Fragmentos de un diario del dolor existencial (IX)
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Acuarela de Esther Aguilà, No había dos sin tres |
Barcelona, Primavera 1995
Llamémosle...
Tigre.
El
Tigre y la bruma que le oculta esa mirada de cristal que tiene. De
sus ojos verde aceituna surge una mirada acogedora que enamora. Tan
transparentes son que puedes ver a través de ellos y traspasar sus
barreras, barreras inexpugnables que ocultan tantas noches
solitarias, tantos días nublados y fríos, tantas comidas desoladas
frente al televisor…
No
puedo dejar de contemplarle cuando se vuelve sombrío. Es apasionante
observarle, ver la profundidad de sus pensamientos, qué sensación
insensata cuando te sientas a su lado. Te empapa con una especie de
rocío fresco, acumulado en el autoexilio de esta vida tan vacía
para él.
Nadie
se da cuenta de eso, nadie le ve tal como es de verdad, se ha
transformado en un fantasma del personaje que le convirtió en lo que
es. ¿Qué debe ver cuando se mira en el espejo?... Un hombre
extraño, el protagonista que jamás pensó llegar a ser. Por eso me siento tan orgullosa de él cuando le veo liberarse de sí mismo.
Nadie
siente lo que él sufre, nadie ve el dolor que de verdad se incrusta
en su entrecejo. En cambio, es muy fácil y peligroso perderse dentro
de él, entre los pliegues de su piel, donde nacen fragantes rosales
que huelen a tinta, a placer salvaje y cruel, y a cautivadora
soledad; pero, ¡cuidado!, existe el peligro de que te pinches con
las miles de espinas nacidas por cada uno de los golpes que le dio la
vida, por cada uno de sus desengaños amorosos. Por eso el sabor de
sus caricias me recuerda cada una de sus rondas nocturnas: todas son
dolorosas, silenciosas, irrepetibles, ruines y encantadoras a la vez.
Y por eso le gusta tanto “Noche de Ronda”, de Agustín Lara, el
gran compositor mexicano que empezó tocando el piano en los burdeles
de Veracruz a los trece años (“Bueno, Brahms empezó a los once en
los del puerto de Hamburgo”, apunta él, “y sostenía que las
busconas son mejores que cualquier dama. Ya en la Grecia antigua, las
hetairas de clase alta disfrutaban de una consideración social muy
superior a la de la propia esposa.”), así que no es de extrañar
que la canción —como tantas otras del Flaco de Oro— esté
dedicada a una meretriz, a la que aconseja con cariño “que las
rondas no son buenas, / que hacen daño y dan penas, / y se acaba por
llorar”. “En la voz de Chabela, se convierte en el bolero más
triste del mundo”, asegura él.
Ayer,
desde nuestra mesa del Falstaff pude observar toda la escena a cámara
lenta: a nuestro lado había varias chicas “fashion” de muy buen
ver, vamos, despampanantes, con escotes exagerados, que parecían
recién salidas de un desfile de modelos, y él, volviendo de la
barra con su zumo de piña, las repasaba con una mirada penetrante,
fija, segura; consiguió que todas las nenas le mirasen a los ojos en
el momento en que iba acercándose a ellas, y un paso antes de estar
casi encima de las majestuosas féminas… se giró, dándoles la
espalda, alejándose con un movimiento de hombros y cadera al más
puro estilo Travolta. Les puso el caramelito en la boca… y se vino
con nosotros. No me extraña que en el barrio ya le llamaran Travolta
a los trece años, cuando se compró su primera cazadora de cuero
negro, como nos contaba Javi el otro día.
Está
en una búsqueda constante de un aroma de mujer, que materializa en
chicas esporádicas pero únicas en su tiempo, cuando compartió el
instante inmejorable de un orgasmo o de los trescientos sesenta y
cinco que, al ritmo que lleva conmigo, ¿quién sabe?, debió sentir
con aquel espejismo de rubia plomo —más que platino— que paseó
durante todo un año por el Falstaff. Él nunca lo reconocería, pero
la rubia le volvió loco y le dejó hecho polvo, aturdido por
completo.
Y
sus sueños son transmutaciones de la realidad al mundo que generan
sus neuronas; si lo observas, ves que muere cada vez que cierra los
ojos, y percibes que hay algo que se está transformando, que avanza
de una forma inexorable al reciclaje, cuerpo y mente han entrado en
una metamorfosis.
Sabe
que el caos que se anunció hace tiempo en su vida presagia un cambio
indiscutible que no hay forma de evitar, sólo con la muerte, y ahora
es apenas el inicio de un día más, la ilusión del próximo
viaje, una promesa delicuescente. Son afirmaciones que suenan
extrañas porque nos las tomamos como lugares comunes e ignoramos su
verdad aplastante.
Yo
le veo así, pero él jamás será capaz de ver los fantasmas que me
fustigan hasta hacerme perder lo que busco, lo que necesito. Las
personas y los sentimientos, la simplicidad y el mundo entero…,
todo, todo
lo he asimilado mintiéndome a mí misma para poder aceptar la
auténtica crueldad de la vida en su más pura irracionalidad, para
poder desvelar la única verdad absoluta: la Realidad es tan absurda
y despiadada que provoca dentro de mí hemorragias de tristeza.
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