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Acuarela de Esther Aguilà, Perder las bragas... |
Nunca
he sido el tipo de persona que se preocupa por cosas profundas y
complicadas. Los entresijos de la existencia, las grandes preguntas
filosóficas, los vericuetos del toma y daca en las relaciones
humanas, todas esas cosas que parecen preocupar a la gente
inteligente y a los que escriben libros sobre cómo alcanzar la
felicidad, a mí nunca me han interesado. Y no creo que yo sea una
persona simplona, porque tengo mis dobleces, como todos, días buenos
y días malos, y no es que piense que esas cosas no son importantes,
que lo son seguro, pero nunca he tenido subidones de esos en que
alguien se siente el rey del mundo ni bajones que me hayan dejado
como para no tener ganas de levantarme de la cama. He sido más
bien una persona sencilla. Una persona promedio. Pero es verdad que
con las edades que tengo empiezo a preocuparme por cosas que antes no
me importaban, y una de ellas es el paso del tiempo. Empiezo a
sentirme cansado, y creo que ya no atiendo a mis obligaciones con las
ganas y el ímpetu que tenía de joven. Claro que entonces yo era un
chaval con muchas ganas de aprender mi oficio, que es el de lampista,
y acompañando a mi padre aprendía de cada uno de sus gestos, de
cada detalle, de cómo y cuándo tratar con cada cuál en cada faena.
Todo lo que sé sobre tuberías lo aprendí de él viéndole
trabajar, y de lo demás, aprendí escuchándole. Era yo lo que se
viene dando en llamar una esponja, vamos. Y
la teoría era bien fácil, la verdad, que tampoco hacía falta tener
un máster, pero la práctica estaba llena de detalles que podían
hacer fracasar un buen arreglo, por ejemplo, en el modo de
interpretar la forma en que se abría una puerta, que sin ir más
lejos, podía dar muchos datos sobre lo que se esperaba de uno. Esto
me explicaba mi padre. Que una puerta abierta de golpe, a lo basto,
como con urgencia y sin interés específico en quien estuviese al
otro lado, dejando el paso franco al pasillo del domicilio, ya era un
mal síntoma, pese a lo que pudiera parecer, dado que eso significaba
prácticamente que la señora de la casa te estaba urgiendo a que
entrases, reparases la avería y te marchases cuanto antes. Sin
embargo, oír los pasos de la inquilina o propietaria, según el
régimen de la vivienda, seguido de un breve silencio, podía indicar
que estaba haciendo un escrutinio preliminar por la mirilla de la
puerta, cosa que demostraba un interés legítimo y calculado sobre
el aspecto de la persona que llamaba, es decir, mi padre, antes de
tomar la decisión de abrir o no, cosa que solía producirse siempre
y se hacía tímidamente, con una mirada de arriba abajo, seguida de
una sonrisilla, si es que la evaluación había acabado con un visto
bueno. La presencia era fundamental y mi padre se cuidaba de cada
detalle de su uniforme, que así llamaba él al mono azul que paseaba
arriba y abajo por Barcelona hecho un pincel, que parecía vestir un
traje como Cary Grant, a quien por cierto tenía un aire. Y
creo que es momento de dejar una cosa muy clara. Mi padre era un
hombre decente y no se vayan a pensar que se hacía a las señoras
conmigo de cuerpo presente ni nada parecido, que todas las lecciones
de galantería me las relató con la devoción de un gentelmén, y
me mandaba a almorzar cuando veía que la faena se podía alargar, pero es posible que un gol de Cruyff cantado a pleno pulmón en la
radio me distrajese de una clase magistral importante, como la
del albornoz, que relataré a renglón seguido.
Lo
dicho, que otra de las cosas que había que cuidar era el propio
juicio sobre las amas de casa que, bajo el escrutinio de una mirada
inexperta, podía inducir también a engaño. Eso, por desgracia, lo
aprendí por mí mismo, y debió ser ésta la lección que mi padre
me explicaba cuando aquel gol me distrajo la atención. Me fui
quedando, poco a poco, a cargo del negocio, mientras él, mi padre,
por edad y por el temple de los sentimientos, empezó a cuidarse sólo
de determinadas clientas fijas. El caso es que en una de las faenas,
una señora muy bien parecida me abrió la puerta y se me mostró en
albornoz, como muchas otras le habían hecho a mi padre, con la
historia repetida y no por ello menos oportuna del me pilla usted
entrando en la ducha, y me las pinté muy felices, tonto de mí,
pensando que iba a tener una buena mañana, como llamaba mi padre a
las mañanas en que había cohabitación, cuando a la primera
insinuación me llevé un sopapo de los que hacen temblar los
empastes. Subirme los pantalones y pillarme un testículo con la
cremallera no me dolió tanto como el orgullo durante toda una
semana. Lloroso y sorbiendo mocos, me fui medio arrastrando hasta
casa, y cuando me vio mi madre hecho un pingajo, se llevó las manos a
la cabeza y entre sollozos me preguntó que quién me había hecho
eso, por Dios. Acabada la explicación me preguntó en cuál de las
dos mejillas me había soltado el bofetón la golfa esa, y
señalándole yo con el índice que en ésta, ella misma me atizó un
nuevo soplamocos en la otra. Atónito como estaba, mi madre empezó a
lamentarse, pasillo arriba pasillo abajo, de que si no había
aprendido nada de mi padre, que si no le escuchaba cuando me hablaba,
que tanto fútbol, tanto fútbol me iba a ablandar el cerebro, que si
me había fijado o no en si el pelo y el albornoz de la señora esa
estaba o no mojado, que sí lo estaba, le dije, y esta vez fueron los
nudillos los que vinieron a descargar con furia en mi coronilla,
dejándome un resquemor del rozamiento en el cuero cabelludo que
todavía hoy me provoca sofocos. Tontainas, se indignaba mi madre,
aquella mujer realmente había sido interrumpida en su ducha y no
tenía intención alguna de yacer contigo, panoli, verás cuando se
entere tu padre. La suerte quiso que él no las tomara conmigo. La
cena de aquel día la pasamos en casi absoluto silencio, roto sólo
por algún suspiro de mi madre y gestos de negación con la cabeza de
mi padre, mientras sorbía la sopa de pistones.
Ya
no me volvió a pasar. Desde entonces, salvo alguna que otra
confusión menor resuelta con educación por ambas partes, he sabido
manejarme en el oficio, ganándome holgadamente la vida, haciendo los
arreglos que requerían de mí, técnicos o no, y satisfaciendo con
corrección y limpieza cualquier fuga. A lo largo de los años he
conocido a mucha gente, y me he acercado con amor y afecto a todas
aquellas amas de casa, solteras, viudas, divorciadas, felizmente
casadas, que lo han solicitado de forma transparente y sin dobleces,
con una mirada, con una sonrisa, con una caricia, y si bien es cierto
que en la mayoría de los casos se trataba de dar consuelo esporádico
y sin pretensión de reencuentros futuros, estoy seguro de que las
más de ellas querían a sus maridos y buscaban sólo sentirse
deseadas por un viajero al que no verían nunca más, mujeres que
estaban justo en las antípodas de las etiquetas que las vecinas les
pondrían si supieran de sus escarceos, ¡qué envidiosa es la gente!
¿Y qué mal había?
No era yo muy amigo de vicios complicados ni
juegos demasiado extraños u oscuros, y en alguna ocasión he tenido
que disculparme al ver alguna habitación decorada con demasiados
metales y cueros, que un poco de experimentar no está mal, pero como
en todo, los excesos no son saludables. Sin embargo, me prestaba gratamente a
los anhelos de la mayoría, que buscaban en mí a no sé quién, y yo
intentaba que lo encontrasen. Eran amoríos bonitos, fugaces, y si
bien admito que era un regalo de la vida disfrutar de mi oficio,
también he de decir que en ocasiones lo pasé mal. Quise a cada una
de ellas, al menos el ratito que estuvimos juntos, y lo hice sincera
y profundamente, y si bien no recordaría todos los nombres, sí
recuerdo algunos, y con no pocas de ellas conservo todavía amistad y
encuentros más o menos regulares. Pero alguna vez me enamoré y lo
pagué caro. Me permitirán ustedes que no entre en muchos detalles
con estas historias, tres o cuatro mujeres, tal vez cinco o seis, que
me hicieron replantear mi camino siete u ocho veces a lo largo de la vida, tal vez fueran nueve, pero lo resumiré con el máximo común
denominador, o quizás el mínimo común múltiplo, poniéndolas a
todas el mismo nombre inventado para proteger su pundonor y honra.
Jacinta, se llamaban, y en resumen es la historia de todos, la
de los amores no correspondidos que te dejan los ojos como un buho
espídico a las tres de la mañana, los amores que te lanzan al
charco de fango que hay en la entrada a la tierra prometida, los
amores que devoran a pequeños bocaditos la seguridad que tenías en
ti mismo, los amores que te castigan con una actitud de fría
indiferencia utilitaria semejante a la que usas con la llave inglesa
o el soplete que te acompaña cada día, los amores que te hacen
quedarte pasmado, como un verdadero, paradigmático, platónico
tonto, mirando el espejo mientras te afeitas o te lavas los dientes,
los que hacen que te emborraches como un cantinero de Cuba, Cuba,
Cuba, sólo bebe aguardiente para olvidar, y te acaban generando
problemas renales, con lo que duele mear las arenillas de los cólicos
nefríticos, los amores, en fin, que te consumen. ¿Quién no ha
pasado por esto? Por fortuna fueron los menos, y en realidad fue por
culpa mía, y es que me pasa lo que decía un cantante de mis
tiempos, que me enamoro de todo y me conformo con nada.
Todo
eso ya pasó. Ahora tengo una edad que no permite grandes hazañas y
los achaques, unas veces físicos y otras mentales, me piden que
relaje las pulsiones amatorias y me centre en el oficio propiamente
dicho, cosa que tampoco está para tirar cohetes, porque retirándome
ya de los primeros y más placenteros menesteres, se me solicita
menos para los segundos, siendo que éstos en muchas ocasiones eran
sólo la excusa para los primeros. He tenido entonces, y por fuerza,
que buscarme un ayudante, esta vez ajeno a la familia, porque cuento
con un par de hijas, una que se está sacando derecho en la
Universidad Autónoma de Barcelona y otra que estudia restauración,
que cuando me lo dijo pensé que se refería a las bellas artes y los cuadros, pero resultó que no, que era de comidas, de
restaurantes, papá, de restaurantes. Da lo mismo que lo mismo da, la
cuestión es que como ya no tengo ni el cuerpo ni el ánimo para
fandangos, me llevo conmigo al Musta, de Mustafá, un muchacho
marroquí de diecisiete años que pone tanto interés en el oficio
que a veces me pone nervioso. Mucho ímpetu le dedica el chaval al
asunto, tanto que a veces asusta a las más jóvenes de las clientas,
y tengo que admitir que ya no son muchas, porque ya va con los
tiempos que las parejas de hoy trabajen los dos y nos encontremos
yendo a arreglar chapucillas ciertas a horas complicadas para tener
encuentros tranquilos. Algunos van saliendo y en ocasiones me atrevo
a dejar al chico solo, cuando veo que la señora de la casa es madura
y experta sé que no tendrá problemas y sabrá domarlo. Cuando
temple los nervios de la adolescencia y madure, puede que llegue
lejos. Espero que tenga suerte y me alegraré mucho por él, aunque
me temo que, como he dicho, los tiempos ya no sean tan propicios,
y además mira con bastante interés a mi Rocío, la que va para
abogada, y creo que a ella también le hace tilín, y si los tiros
van por ahí, no sé yo si se centrará en lo que se tiene que
centrar, que ser lampista requiere mucha dedicación. Mientras tanto,
y en lo que a mi concierne, empiezo a pensar en mi futuro, y me
centro sólo en aquellas que me han regalado no sólo sus dulzuras,
sino también su amistad y cariño sincero, su amor declarado en
definitiva, pues no es otra cosa por muchos nombres que queramos
ponerle a la cuestión para disfrazarla, y a éstas sí que las puedo
contar con una mano y por ellas me desvelo, pero no diré la cifra
cierta para no parecer presuntuoso, y porque es una cosa que no está
bien proclamar a los cuatro vientos por caballerosidad, elegancia y
educación, y porque si bien ellas lo saben, que siempre lo han
sabido y nunca me han pedido renunciar a nada ni a nadie, como yo
tampoco les he pedido cuentas ni explicaciones, tampoco vamos a
desvelar aquí el montante. Estos son, con mis dos hijas, mis
verdaderos amores, uno de ellos mi esposa, y los otros, las santas
esposas de otros, alguna viuda y una irredenta soltera que ha sabido
disfrutar la vida mil veces mejor que yo. Todas unas santas.
Simplemente bello! Hermoso texto, gracias Jordi por compartirlo, y gracias a David por sus palabras. Saludos dedea Argentina amigos.
ResponderEliminarMariano Contrera
Muchas gracias a ti, Mariano, por ser un fiel seguidor de LITTERATURA. Un fuerte abrazo desde Barcelona
EliminarLa electricidad es muy importante tener en nuestros hogares y en nuestras vidas. No tendríamos los medios para operar nada sin electricidad. Es una parte muy importante de nuestro mundo. ¿Alguna vez has tenido tu poder para salir? La mayoría de nosotros lo hemos hecho y no es una situación divertida. Nada funciona en ninguna parte de tu casa. Y esto puede ser una situación muy frustrante.
ResponderEliminarEl trabajo de un lampista Girona es muy técnico y debe tratarse como tal. La electricidad se mide en voltios. Tenemos leyes sobre códigos de construcción que ayudan a asegurar la seguridad de las casas y edificios que construimos y vivimos. Los electricistas son contratistas calificados que vendrán a su casa y pueden arreglar casi cualquier tipo de situación eléctrica que pueda tener.