lunes, 18 de febrero de 2019

Malditos recuerdos......Marina Valdenebro Cuadrado*

Finalista del III Concurso Litteratura de Relato

… en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío.
ERNESTO SABATO

Foto: Jorge UlloaspOnsOr
Siempre he sido un pesimista nato, o un realista bien informado, como gustaba llamarme Pablo, mi proveedor oficial de lienzos y pinceles varios. Realista o no, lo cierto es que creo firmemente que a esta vida hemos venido a morir, no a vivir. Vivir ahora es simplemente un eslogan, lo aprendí el primer día de colegio.
Aún recuerdo el silencio que reinaba en aquel coche verde militar que nos llevó a la iglesia de San Calixto. A mi lado, mi hermano callaba y se miraba los zapatos, como si estuviese calculando cuánto le iban a durar ese año. Yo, en cambio, contaba una y otra vez los lápices de colores que me había comprado expresamente la tarde anterior, convencido de que pronto podría canjearlos por un par de buenos bocadillos en el recreo y así, con suerte, hacer mis dos primeros amigos en la escuela primaria del barrio. Mi padre nos observaba tristemente desde el retrovisor. Aquel condenado silencio nos iba a dejar sordos a todos.
¿Cuánto falta? preguntó mi hermano, o al menos eso me pareció, porque apenas despegó los labios. Su voz nunca antes había sonado tan rota, ni lo volvería a hacer jamás. “Los Castel nunca lloran”, era el único requisito para ingresar en esta legión que teníamos por familia. Mi padre no tardó en recordárselo con una mirada helada por encima del hombro. Lo siento, amigo, ya has cubierto tu cupo de preguntas por hoy.
Pero ¿y yo? ¿Acaso creían que no me había dado cuenta de que hacía seis minutos que ya debería estar en el colegio? Yo también tenía mis preguntas y estaba dispuesto a reclamarlas en cuanto mi padre bajara la guardia. “Si estuviera aquí mamá, ya sabríamos hasta el color de las cortinas de esa casa de Dios a la que nos han dicho que vamos”, pensé. A mi madre siempre se le dio bien describir, y a mi dibujar lo que describía. Hacíamos buen equipo, hasta el carnicero lo reconocía. Tanto era así que utilizaba mis dibujos para envolver sus pedidos. Gracias a él, mi arte se extendió por todo el barrio. Fue mi primer marchante de obras, y el mejor que he tenido. Lástima que lo invitaran a esa casa dos semanas antes de que inaugurara mi primera exposición.
Sin embargo, allí estábamos. En esa birria de coche destartalado. Sin mi madre, sin dibujos y sin estofado. ¿Qué locura era esta?
Andaba yo calibrando si en realidad todo era parte de una fiesta sorpresa por mi ingreso en la primaria, cuando mi padre anunció: “Es aquí”. Yo miré a todos lados. No sé qué esperaba encontrarme, pero desde luego no a mi abuela llorando al otro lado de los cristales del coche. Y lo que era peor. No había color. Nada. Ni una gota. Fue entonces cuando intuí que algo no marchaba bien.  El color era y es lo que da sentido a mi vida, y el hecho de que lo más colorido de aquel panorama fueran mis calcetines y el verde de nuestro coche no era buena señal. No, no lo era en absoluto.
Como suele ocurrirme, sólo recuerdo lo peor de aquel día, y con frecuencia lo rescato del pasado cuando el presente se pone de lo más impertinente. Según el optimista de Pablo, ese recuerdo es lo único que me conecta con el resto de mis congéneres. Sigue soñando, Pablo. Si no fuera por tus caballetes de pino, hace años que hubieras puesto una orden de alejamiento contra mí. Nada me haría más desgraciado que parecerme a esta humanidad insolente y desagradecida que tú tienes por lo mejor que ha pisado esta tierra.
Y por eso maté a Mercedes Ventura. Y pasé a ser una de esas tantas noticias que siempre me han asqueado de la sección policial. Pero si la liquidé fue por impartir la justicia que el pueblo la humanidad, si lo prefieres, Pablo reclamaba. No digo que yo sea un héroe, ni mucho menos. Los héroes sobran. Pero tampoco soy un cobarde. Quienes piensan que la ejecuté por envidia, también pueden darse por muertos. No era precisamente envidia lo que ella despertaba en mí, antes al contrario, la adoraba. Y como yo, todo el barrio. Desprendía un encanto singular, a la par que inquietante, ante el que era prácticamente imposible mantenerse indiferente.
Así, nadie en su sano juicio hubiera creído que Mercedes era una más en este mundo horrible. Reconozco que hasta yo mismo sucumbí a su maligna sonrisa. Que le envié cartas de amor de esas que ya ni se leen ni se escriben, y que más de una vez soñé con besar esos labios envenenados y rozar esas manos prodigiosas que resucitaban hasta el lienzo más desvencijado.
Sí, Mercedes era una gran artista, pero al contrario que todos los grandes genios, no lo era por mérito propio. La muerte de mi madre y el día que me presentaron a Mercedes Ventura en la Academia de Bellas Artes son la parte de mi pasado que más me atormenta. Pero no quiero deshacerme de ninguno de esos dos recuerdos, aun cuando no puedan ser de lo más dispares. La extraordinaria voz de mi madre, capaz de transformar un vertedero en un castillo, y la mirada perversa de Mercedes en clases de Metodología Escultórica con el bueno de Don Leandro, una mirada que más se parecía a una comadreja escudriñando los huevos recién puestos en un gallinero que a la de una alumna aventajada.
         Ahora entiendo su afición por el metro. Prefería arrastrarse por esos túneles que regresar a casa caminando. Cada tarde que nos despedíamos en la boca del metro, la veía bajar los escalones de dos en dos, ansiosa, como si estuviera impaciente por descender a los infiernos de donde nunca debió salir. 


Marina Valdenebro Cuadrado
* Nació en Sevilla, estudió en la Universidad de Córdoba y actualmente trabaja en el Museo Arqueológico de Sevilla. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.

2 comentarios:

  1. PERDÍ EL HILO DE LA NARRACIÓN EN "aquella casa de dios, a la que nos han dicho que vamos... Tal vez podría aclararse como un detalle y aclarar al final del relato... Me parece un buen texto, bien escrito, salvo ese detalle.

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    1. ¡Hola, Seductores! "Esa casa de Dios, a la que nos han dicho que vamos..." se refiere a la iglesia de San Calixto, donde les espera la abuela llorando. Se supone que la madre del niño protagonista acaba de morir en su primer día de colegio, y él aún no lo sabe.
      Un abrazo

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