domingo, 31 de agosto de 2025

Duermevela......Santos C.S. Bermejo*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato  

A Elisa, desde el otro lado del mar

Foto: Valery Zotev, Silueta de papá con hija en brazos (dreamstime) 
Papá.
¿Qué?
¿Te vienes un poquito a mi cama?
Como tantas otras noches, me incorporo, la cojo en brazos y la llevo a su habitación. Me meto en la cama con ella. Yo no me arropo para no quedarme dormido, aunque ella sí, y se duerme enseguida.
Me encantan esos momentos con mi hija.
Sin embargo, lo cierto es que también me fastidian un poco. Estoy deseando que se duerma para volverme a mi cama calentita, al lado de mi mujer. Ese calorcito natural en mi propio nido hace que coja el sueño en un santiamén.
Parece que esto de despertarse en mitad de la noche se está convirtiendo en rutina. Últimamente, a eso de las dos o las tres de la madrugada, Marta aparece en nuestra habitación, pasa por delante del armario, viene a mi lado de la cama y se mete unos minutillos conmigo. Al rato me dice: «Papi, pis». La tomo en brazos y, sorteando la ropa tirada por los suelos, la llevo al baño. Ya que estoy, aprovecho yo también. La cojo de nuevo —hay que ver cuánto pesa— y la llevo a su cuarto otra vez, con cuidado para no despertar a sus hermanos que duermen en la litera de enfrente.
La dejo acostada con el sigilo con el que caza una pantera. Me giro para regresar a mi habitación, con la misma presteza con que una gacela la esquiva, y entonces la oigo decir:
Papi.
¿Qué? —me paro antes de salir por la puerta.
¿Te esperas un poquito conmigo?
Así que me meto en su cama de nuevo sin arroparme, claro, para no quedarme dormido, con el deseo de poder volver pronto a mi guarida.
Hoy ha sido una de esas noches. Ahora no hay forma de conciliar el sueño. No puedo evitarlo, mi cabeza empieza a dar vueltas a todo y no consigo parar de pensar. ¿En qué? En nada o en todo o en qué sé yo; no tiene importancia, o a veces mucha. Esto es lo que en realidad me jode: que no siempre me vuelvo a dormir a la primera; algunas noches se me van un par de horas dándole vueltas a cosas que, a la mañana siguiente, ya ni están.
El otro día fue igual. Iba a tener un día duro en el trabajo. Así que después de nuestra liturgia nocturna en el baño con mi pequeñita Marta, me puse a pensar en todas las tareas que el día siguiente me brindaría.
Lo mismo pasó el día anterior. Terminó su rutinaria micción. Ya que estaba yo en el baño, también aproveché. Bebimos agua los dos, con el vasito ese de cristal duro de los yogures Yoplait —aún tenía la etiqueta a medio quitar—. Levanté a Marta, apoyándola contra mi pecho. Estaba ya prácticamente dormida. Parecía que pesaba un poco menos que otros días. «Quizás el dinero que estoy echando en el gimnasio está dando sus frutos». Se abrazó a mi cuello. Al ir a salir del baño, le di una patada al cerco de la puerta con el dedo pequeño del pie derecho: «For God sake!!». Todavía sigo blasfemando en inglés, si grito para mis adentros —debe ser fruto de la década de sufridor en Londres, cuando lo de la crisis—. Y con el dolor, el silencio nocturno, los ronquidos de esos dos oseznos adolescentes que tengo por hijos y observando la carita tan linda de mi pequeña, me puse a darle vueltas a las cosas de siempre en mi cabeza. Así estuve hasta que entre las cortinas se filtró el primer rayo de luz del día. Entonces me levanté y me fui a trabajar.
Otros días me da más igual. Como uno de esos sábados del pasado verano. Estábamos de vacaciones en la sierra. En aquella época mi mujer aún me hablaba. Cuando vino Marta a que la llevara al baño, así lo hice. Evacuamos los dos, como de costumbre, y bebimos agua de un vasito supersofisticado que teníamos en aquel bungaló alquilado. La levanté como pude, «¡madre mía lo que pesaba entonces!», la llevé a su cuarto y me puse a recordar todas las aventuras en el parque del día anterior —en aquella época, aún jugábamos como familia—. Revivir las risas de Marta en el tobogán, y sus carcajadas cuando Nico y Sebas le hacían perrerías no me dejaban dormir.
Después de aquella rutina nocturna, mi mujer me estaba esperando, porque la había despertado. Me llamó, mostrándose coqueta o quizás celosa, «¿Qué pasa, que se te ha olvidado tu cama?». Así que volví a mi guarida. El calorcito nos enlazó a los dos: su ardor me atrapó al punto y mi frío la encendió. Acabamos haciendo el amor. En silencio. Eran las tres y ella se durmió enseguida. Yo me quedé dándole vueltas a la cabeza, como de costumbre: ¡Qué felices éramos entonces!
El fin de semana toca ir a casa de mis suegros: aún seguimos dividiéndonos un finde con mis padres, y otro, con los de ella. Los abuelos tienen derecho a jugar con los nietos mientras los tengan.
En casa de mi suegra hay que andar con cuidado. Su marido se despierta con el vuelo de una mosca, por lo que no le hace gracia cuando Marta viene a mi cuarto y se mete conmigo en la cama. La oye decirme «papi, pis», y se enfada si lo despertamos haciendo ruido para ir al baño. ¡Por eso creo que ha quitado el vaso del servicio! Tenemos que beber a morro del grifo. Cojo de nuevo a mi pequeña, «¡qué poquísimo pesa últimamente!, ¿estará adelgazando?», y la llevo a su habitación de nuevo. Hoy no me pide que me espere con ella, quizás está más dormida que nunca. Me vuelvo a mi cama y me quedo en mi lado, de espaldas a mi mujer. Ya ni nos rozamos y ese frío hace que me quede, incluso, más despierto: ¿por qué la tristeza?, ¿por qué estos días grises y el alma sombría?...

La semana parece que va pasando rápida. En estos últimos días, mi niña no me ha despertado para llevarla al baño. Quizás una vez, el miércoles o el jueves, creo. Además, todo fue como muy ligero. Creo recordar que ni me pidió que me quedase con ella en su cama. Yo, sin embargo, todos los días he estado despertándome a la misma hora de siempre. Aunque sin ella, he seguido cumpliendo con el ritual. Ya lo he asumido como mío.

La pasada madrugada, por ejemplo, eran las tres y media en punto. Miré la hora en el reloj digital de la mesita de noche. Bebí de ese vaso viejo y duro. «Parece que está más desconchado que nunca. ¿Quién lo habrá estado tirando últimamente contra el suelo sin llegarlo a romper? Quizás yo mismo, ¿quién sabe?... La noche y su duermevela lo confunde todo.»
Hoy ha sido un día muy duro en el trabajo. Además, llevo ya muchas noches seguidas sin dormir bien. Creo que me voy a la cama temprano, antes incluso de que se acuesten mis hijos y mi mujer. Ellos se quedan un rato más viendo la tele; mi mujer seguirá tirada en el sofá, revisando ese álbum de fotos viejas que no ha parado de hojear una y otra vez.
Yo me voy a dormir.
Hasta mañana.
Hasta mañana, papá —responden.
Con el cansancio de las últimas noches sin dormir, y quizás la pesadumbre que la vida acumula, me quedo dormido enseguida. Aun así, de nuevo me vuelvo a despertar en mitad de la noche: las dos y veintitrés marca el reloj. Me giro para levantarme y me topo de frente con mi pequeña Marta. ¡Qué susto! Me ha pillado por sorpresa, pues me había acostumbrado a que ya no se despertara. Las últimas noches, había pasado por delante de la habitación y la había encontrado cerrada y sin aparente vida dentro, ni los gemelos roncaban.
Hoy no me la esperaba, así que su delicado «papi, pis» me ha sabido a gloria. Después de tanto tiempo sin pedírmelo, echo de menos que mi pequeña me necesite.
«¡Qué volátil parece hoy!». Me muevo con agilidad por la habitación y el pasillo, es como si no llevara a nadie. Ahí estaba ella con su cabeza recostada en mi hombro izquierdo. Y yo feliz de poder portarla en mis brazos.
Llegamos al servicio. Ni siquiera enciendo la luz. La voy a bajar para ponerla sobre la taza, pero veo mis manos vacías. Parece como si se hubiera esfumado. La vi desvanecerse entre mis propios brazos: «¡Vuelve!», grito.
No puedo parar de llorar. El vacío interno me está devorando. Chillo y voceo, sólo para mis adentros, pues no quiero despertar a esos dos adolescentes que no tienen culpa alguna.
Y cojo el vaso. Y lo tiro. Y el tintineo que crea contra el suelo suena a vacío, como mi alma consumiéndose en rabia. ¡Y otra vez que el vaso no se rompe! Ahí queda, testigo de una furia nocturna y señero de una esperanza apagada.
Me vuelvo a mi cama, como de costumbre. Me meto bajo las sábanas, regresando a los témpanos helados de nuestra inanimada existencia. Esta vez, mientras todavía me da la espalda, la mano furtiva de mi mujer se escapa, e intenta buscar a oscuras la mía. La oigo gemir en agonía. Tampoco ella puede dormir. Se vuelve y me abraza, y me dice entre lágrimas:
No quiero llegar tarde hoy. Es su aniversario.
Nunca tuve nada contra los tranvías, pero aquel de las 8:45 de la mañana, hoy hace un año, se llevó mi vida con él. Tenía nombre de niña de cuatro años, Marta, y montaba una bicicleta arcoíris, simulando un unicornio, como a ella le gustaba.


Santos C.S. Bermejo
*
Nació en Daimiel (Ciudad Real) en 1978. Es licenciado en Teología por el Seminario Diocesano de Ciudad Real, y también en Filosofía. Casado y padre de dos hijos. Trabaja como profesor y director del departamento de Español en una Grammar School de Kent, Inglaterra. Escritor de relatos y cuentos, ha participado en diversas antologias y ha publicado algunos, como Hoja de caer (Gunis Media, 2022) o Cuentos del Medway (ExLibric, 2023), recientemente traducido al francés, inglés, alemán e italiano. Acaba de publicar Jim & Tina y el trébol de cuatro hojas (Serendipia Editorial, 2025). Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.


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