzo en su rostro de apretarse con ambas manos hasta las rodillas,
avergonzada por la incapacidad de esconder la mancha entre sus piernas. Repite
para sus adentros “la muerte”, “la muerte”, una metamorfosis incompleta.
Su madre le toma las manos y el flujo negro, brillante y salvaje,
se apropia del suelo como lava ardiente. Le acaricia el cabello, busca en su
bolsa una manzana que limpia en su blusa y se la entrega en silencio.
Yoalli muerde la fruta, ¡much, munch! La sangre sale, pero
el ardor merma, el pecho late y las punzadas se detienen. El flujo carmesí de
su ahora adolescencia corre hasta la tierra cercana, donde al contacto, las
ramas secas se vuelven colmados brazos de suaves hojas y la terracería se
transforma en campo fértil de primavera que florece.
Las piernas sueltas, libres, y la sangre que de momento se detiene
para cambiar su mundo, le hacen ver a Yoalli que está más viva que nunca.
Carmen Macedo Odilón |
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