Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Caía
la noche. Arañaba paulatinamente los últimos reductos de claridad. Los
pasillos, tan concurridos en el turno matutino, languidecían al aproximarse el
crepúsculo. Tras la robusta puerta, accedió un sanitario para administrar la
medicación por vía intravenosa. Ni siquiera dio las buenas noches. Nunca serían
tal.
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Empujé con mi espalda aquel compacto
sillón. Precisé de tres intentos para extender su mecanismo, denostado por el
óxido. Una tumba ha de ser más confortable; sin lugar a dudas. Al disponer mi
cuerpo en decúbito supino, y gracias al débil hilo de luz que penetraba por
el quicio de la puerta, se volvió a cruzar en mi panorámica: el gotero.
Él y yo. La montaña rusa de la vida
nos había traído hasta allí. Aquel hombre de hierro que yacía a mi lado portaba
las cicatrices de su historia. Aquella bolsa suspendida sobre mi cabeza, y
sobre la suya, mantenía el alma en vilo. Probablemente eran las últimas gotas
que le quedaban.
Caían lentamente. En ellas, veía una lluvia de recuerdos. De los recuerdos dulces que nos había deparado un tiempo pretérito. De evocar noches de verano mirando el cielo estrellado, trazando constelaciones con la punta de los dedos. Parecíamos eternos, y ahora me doy cuenta de nuestra insignificancia.
Han transcurrido treinta minutos. Tú
duermes desde hace días y, sin embargo, yo sigo en vela. Se me figuran décadas
las que he estado aquí, escudriñando gotas. Gotas de sudor que fluyen por tu
frente. Son tantas que desbordarían un río. Postrado por tu enfermedad y aún
luchando. Trabajando ayer por los tuyos desde la más tierna infancia; desgastándote
hoy por vivir.
Las gotas están desapareciendo: se
desvanecen, alcanzando la invisibilidad. Se consumen desde su plastificada
jaula para recorrer tu cuerpo y perderse en tu interior. Dudo si son capaces de
brindar alivio a tanto sufrimiento. Cada mañana, el de la bata inmaculada así
lo asegura con aires de soberbia. Día tras día, reitera su grandeza. La de su
praxis, no la de las gotas. Si pudiera, con mis dientes desgarraría el gotero
para darle un baño de humildad.
Guiñando los ojos acierto a leer,
con permiso de mis dioptrías, la hora que reza el reloj: las cuatro de
la mañana. El leve abrazo de Morfeo debió durar minutos. Segundos, mejor dicho,
porque el ruido de la puerta y los pasos fantasmagóricos del personal de enfermería
apenas han cesado. Yo no cuento ovejas, ¿para qué? Es mejor contar gotas, o más
bien indagar en ellas. Cristalinas, como si surgieran de un manantial, pero
adulteradas por los fármacos. Drogas que conceden la posibilidad de continuar
en este mundo o impulsan al abismo en paracaídas: flotando, pero absorbido por
la inexorable gravedad.
Las
implacables gotas resultan poderosas pese a su diminuta anatomía. Me retan en
tono desafiante: ¡Tú no decides cómo morir! ¿Acaso creías que todo esto era un
maldito sueño? ¡¿Eh, imbécil?! ¿Como el final de Los Serrano? ¡No
cuentes con ello! Ciertamente llevan razón, y hasta la voz cantante. Ellas
están más cerca del hombre que me dio la vida. Ellas son el último recurso: las
definitivas. Son superiores a mí, y cuando parecen acabadas, siguen cayendo.
Los tienen bien puestos.
La hospitalidad del querido enfermero, habida cuenta de mi entumecimiento, se hizo gala en forma de manta cuando habían transcurrido seis horas desde la
medianoche.
—Nunca es tarde, cabrón —mascullé. Celebré que no oyera mi protesta, dada la
complexión de armario empotrado que poseía.
Quise imaginar el sonido de las gotas al chocar en su
caída. Salpicarían como llovizna en los charcos: con delicadeza. No habría
lugar a la rendición, y el torrente de suero fluiría para inmiscuirse en las
venas de mi padre. Si la bolsa tocaba a su fin, llegaría otra. Y otra. Y
después, otra más. Y así hasta el infinito.
Pero
la dura realidad se resquebrajó como un seísmo, no existe el infinito para
los mortales. No hay gotas que detengan el curso de la vida.
Ahora
las que caían eran de dolor y arrepentimiento. De la angustiosa culpa del
silencio. De no haberle dicho nunca a mi padre lo maravilloso que fue. De haber
olvidado compartir la admiración que sentía por él. No sólo de pensamiento,
sino haberla convertido en palabras que resonaran en su corazón. Que no fueran
tan sigilosas como estas gotas al borde de enmudecer: las que llevan
anunciando, aunque yo no lo quiera escuchar, el final de sus días.
* Nació en 1983 en Murcia. Se considera una persona sencilla, que
disfruta enseñando en Educación Primaria. Desde siempre le ha interesado la
escritura, incluso más que la lectura. Admira con fervor a Arturo Pérez-Reverte,
pero también a cualquier persona capaz de hacer vibrar al lector. Para él, la
escritura es eterna, basta con trasmitir su belleza de generación en
generación. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.
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