Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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| Foto: Paco Luna, Con Kenia Campos Gonzales |
Despierto
creyendo escuchar a lo lejos las campanas de la iglesia; vencido por
el cansancio y el dolor de cabeza; atormentado por las mismas dudas
que en el sueño. ¿Será
por causa del vino? ¿Del miedo a morir? ¿De esa costumbre que tengo
de otorgarle beneficios a la duda?... ¿Estaré vivo o muerto? ¿En
el paraíso o el infierno? ¿Ese reflejo será sol o fuego?... Me
persigno como puedo, aún con los ojos cerrados. Aleja
de mí esos pensamientos, Señor. Son
cosa de paganos.
¿Y
si todo lo que decían era cierto? ¿Acaso no sería un invento para
confundirnos? ¿Por qué presté oídos a tales rumores? ¿Permití
que profanaran mi credo esas ideas herejes?... ¿Por qué tuve que
pensar en esas absurdas teorías posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo, si mi fe existía desde mucho antes? ¿Cómo se me
ocurrió imaginar que alguien que no fuese el mismísimo Dios podría
anunciar el fin de los tiempos?... ¿Cuándo fue que comencé a dar
crédito a una hipótesis tan disparatada? ¿Sería mi espíritu tan
débil? ¿Acaso no vengo de una familia católica, apostólica y
romana?... ¿No estudio las sagradas escrituras con el mismo esmero que las asignaturas escolares cuando era chico? ¿No resistí tentaciones? ¿Alguna vez creí en las palabras de los predicadores
anglicanos? ¿Presté oídos antes a los falsos profetas?... ¿No
estoy convencido de que quienes dicen ver el futuro a través de un
vaso de agua, de un juego de cartas, de un puñado de caracoles, de
visiones, o de susurros no son más que embusteros? ¿Por qué
entonces tantas dudas?...
¿Estaré
en el cielo? ¿Y si estoy el cielo, por qué no escucho los cantos de
los ángeles? ¿Por qué no vino Jesús
a enjugar mis lágrimas?... ¿Cuándo llegarán mis difuntos seres
queridos para darme la bienvenida? ¿Cómo no recuerdo siquiera la
luz cegadora al final del túnel?... Puede que no esté en el cielo,
sino en el infierno. ¿Y si es el infierno, por qué no siento el
calor de las llamas, ni el nauseabundo olor a azufre? ¿Dónde está Satanás con su ejército de ángeles caídos?... ¿Por qué no me
enteré del cruce sobre el Aqueronte? ¿Habré tenido oportunidad de
pedir perdón? ¿De perdonar a quienes me han hecho daño?... Aleja
de mí esos pensamientos, Señor. Toco
mi cuerpo, no soy un espectro, sino carne y hueso. Abro los ojos y a
un costado veo el closet, la
silla, la
mesita de estudiar y
la biblia encima,
lista
para partir a la iglesia. En la mesa de noche hay botellas de vino y
copas a medio beber. Volteo mi cuerpo. Estoy desnudo y oliendo a
licor. Delante de mis ojos, un horizonte borroso, un amasijo de carne
y sábanas estrujadas, justo la mañana después de la
que todos los herejes aseguraban que sería la última noche sobre
la Tierra.
A
los pies de la cama, completamente en cueros, duerme Yolanda, mi
vecina de toda la vida; con sus rizos largos alborotados abiertos
como un abanico, y los brazos cruzados bajo un par de senos grandes y
firmes que más de una vez me llevaron a confesión y penitencia. Su
sexo resalta sombreado por diminutos cañones de vellos castaños. Un
hilo de baba cae desde su boca encima de las sábanas, como evidencia
de un sueño profundo. ¡Está viva! Su abdomen sube y baja con la
respiración. A su lado descansa José, mi amigo y compañero de
escuela, igual a una de las estatuas renacentistas de Miguel Ángel,
como mismo vino al mundo, boca abajo y con el brazo encima de su
novia Rebeca, que ronca plácidamente, con sus pequeños pechos
erizados por el frío del amanecer; con ese par de muslos gruesos y
llamativos abiertos de par en par, como las hojas de un libro. ¿Una bacanal acaso? ¿Una recreación de alguna pintura orgiástica de Leveque, Poussin, o Henri Avril?... ¡No puede ser! ¡Perdónanos, Dios mío!
Yolanda no es precisamente una beata, pero asiste a misa de vez en
cuando. Aunque su fe sea poliamorosa, religiosamente promiscua, por
decirlo de alguna forma, es una buena persona y excelente vecina.
¿Cómo fue a parar Yolanda desnuda encima de mi cama?... José sigue
inmóvil, en la misma pose, con las nalgas al aire. Él no es como
yo, nunca asistió a catequesis, tampoco se bautizó, ni se hizo
monaguillo. Pasa por la iglesia algunas veces para conversar, para
escuchar ciertas homilías, y echarle el ojo a cualquier chiquita que
pueda engatusar. ¡Hereje! Pero es sin duda un buen amigo. Allí, en
la iglesia, conoció a Rebeca, la de los muslos lindos y las piernas
torneadas. ¿Cómo terminó José desnudo encima de mis sábanas? ¿Y
Rebeca?...
El
reloj de pared marca las seis y treinta. Es sábado, aún falta
tiempo para la misa. Cierro los ojos. Trato de retornar al sueño
mientras junto trozos de recuerdos al azar. Anoche estuve en casa,
haciendo lo de siempre. Comí poco, apenas una sopa de pollo. No tuve
tiempo de cocinar. José y Rebeca prometieron que vendrían sobre las
ocho para ver juntos una película. Sobre las nueve y media, cuando
estábamos casi en la mitad, Yolanda tocó a la puerta llena de
dudas, intranquila, y sólo
hablaba de un único tema: “¿Será
verdad que el mundo se termina esta noche?... ¿Qué irá a pasar
mañana cuando amanezca? ¿Nos iremos a morir todos? ¿Y si este es
nuestro último día y no volvemos a vernos nunca más?”.
Sus
preguntas venían a
ráfagas, apenas tomaba aire entre una y otra, se veía alterada.
Tratamos de calmarla. Propuse beber un vino para relajarnos. Una copa
primero, otra después, luego una botella entera.
Cuando acabó la película, eran alrededor de las once. Habíamos
bebido bastante. La pregunta saltó de los labios de Yolanda: “¿Qué
pedirían como último deseo si el mundo se fuera a acabar a
medianoche?”
–Comer
lo que más me gusta –respondí–, un buen helado, por ejemplo.
–Despedirme
de mi familia –comentó Rebeca–, darles
un abrazo a mis padres.
–¡Tener
sexo sin límites! –gritó el perverso de José, y todos quedamos en
silencio.
Tal
vez fue la influencia del calendario maya
(eran casi las once y media), el vino, el miedo a morir, la duda, o
la curiosidad. No lo recuerdo muy bien, pero puede que fuera Rebeca
quien comenzó a besar a José, las lenguas entrando y saliendo de sus bocas, ella sentándose
de a poco sobre sus piernas; o Yolanda, sin decir una palabra, quien se
subiera encima de mi cuerpo, al tiempo que sus manos me tocaban como
si cobraran vida propia. Creo haberle dicho: “¡Esto
no está bien!”.
Y
la respuesta fue agarrarme
las manos y colocarlas sobre aquellos pechos tremendos,
mientras me decía con cariño algo
así como: “Total,
nadie se va a enterar. No sabemos si vamos a estar vivos mañana.”
Tal
vez tuviera razón, y esos
fueran nuestros últimos minutos. En verdad, sexo-sexo, yo
no
había tenido nunca. La tentación era demasiado
grande.
Es posible que las copas de vino pasaran de mano en mano, lo mismo
que las caricias. Quizás no sólo besara a Yolanda, sino también a
Rebeca. ¡Total, era el fin del mundo! Nadie sabía lo que iba a
suceder a la siguiente mañana. Todo fue muy confuso. ¡Perdóname, Señor! Después, hay un pedazo de noche que tampoco recuerdo por
mucho que lo intento, sólo sé que me dormí extenuado, ahíto,
bien
entrada la madrugada, entre suspiros y pensamientos nefandos. Aleja
de mí estos
pensamientos, Señor
–creo
haber dicho esa última frase camino al sueño.
Despierto
con el doblar de las campanas de la iglesia. Abro los ojos ante un
paisaje ondulante y borroso. Es sábado 22 de diciembre del 2012,
según el calendario episcopal de mi pared. El glorioso cuerpo
desnudo de Yolanda ya no está sobre la cama, tampoco las nalgas de
José, ni los muslos inauditos de Rebeca. Estoy solo en el cuarto. El
reloj de pared marca las diez y treinta. ¡No puedo creer que sea tan
tarde! Suspiro hondo, el vaho etílico de mi aliento rebota contra la
almohada.
Junto
al closet, veo la mesita de estudiar con la biblia encima, la sotana y el roquete en el espaldar de la silla, listos para partir a misa.
Dibujo una cruz en el aire con la mano derecha, pongo mi cuerpo de
lado para hacer un intento por levantarme, pero el sueño me abraza
de nuevo, vencido por el cansancio y el terrible dolor de cabeza.
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| Luis Alberto Leal Cabrera |
*
Nació
en Camagüey
(Cuba)
en
1969, y
reside en La Habana desde 2021.
Licenciado en Educación, especialidad en Lengua Inglesa, por
el
Instituto
Superior
Pedagógico
José Martí de
Camagüey
en
1995. Máster en Trabajo Social por
la
Universidad de Camagüey en
1997.
Graduado
en Formación
Literaria, Curso Básico de Escritura de Ficción en el Centro Onelio
Jorge Cardoso
de
La Habana (2023).
Ha sido finalista del
Premio
de
Cuentos Breves Maestro Francisco González
Ruiz (Madrid,
2021)
y de la
Convocatoria
internacional de microcuentos de la editorial Palabra Herida
(Colombia,
2024).
Obtuvo mención en la categoría de cuento en el
I
Concurso
Literario “Aniversario de Radio Victoria” (Cuba, 2023). Sus
publicaciones han aparecido en varias revistas digitales e impresas de Cuba, España, Colombia y Chile. Finalista
del V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
Espectacular, hermano!!! Saludos…
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias de parte del autor, Anónimo!!! Saludos cordiales
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