Fragmentos de un diario del dolor existencial (VIII)
Barcelona, Primavera 1995
Fue una noche extraña y muy
especial. Tenía miedo de que fueras a saco, Paco, y me hicieras
daño, aunque me habías prometido que no, que no me preocupase…
Después me dijiste algo así como: “Bueno, no ha estado tan mal,
¿eh?”, una pregunta retórica porque bien sabías tú la respuesta
pero, la verdad, prefiero no hablar de esas cosas. Sin embargo, mira tú por dónde, hoy me apetece contestarte aquí.
Me indicaste cómo me tenía que
poner y no me hice de rogar. Me faltó tiempo para obedecerte y
tumbarme de espaldas a ti, sujetándome al cabezal de la cama y
ofreciéndote mis nalgas en pompa, sintiéndome servicial y orgullosa
a la vez, porque sé cuánto te gustan mis caderas y mis glúteos. Me
penetraste muy despacito, con mucho cuidado, y apenas me dolió —nada
que ver con las otras veces que lo habíamos intentado—, no sé si
sería por el aceitito o por la sesión preliminar de caricias.
Ya te tenía dentro de mí,
llenándome por completo, y entonces, de repente me taladraste tan
hasta el fondo que no pude evitar el alarido que surgió de mi
garganta. Tú te relajaste un instante y empezaste un movimiento muy
lento, muy lento y hasta suave, casi te saliste en varias ocasiones.
Me tranquilizaste, por eso permití que las cosas prosiguieran su
curso.
Aquella fue mi primera vez. Nunca en
la vida había sentido tanto dolor, nunca había gritado tanto, cada
vez que volvías a entrar podía sentir cómo me desgarrabas las
entrañas, y pensaba: “Que acabe ya, que acabe ya…”, hasta que
me empezaste a acariciar el pubis por delante, y entonces fue una
extraña mezcla de placer y dolor: me hacías mucho daño y a la vez
me gustaba mucho, hasta que, poco a poco, el placer fue amortiguando
el dolor.
De pronto pegaste una sacudida muy
fuerte, obligándome a chillar una vez más. Entonces empezaste a
darme duro y muy rápido, dios, no podía respirar, me faltaba el
aire, el cabezal de la cama golpeaba contra la pared, y sentía cómo
ese animal salvaje que tienes aumentaba en tamaño y rigidez, lo
notaba palpitar en mi interior, y no podía dejar de gritar porque me
hacías daño…, hasta que, aún no sé cómo, creo que llegué al
orgasmo, y tú me seguiste y te vaciaste dentro de mí —al menos,
eso me pareció—, primero apoyado sobre mi espalda y luego los dos
tirados sobre la cama, acezantes, extasiados. Fue un alivio cuando al
fin me lo sacaste y, agradecida, lamí por todo tu bálano las dos o
tres gotitas blancas que habían quedado.
La verdad es que me encanta que te
vacíes en mi interior, me encanta me hagas daño —sólo un
poquito, ¿eh?—, que me muerdas los pezones, los labios y el cuello
y el culo. También que me aprietes los pechos, que me pellizques los
pezones, que me dejes la boca, el culo, las tetas, todo lleno de
cardenales. No sé si es algo morboso pero prefiero no
racionalizarlo. Es así, y punto.
He
descubierto en mi inconsciente un apartado cerrado con una pesada
puerta de madera de roble, no recordaba que en su interior había
guardado una buena cantidad de miedos que responden a un sinfín de
cuestiones sin explicación, preguntas sobre mi vida, sobre la
existencia en sí, que me producen angustia cuando las planteo, ya
que las respuestas no convencen a mi raciocinio. Sólo la mística
puede dar forma a esas preguntas con respuesta en el vacío. Tiempo
atrás renuncié a esa explicación tan pueril. Así que anoche, en
mi sueño lleno de espectros, voces de fantasmas retumbando en la
vigilia, decidí clausurar este apartado y sólo rescatar la parte
más práctica y terrenal del asunto. La parte que de forma tangible
me ayuda a mantener un equilibrio mental ante el caos absoluto que es
nuestra realidad.
Hace
años, en medio de este caos alumbró la conciencia, en ese momento
nací por segunda vez, asumiendo todas mis desgracias y triunfos; escuchando a Pink Floyd, se me desveló la verdadera crueldad de la vida en su más pura
irracionalidad: Time. El orden de mis emociones cambió y sentí el inicio
de una cuenta atrás —el suave tic-tac de las manecillas del reloj:
tic-tac, tic-tac…— que me arrastra sin remedio hacia el
valor más absoluto y genuino del ser humano: la Muerte.
En ese instante de luz, se me desdibujó del rostro la tranquilidad de existir por existir y un poco de congoja me subió del estómago, en forma de eructo acerbo. En resumidas cuentas, la vida no es más que una simple mezcolanza de flujos corporales, pasiones febriles a las que el inclemente paso del tiempo despoja de todo sentido y sufrimientos apocalípticos.
En ese instante de luz, se me desdibujó del rostro la tranquilidad de existir por existir y un poco de congoja me subió del estómago, en forma de eructo acerbo. En resumidas cuentas, la vida no es más que una simple mezcolanza de flujos corporales, pasiones febriles a las que el inclemente paso del tiempo despoja de todo sentido y sufrimientos apocalípticos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario