domingo, 28 de septiembre de 2014

Por unas aceitunas......David Cantos Alcalde

Foto: elblogdelescribano.blogspot.com
Lord Average fue ordenado caballero cuando su padre, su abuelo, sus tíos, sus hermanos mayores y los colegas del instituto le retaron a beberse de un trago la cerveza, a probar el coñac o el whisky por primera vez, a fumarse un puro en una boda o un cigarro cuando se saltaba las clases de contabilidad. Le ordenaron caballero cuando le empujaron a "atacar" a aquella tía en la discoteca, con un leve codazo en el antebrazo, cuando le dijeron "no seas llorica" al recibir un balonazo en el estómago en aquel partido de fútbol, cuando se sacó el carné de conducir, cuando probó su fuerza en un pulso y, por fin, ganó.
         Desde entonces, Lord Average se ha enfrentado a los peligros de la vida con la seguridad de saberse acreedor del honor de la caballería, pues había superado todas aquellas pruebas con la audacia y los resultados requeridos. Así se lo habían reconocido sus mayores, sus pares y sus súbditos. Adquirió bienes y consorte, no sin haber catado antes las mieles de las aventuras más variopintas, rodando por estos mundos de Dios, conociendo doncellas (o no) hasta aburrirse, hasta que encontró a su Ginebra, su dama, su compañera fiel si no se cruzaba algún Lanzarote soplagaitas al que, sin duda, daría muerte en singular duelo si fuera menester. Con toda seguridad, no se daría el caso, solía pensar, tan seguro estaba de la devoción de su amada.
         El tiempo y la preocupación por dejar en buenas manos su patrimonio, un dúplex bien arreglado en Sant Joan Despí y un apartamento heredado en Segur de Calafell, le animaron, junto al amor y la fogosidad, a proponer a Ginebra, no tan sutilmente como creía, la concepción de herederos, que fueron dos niñas y un niño, el más pequeño y algo amanerado, cuyos contoneos atribuyó a la influencia femenina de las primeras sin más preocupación.
         Y aquí tenemos a nuestro hombre. Listo para lanzarse al futuro con todos los deberes hechos. 
         Pero llegó el día en que se presentó el cíclope o molino de viento que se aparece ante todos los héroes. Llegó el día que en medio de una fiesta con la familia, en una cena de trabajo, en un congreso de odontología, en una final de la Champions, ante su esposa, sus novias, sus padres, sus vecinos, sus amantes, sus amigotes, vio a esa mujer intentando abrir un tarro de aceitunas y todo se desmoronó.
         El salón estaba repleto de gente, mucha conocida. Al fondo, la mesa con el mantel blanco llena de canapés, refrescos, patatas, queso para untar, y otras viandas que habían traído los participantes y que se esparcían por su superficie, con algunos productos por destapar. Lord Average, desde la otra punta del salón, ya se había fijado en la mujer, desconocida, ataviada con un vestido claro y vaporoso, hermosa y de mirada despierta. Con su mano cogió el tarro de aceitunas y se dispuso a abrirlo, primero con un gesto leve, que fue aumentando en esfuerzo a medida que se sucedían los intentos, hasta que hizo el ademán de golpear el borde de la tapa contra la mesa, para abollarla y conseguir la entrada de aire que liberaría la presión del recipiente, permitiendo así el acceso a las aceitunas, sin hueso, sabor anchoa. Nuestro héroe se sintió llamado a socorrerla. Él abriría ese frasco sin necesidad de dañarlo. Y pronunció esa frase que el código de caballería reserva para estos entuertos: "Déjame a mi".
         La voz sonó potente y varonil, acallando la cacofonía del tumulto. Se hizo el silencio y todo el mundo giró la cabeza para localizar el origen de la voz. La mujer, desde la mesa, en primer término no la situó, pues ella no se había percatado de la presencia de ningún héroe por la zona, ni nadie le había dicho que en la fiesta se esperase la presencia de ninguno. En un segundo que pareció uno y medio, la gente empezó a apartarse y se dibujó un pasillo de personas entre Lord Average y la dama. Se podía oír el crujido de los restos de patata y ganchitos que habían ido cayendo de las bocas de los presentes al suelo a medida que, paso a paso, nuestro hombre los iba pisando. Nadie masticaba. Nadie sorbía. Todo era silencio. Se acercó a la mujer y con un gesto tranquilo y una sonrisa de "medio lao", le retiró el tarro de las manos.
         Lord Average ni lo vio venir. Pudo haberlo intuido. Pudo haberse dado cuenta. Pero nunca quiso ver cómo, a lo largo de los años, Ginebra le había permitido destapar todos los tarros de la casa sólo para que él se sintiera bien. Sin embargo, allí no pudo abrirlo. Fue incapaz y, finalmente, dejó el tarro sobre la mesa ante la mirada airada de la mujer. Nuestro hombre no entendía por qué le miraba con cara de enfado. Bastante frustración sentía él por no haber conseguido su propósito. Del mismo modo, tampoco comprendía por qué Ginebra negaba con tristeza, perdida entre el tumulto que había formado el pasillo.
         Lord Average pensó durante mucho tiempo que había perdido toda su hombría públicamente y se aisló durante meses en su palacio de verano en Segur de Calafell. Sin embargo, poco a poco, fue recordando que la primera vez que probó la cerveza le pareció un líquido amargo y desagradable, lo mismo que el whisky le hizo vomitar. Recordó lo que tosió con el primer cigarro y cómo se esforzó para que le gustase fumar. Le vino a la cabeza aquella chica de la discoteca, por la que, en realidad, no sintió ningún interés auténtico, y cuya distancia cuando la tuvo al lado era igual a la que podría existir ahora. Recordó que no le gustaba el fútbol. Recordó que le encantan las bicicletas. Eso sí, le gustó ganar el pulso.
         Allí siguen las aceitunas, intactas en el frasco de vidrio, esperando durante años a que alguien las abra. Y aquél que lo haga se convertirá en el rey de todos los hombres, y será el señor de unas aceitunas en mal estado por no dar un par de golpecitos sobre una mesa.





2 comentarios:

  1. No hay humillacion mas grande, ni peor insulto a la hombría.
    Muy buen texto. Gracias por compartirlo.
    Mariano Contrera

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