martes, 21 de octubre de 2025

El fin del mundo......Luis Leal Cabrera*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato  

Foto: Paco Luna, Con Kenia Campos Gonzales

Despierto creyendo escuchar a lo lejos las campanas de la iglesia; vencido por el cansancio y el dolor de cabeza; atormentado por las mismas dudas que en el sueño. ¿Será por causa del vino? ¿Del miedo a morir? ¿De esa costumbre que tengo de otorgarle beneficios a la duda?... ¿Estaré vivo o muerto? ¿En el paraíso o el infierno? ¿Ese reflejo será sol o fuego?... Me persigno como puedo, aún con los ojos cerrados. Aleja de mí esos pensamientos, Señor. Son cosa de paganos. 

¿Y si todo lo que decían era cierto? ¿Acaso no sería un invento para confundirnos? ¿Por qué presté oídos a tales rumores? ¿Permití que profanaran mi credo esas ideas herejes?... ¿Por qué tuve que pensar en esas absurdas teorías posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo, si mi fe existía desde mucho antes? ¿Cómo se me ocurrió imaginar que alguien que no fuese el mismísimo Dios podría anunciar el fin de los tiempos?... ¿Cuándo fue que comencé a dar crédito a una hipótesis tan disparatada? ¿Sería mi espíritu tan débil? ¿Acaso no vengo de una familia católica, apostólica y romana?... ¿No estudio las sagradas  escrituras  con  el  mismo  esmero  que  las  asignaturas  escolares  cuando  era  chico?  ¿No  resistí tentaciones? ¿Alguna vez creí en las palabras de los predicadores anglicanos? ¿Presté oídos antes a los falsos profetas?... ¿No estoy convencido de que quienes dicen ver el futuro a través de un vaso de agua, de un juego de cartas, de un puñado de caracoles, de visiones, o de susurros no son más que embusteros? ¿Por qué entonces tantas dudas?... 
¿Estaré en el cielo? ¿Y si estoy el cielo, por qué no escucho los cantos de los ángeles? ¿Por qué no vino Jesús a enjugar mis lágrimas?... ¿Cuándo llegarán mis difuntos seres queridos para darme la bienvenida? ¿Cómo no recuerdo siquiera la luz cegadora al final del túnel?... Puede que no esté en el cielo, sino en el infierno. ¿Y si es el infierno, por qué no siento el calor de las llamas, ni el nauseabundo olor a azufre? ¿Dónde está Satanás con su ejército de ángeles caídos?... ¿Por qué no me enteré del cruce sobre el Aqueronte? ¿Habré tenido oportunidad de pedir perdón? ¿De perdonar a quienes me han hecho daño?... Aleja de mí esos pensamientos, Señor. Toco mi cuerpo, no soy un espectro, sino carne y hueso. Abro los ojos y a un costado veo el closet, la silla, la mesita de estudiar y la biblia encima, lista para partir a la iglesia. En la mesa de noche hay botellas de vino y copas a medio beber. Volteo mi cuerpo. Estoy desnudo y oliendo a licor. Delante de mis ojos, un horizonte borroso, un amasijo de carne y sábanas estrujadas, justo la mañana después de la que todos los herejes aseguraban que sería la última noche sobre la Tierra.
A los pies de la cama, completamente en cueros, duerme Yolanda, mi vecina de toda la vida; con sus rizos largos alborotados abiertos como un abanico, y los brazos cruzados bajo un par de senos grandes y firmes que más de una vez me llevaron a confesión y penitencia. Su sexo resalta sombreado por diminutos cañones de vellos castaños. Un hilo de baba cae desde su boca encima de las sábanas, como evidencia de un sueño profundo. ¡Está viva! Su abdomen sube y baja con la respiración. A su lado descansa José, mi amigo y compañero de escuela, igual a una de las estatuas renacentistas de Miguel Ángel, como mismo vino al mundo, boca abajo y con el brazo encima de su novia Rebeca, que ronca plácidamente, con sus pequeños pechos erizados por el frío del amanecer; con ese par de muslos gruesos y llamativos abiertos de par en par, como las hojas de un libro. ¿Una bacanal acaso? ¿Una recreación de alguna pintura orgiástica de Leveque, Poussin, o Henri Avril?... ¡No puede ser! ¡Perdónanos, Dios mío! Yolanda no es precisamente una beata, pero asiste a misa de vez en cuando. Aunque su fe sea poliamorosa, religiosamente promiscua, por decirlo de alguna forma, es una buena persona y excelente vecina. ¿Cómo fue a parar Yolanda desnuda encima de mi cama?... José sigue inmóvil, en la misma pose, con las nalgas al aire. Él no es como yo, nunca asistió a catequesis, tampoco se bautizó, ni se hizo monaguillo. Pasa por la iglesia algunas veces para conversar, para escuchar ciertas homilías, y echarle el ojo a cualquier chiquita que pueda engatusar. ¡Hereje! Pero es sin duda un buen amigo. Allí, en la iglesia, conoció a Rebeca, la de los muslos lindos y las piernas torneadas. ¿Cómo terminó José desnudo encima de mis sábanas? ¿Y Rebeca?... 
El reloj de pared marca las seis y treinta. Es sábado, aún falta tiempo para la misa. Cierro los ojos. Trato de retornar al sueño mientras junto trozos de recuerdos al azar. Anoche estuve en casa, haciendo lo de siempre. Comí poco, apenas una sopa de pollo. No tuve tiempo de cocinar. José y Rebeca prometieron que vendrían sobre las ocho para ver juntos una película. Sobre las nueve y media, cuando estábamos casi en la mitad, Yolanda tocó a la puerta llena de dudas, intranquila, y sólo hablaba de un único tema: “¿Será verdad que el mundo se termina esta noche?... ¿Qué irá a pasar mañana cuando amanezca? ¿Nos iremos a morir todos? ¿Y si este es nuestro último día y no volvemos a vernos nunca más?”. Sus preguntas venían a ráfagas, apenas tomaba aire entre una y otra, se veía alterada. Tratamos de calmarla. Propuse beber un vino para relajarnos. Una copa primero, otra después, luego una botella entera. Cuando acabó la película, eran alrededor de las once. Habíamos bebido bastante. La pregunta saltó de los labios de Yolanda: “¿Qué pedirían como último deseo si el mundo se fuera a acabar a medianoche?” 
Comer lo que más me gusta –respondí–, un buen helado, por ejemplo. 
Despedirme de mi familia –comentó Rebeca–, darles un abrazo a mis padres. 
¡Tener sexo sin límites! –gritó el perverso de José, y todos quedamos en silencio. 
Tal vez fue la influencia del calendario maya (eran casi las once y media), el vino, el miedo a morir, la duda, o la curiosidad. No lo recuerdo muy bien, pero puede que fuera Rebeca quien comenzó a besar a José, las lenguas entrando y saliendo de sus bocas, ella sentándose de a poco sobre sus piernas; o Yolanda, sin decir una palabra, quien se subiera encima de mi cuerpo, al tiempo que sus manos me tocaban como si cobraran vida propia. Creo haberle dicho: “¡Esto no está bien!”. Y la respuesta fue agarrarme las manos y colocarlas sobre aquellos pechos tremendos, mientras me decía con cariño algo así como: “Total, nadie se va a enterar. No sabemos si vamos a estar vivos mañana.” Tal vez tuviera razón, y esos fueran nuestros últimos minutos. En verdad, sexo-sexo, yo no había tenido nunca. La tentación era demasiado grande. Es posible que las copas de vino pasaran de mano en mano, lo mismo que las caricias. Quizás no sólo besara a Yolanda, sino también a Rebeca. ¡Total, era el fin del mundo! Nadie sabía lo que iba a suceder a la siguiente mañana. Todo fue muy confuso. ¡Perdóname, Señor! Después, hay un pedazo de noche que tampoco recuerdo por mucho que lo intento, sólo sé que me dormí extenuado, ahíto, bien entrada la madrugada, entre suspiros y pensamientos nefandos. Aleja de mí estos pensamientos, Señorcreo haber dicho esa última frase camino al sueño. 

Despierto con el doblar de las campanas de la iglesia. Abro los ojos ante un paisaje ondulante y borroso. Es sábado 22 de diciembre del 2012, según el calendario episcopal de mi pared. El glorioso cuerpo desnudo de Yolanda ya no está sobre la cama, tampoco las nalgas de José, ni los muslos inauditos de Rebeca. Estoy solo en el cuarto. El reloj de pared marca las diez y treinta. ¡No puedo creer que sea tan tarde! Suspiro hondo, el vaho etílico de mi aliento rebota contra la almohada. 

Junto al closet, veo la mesita de estudiar con la biblia encima, la sotana y el roquete en el espaldar de la silla, listos para partir a misa. Dibujo una cruz en el aire con la mano derecha, pongo mi cuerpo de lado para hacer un intento por levantarme, pero el sueño me abraza de nuevo, vencido por el cansancio y el terrible dolor de cabeza.


Luis Alberto Leal Cabrera
* Nació en Camagüey (Cuba) en 1969, y reside en La Habana desde 2021. Licenciado en Educación, especialidad en Lengua Inglesa, por el Instituto Superior Pedagógico José Martí de Camagüey en 1995. Máster en Trabajo Social por la Universidad de Camagüey en 1997. Graduado en Formación Literaria, Curso Básico de Escritura de Ficción en el Centro Onelio Jorge Cardoso de La Habana (2023). Ha sido finalista del Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz (Madrid, 2021) y de la Convocatoria internacional de microcuentos de la editorial Palabra Herida (Colombia, 2024). Obtuvo mención en la categoría de cuento en el I Concurso Literario “Aniversario de Radio Victoria” (Cuba, 2023). Sus publicaciones han aparecido en varias revistas digitales e impresas de Cuba, España, Colombia y Chile. Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.


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