Segundo Premio del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Maribel Verdú en Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón |
Cada hombre, como cada trago, tiene su nota especial. De todo existe bajo
este cielo: están los que hacen que el cuerpo se suma en un sueño profundo del
cual pareces no poder despertar nunca, algunos tan duros que sientes no poder
más, aquellos que con una sola vez es suficiente para perder la cabeza, y otros
con los que se necesita de varias rondas para agarrar mal camino. No soy una
experta, pero sí sé reconocer un buen trago cuando lo tengo enfrente. Mi
técnica ha consistido en dejar reposar unos segundos la bebida entre mi lengua
y mi paladar, guardando el recuerdo para futuras catas.
Una noche, me acompañaban
dos vinos, un Merlot y un Cabernet Sauvignon. Ya ebria, después de medio
Sauvignon, guardé el Merlot en el refrigerador, porque, en alguna parte de mi
cabeza, estaba la idea de que podría con ambas antes de quedarme dormida en
medio de mis libros. Dos días después, descubrí lo que mi otra yo había hecho.
La botella estaba vestida de novia y se le había salido el corcho.
Irónicamente, no se botó manchando las paredes de plata a rojo. La saqué con
cuidado, cuidado que no era necesario ya que no había forma de que se
derramase, lo dejé descongelando hasta la mañana siguiente y lo volví a guardar
en la nevera.
Un mes después, fui a un partido de la universidad. Me tomé dos cervezas que me supieron a gloria; claro,
después de tanto tiempo hasta un Cocuy hubiese sido así de delicioso. Sin
embargo, la fichita que indicaban mis treinta días de sobriedad, y que me había
ganado esa misma mañana, me empezó a pesar en el bolsillo, sólo por eso no pedí
un tercer tarro. Salí muy feliz, a pesar de lo que rezó el marcador al final
del juego. Al salir del estadio, me pareció una excelente idea seguirle el juego
a mi acompañante de esa noche, así que terminamos revolcándonos en el coche. Él
no había tomado más que agua, como buen mexicano sufría de gastritis una vez a
la cuaresma; sin embargo, sus gemidos sonaban tan delirantes como los
míos.
Se hacía tarde y, como no me
gusta tener reputación de ser la que no deja acabar, bajé mi cabeza hasta donde
ya mis ojos no encontraran los suyos para darle al partido el final feliz que
se merecía. Me imaginé un gran helado sabor clericot. Las texturas de las
fresas, moras y frambuesas guiaban los caminos que debía recorrer mi lengua, como
el hilo de Ariadna. Poco a poco iba rebosando, casi sin querer, la espuma que
lo endulzaba. Y así, cuando más fuerte gritaba, sentí que algo salía disparado
a mi lengua. Lo mantuve allí unos segundos, como de costumbre; las mañas que
uno se inventa para trabajar la memoria sensorial. No obstante, sentí un
sobresalto prematuro. Abrí los ojos de golpe y no estábamos ya en medio de la
oscuridad, había una luz amarilla rodeándonos. Aún había personas en el
estacionamiento recogiendo sus coches para ir a casa. Tres de los jugadores,
con sus uniformes aún puestos, habían abierto las puertas para subirse al auto
y las luces se encendieron automáticamente. Nos reímos un rato, en coro con
nuestros indeseados invitados de afuera, fue una buena manera de acabar la
noche.
Rumbo a casa, me quedé
pensando en el inconveniente que no me había dejado grabar aquel sabor en mi
mente. Abrí la puerta de mi departamento, bien podría haber vivido en mi coche,
a veces parecía más grande que aquellas cuatro paredes ejecutivas. Abrí la
nevera, muerta de hambre y allí estaba el Merlot. “Peor es nada”, pensé. Lo
serví en el único vaso que no estaba roto y tomé un sorbo, sabía mucho más
tenue que cualquiera de sus semejantes.
Se dilataron mis pupilas,
¡allí estaba! Pudo haber sido la mezcla entre lo blanco y lo rojo, pero yo ya
no estaba entre mis cuatro paredes. Pude oler las hojas de parra quemándose en
la orgiástica hoguera, escuché la lira de Baco que se reía en mi oído izquierdo
con picardía. El vino estaba viscoso, sus partes se habían separado, sentí los
pies mexicanos aplastando las uvas, las partículas de la tierra en sus uñas se
atascaban en mi garganta, mi saliva se deslizaba por mis labios mientras ellos
luchaban por no dejarla escapar... Y así, como en un túnel púrpura, mi lengua se
pegó a mi paladar, trascendiendo y regresando al sobresalto de la luz amarilla.
Waleska Barroeta |
Muy bueno!! Me encantó. Felicitaciones a la talentosa autora
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias, Mariano, se las transmitiremos de tu parte!!!
Eliminar¡Gracias!
Eliminar"Una mezcla entre lo blanco y lo rojo". "Unos pies mexicanos aplastando las uvas"... Y una lira de Baco. Por esos y por otras cosillas es el relato que hasta ahora más me ha gustado. Un abrazo, Jordi y saludos a la autora. Por su apellido me la imaginé vasca, pero es vecina mía.
EliminarInteresante, la verdad. Podría decir que es sexista, pero afortunadamente soy de la vieja escuela y no estoy por estas cosas. Eso sí, me queda la curiosidad de cómo se define la propia autora en cuanto a paladar, acidez, mineralidad... ¿Qué vino serías tú?
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