martes, 19 de agosto de 2014

Una mezcolanza de flujos corporales, pasiones febriles y sufrimientos apocalípticos: Jordi de Miguel

Fragmentos de un diario del dolor existencial (VIII)

Acuarela de Esther Aguilà, Encenderme
Mi habitación. Casa de mis padres
Barcelona, Primavera 1995
         Fue una noche extraña y muy especial. Tenía miedo de que fueras a saco, Paco, y me hicieras daño, aunque me habías prometido que no, que no me preocupase… Después me dijiste algo así como: “Bueno, no ha estado tan mal, ¿eh?”, una pregunta retórica porque bien sabías tú la respuesta pero, la verdad, prefiero no hablar de esas cosas. Sin embargo, mira tú por dónde, hoy me apetece contestarte aquí.
         Me indicaste cómo me tenía que poner y no me hice de rogar. Me faltó tiempo para obedecerte y tumbarme de espaldas a ti, sujetándome al cabezal de la cama y ofreciéndote mis nalgas en pompa, sintiéndome servicial y orgullosa a la vez, porque sé cuánto te gustan mis caderas y mis glúteos. Me penetraste muy despacito, con mucho cuidado, y apenas me dolió —nada que ver con las otras veces que lo habíamos intentado—, no sé si sería por el aceitito o por la sesión preliminar de caricias.
         Ya te tenía dentro de mí, llenándome por completo, y entonces, de repente me taladraste tan hasta el fondo que no pude evitar el alarido que surgió de mi garganta. Tú te relajaste un instante y empezaste un movimiento muy lento, muy lento y hasta suave, casi te saliste en varias ocasiones. Me tranquilizaste, por eso permití que las cosas prosiguieran su curso.
         Aquella fue mi primera vez. Nunca en la vida había sentido tanto dolor, nunca había gritado tanto, cada vez que volvías a entrar podía sentir cómo me desgarrabas las entrañas, y pensaba: “Que acabe ya, que acabe ya…”, hasta que me empezaste a acariciar el pubis por delante, y entonces fue una extraña mezcla de placer y dolor: me hacías mucho daño y a la vez me gustaba mucho, hasta que, poco a poco, el placer fue amortiguando el dolor.
         De pronto pegaste una sacudida muy fuerte, obligándome a chillar una vez más. Entonces empezaste a darme duro y muy rápido, dios, no podía respirar, me faltaba el aire, el cabezal de la cama golpeaba contra la pared, y sentía cómo ese animal salvaje que tienes aumentaba en tamaño y rigidez, lo notaba palpitar en mi interior, y no podía dejar de gritar porque me hacías daño…, hasta que, aún no sé cómo, creo que llegué al orgasmo, y tú me seguiste y te vaciaste dentro de mí —al menos, eso me pareció—, primero apoyado sobre mi espalda y luego los dos tirados sobre la cama, acezantes, extasiados. Fue un alivio cuando al fin me lo sacaste y, agradecida, lamí por todo tu bálano las dos o tres gotitas blancas que habían quedado.
         La verdad es que me encanta que te vacíes en mi interior, me encanta me hagas daño —sólo un poquito, ¿eh?—, que me muerdas los pezones, los labios y el cuello y el culo. También que me aprietes los pechos, que me pellizques los pezones, que me dejes la boca, el culo, las tetas, todo lleno de cardenales. No sé si es algo morboso pero prefiero no racionalizarlo. Es así, y punto.
         He descubierto en mi inconsciente un apartado cerrado con una pesada puerta de madera de roble, no recordaba que en su interior había guardado una buena cantidad de miedos que responden a un sinfín de cuestiones sin explicación, preguntas sobre mi vida, sobre la existencia en sí, que me producen angustia cuando las planteo, ya que las respuestas no convencen a mi raciocinio. Sólo la mística puede dar forma a esas preguntas con respuesta en el vacío. Tiempo atrás renuncié a esa explicación tan pueril. Así que anoche, en mi sueño lleno de espectros, voces de fantasmas retumbando en la vigilia, decidí clausurar este apartado y sólo rescatar la parte más práctica y terrenal del asunto. La parte que de forma tangible me ayuda a mantener un equilibrio mental ante el caos absoluto que es nuestra realidad.
         Hace años, en medio de este caos alumbró la conciencia, en ese momento nací por segunda vez, asumiendo todas mis desgracias y triunfos; escuchando a Pink Floyd, se me desveló la verdadera crueldad de la vida en su más pura irracionalidad: Time. El orden de mis emociones cambió y sentí el inicio de una cuenta atrás —el suave tic-tac de las manecillas del reloj: tic-tac, tic-tac…— que me arrastra sin remedio hacia el valor más absoluto y genuino del ser humano: la Muerte.
         En ese instante de luz, se me desdibujó del rostro la tranquilidad de existir por existir y un poco de congoja me subió del estómago, en forma de eructo acerbo. En resumidas cuentas, la vida no es más que una simple mezcolanza de flujos corporales, pasiones febriles a las que el inclemente paso del tiempo despoja de todo sentido y sufrimientos apocalípticos.

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