Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Foto: Portada del Calendario Marvel Comics 2018 |
“Capa y antifaz”... anotaba con lápiz
número 2 en su pequeño cuaderno tipo carta. “¿Qué más?”, pensaba el niño
mientras hojeaba por millonésima vez la desvencijada historieta. Una noche,
como tantas, se echó a dormir anhelando ser un superhéroe; quizás no tanto para
defender al necesitado, quizás más, para sentirse diferente y aclamado.
En la escuela trató de
no hacer amistades, sabiendo que debía ir creando, desde el vamos, una
identidad enigmática, fuerte y solitaria; porque los vaivenes emocionales que
acarrean las relaciones humanas sólo son lujo del indefenso, no de los
paladines. Sufrió bullying por diferente, pero cada burla o prepotencia la
soportó con hidalguía… suponiendo que templaba el carácter. Al igual que el
muchacho arácnido, él también tuvo que sobrellevar el pavoneo de los
fanfarrones, a sabiendas que el verdadero poder radicaba… sólo en él.
Letras tras letras
fueron llenando las hojas que captaban la ficción leída (hazañas, descripciones
y psicología de los superhombres), mezclándose caprichosamente con datos de su
propia existencia, como piezas de puzles distintos. Descubrió que, al igual que
Superman, él también poseía su kriptonita (el pimiento le causaba urticaria); o
como el grandote verde, también sentía latir en su debilucho cuerpo, dormido
(pero latente), un ser más primitivo y enérgico.
A sus doce años, los
caprichos oscuros del destino revelaron su futuro. Sucede, como en toda
profecía autocumplida, que la insistencia en un presagio termina por concretar
lo temido; así ocurrió con la muerte violenta de sus padres. Pero a la par de
la tragedia, vino a cumplirse la profecía: era necesario ese trauma para
catapultarlo a la lucha contra el mal, como ocurriera con el hombre murciélago
o el excéntrico ricachón volador de acero. Pero nada era exacto: sus padres no
fueron presas del hampa, sino víctimas de un trágico incendio que consumió su
vivienda; y él tampoco tenía la fortuna ni el carisma de aquellos huérfanos en
los cómics, que les permitía haraganear para dedicarse a festicholas, y al
combate del crimen… en sus tiempos libres.
La negativa de parientes
cercanos a cobijarlo hizo que deambulara por distintas casas adoptivas, para
ser devuelto, una y otra vez, por la miopía de los potenciales tutores, que no
alcanzaban a vislumbrar el diamante en bruto que tenían en sus manos. Sólo
recuerda a una de esas parejas, que ansiosos y preocupados, lo llevaron ante un
médico de la mente, que sin preámbulos lo diagnosticó erradamente como portador
de alexitimia, o sea, incapacidad de identificar las emociones propias. ¿Cómo
podía serlo? Si él hasta había adoptado al mastín de la casa vecina, que en un
acto bestial atacó a sus dueños, enviándolos a un hospital. Si era capaz de
sentir afinidad por ese animal (al que todos querían sacrificar),
verdaderamente estaba a la par de cualquiera que apreciara a una mascota. O ¿acaso
no era lo que hacían los Hombres X, rescatando a mutantes problemáticos de la
sociedad para darles refugio y reeducarlos?
Como todo adolescente sin adultos como modelos
positivos, buscó en las pandillas un sentimiento de pertenencia y lealtad.
Encontró cabida entre los que, como él, deseaban aventuras, enfrentar riesgos,
dominar miedos, hacerse respetar, sentirse útil… en un grupo con sentido de
justicia y código propio… tal como la Liga de la Justicia o Los 4 fantásticos. Claro
que, a diferencia de estos últimos, donde los objetivos son altruistas, en los
círculos en los que formó parte, la droga o el delito eran la moneda de cambio.
Pero… ¿acaso los superhéroes no violan normas sociales y causan destrozos
colaterales cuando salen a escena?
En esta oscura etapa,
el joven se hizo con dudosos compañeros de andanzas, aprendiendo controvertidos
métodos para sobrevivir: intimidación, anulación de la piedad y exacerbación
del individualismo.
Los años pasaron, y el
joven (hecho hombre) se hizo un lugar respetable en el bajo mundo. Regenteaba algún
que otro prostíbulo, administraba un par de casinos clandestinos y financiaba
oportunos atracos a entidades bancarias o carros de caudales. Cierto que se
alejó de la puritana vida de quienes admiraba desde chico, pero sabía que su
oportunidad estaba a tiro de piedra: de pasar de bandido a héroe, como
ocurriera con los integrantes de Guardianes de la galaxia o del Escuadrón
suicida.
Con dinero suficiente
en los bolsillos, pícara sonrisa y personalidad esculpida al margen de la ley,
salió a buscar a la joven bella e inocente que siempre el héroe salva en la
última página. Aquí se topó con el primer escollo en sus sueños: las
inmaculadas no le atraían, sólo le tentaban las parecidas a Gatúbela. Eso no lo
amedrentó, porque ya se sabe, todo superhéroe es imán de mujeres; pero nunca se
queda con ellas, porque significaría el fin de su leitmotiv, volverse uno más, y la defunción de la leyenda.
No obstante, algo
seguía sin cuadrar. Más de una lo denunció por maltrato de género, acoso sexual
o violencia psicológica. Si bien esquivó un par de pleitos por lo engorroso que
resultaba probar esos casos, al final fue instado judicialmente a que se
practicara un examen psicológico. El resultado lo dejó absorto: había sido
encasillado como psicópata, con marcado comportamiento antisocial, reducida
empatía y carencia de remordimientos.
A días de que se lo
citara a juicio, tomó en sus manos la colección de historietas acumulada durante
años. Las volvió a hojear… y descubrió que en realidad el diagnóstico no estaba
tan errado: si al final, a él siempre le habían apasionado personajes como el
Duende Verde, el Guasón, el Mandarín o Lex Luthor, que oficiaban de álter ego
del ídolo.
Con tranquilidad,
aceptó dimitir en su intención de ser superhéroe, y con orgullo aceptó su lugar
como villano; y hasta le encontró explicación al por qué a los doce años le
había prendido fuego a su casa.
Guillermo H. Pegoraro |
* Nació en 1966 en Córdoba (Argentina). Es licenciado en Comunicación Social y en Psicología, especializado en violencia familiar, y escritor de novelas y cuentos. Coautor, junto con Mariano Gutiérrez, de Te perdono (2016) y Talón de Aquiles: Relatos de corazones fatigados (2017). Ha publicado los libros de relatos Delirios de un psicólogo: Cuentos y relatos de una mente en terapia (2017), Sin códigos (2017), Cápsula del tiempo: Cuentos y relatos del siglo XX (2018), Zapatitos de cristal y otros cuentos psicológicos (2018), y la novela La leyenda de Christ (2018). Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.
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