Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
A
Elisa, desde el otro lado del mar
—¿Qué?
—¿Te
vienes un poquito a mi cama?
Como
tantas otras noches, me incorporo, la cojo en brazos y la llevo a su
habitación. Me meto en la cama con ella. Yo no me arropo para no
quedarme dormido, aunque ella sí, y se duerme enseguida.
Me
encantan esos momentos con mi hija.
Sin
embargo, lo cierto es que también me fastidian un poco. Estoy
deseando que se duerma para volverme a mi cama calentita, al lado de
mi mujer. Ese calorcito natural en mi propio nido hace que coja el
sueño en un santiamén.
Parece
que esto de despertarse en mitad de la noche se está convirtiendo en
rutina. Últimamente, a eso de las dos o las tres de la madrugada,
Marta aparece en nuestra habitación, pasa por delante del armario,
viene a mi lado de la cama y se mete unos minutillos conmigo. Al rato
me dice: «Papi, pis». La tomo en brazos y, sorteando la ropa tirada
por los suelos, la llevo al baño. Ya que estoy, aprovecho yo
también. La cojo de nuevo —hay que ver cuánto pesa— y la llevo
a su cuarto otra vez, con cuidado para no despertar a sus hermanos
que duermen en la litera de enfrente.
La
dejo acostada con el sigilo con el que caza una pantera. Me giro para
regresar a mi habitación, con la misma presteza con que una gacela
la esquiva, y entonces la oigo decir:
—Papi.
—¿Qué?
—me paro antes de salir por la puerta.
—¿Te
esperas un poquito conmigo?
Así
que me meto en su cama de nuevo sin arroparme, claro, para no
quedarme dormido, con el deseo de poder volver pronto a mi guarida.
Hoy
ha sido una de esas noches. Ahora no hay forma de conciliar el sueño.
No puedo evitarlo, mi cabeza empieza a dar vueltas a todo y no
consigo parar de pensar. ¿En qué? En nada o en todo o en qué sé
yo; no tiene importancia, o a veces mucha. Esto es lo que en realidad
me jode: que no siempre me vuelvo a dormir a la primera; algunas
noches se me van un par de horas dándole vueltas a cosas que, a la
mañana siguiente, ya ni están.
El
otro día fue igual. Iba a tener un día duro en el trabajo. Así que
después de nuestra liturgia nocturna en el baño con mi pequeñita
Marta, me puse a pensar en todas las tareas que el día siguiente me
brindaría.
Lo
mismo pasó el día anterior. Terminó su rutinaria micción. Ya que
estaba yo en el baño, también aproveché. Bebimos agua los dos, con
el vasito ese de cristal duro de los yogures Yoplait —aún tenía
la etiqueta a medio quitar—. Levanté a Marta, apoyándola contra
mi pecho. Estaba ya prácticamente dormida. Parecía que pesaba un
poco menos que otros días. «Quizás el dinero que estoy echando en
el gimnasio está dando sus
frutos».
Se abrazó a mi cuello. Al ir a salir del baño, le di una patada al
cerco de la puerta con el dedo pequeño del pie derecho: «For
God sake!!».
Todavía sigo blasfemando en inglés, si grito para mis adentros
—debe ser fruto de la década de sufridor en Londres, cuando lo de
la crisis—. Y con el dolor, el silencio nocturno, los ronquidos de
esos dos oseznos adolescentes que tengo por hijos y observando la
carita tan linda de mi pequeña, me puse a darle vueltas a las cosas
de siempre en mi cabeza. Así estuve hasta que entre las cortinas se
filtró el primer rayo de luz del día. Entonces me levanté y me fui
a trabajar.
Otros
días me da más igual. Como uno de esos sábados del pasado verano.
Estábamos de vacaciones en la sierra. En aquella época mi mujer aún
me hablaba. Cuando vino Marta a que la llevara al baño, así lo
hice. Evacuamos los dos, como de costumbre, y bebimos agua de un
vasito supersofisticado que teníamos en aquel bungaló alquilado. La
levanté como pude, «¡madre mía lo que pesaba entonces!», la
llevé a su cuarto y me puse a recordar todas las aventuras en el
parque del día anterior —en aquella época, aún jugábamos como
familia—. Revivir las risas de Marta en el tobogán, y sus
carcajadas cuando Nico y Sebas le hacían perrerías no me dejaban
dormir.
Después
de aquella rutina nocturna, mi mujer me estaba esperando, porque la
había despertado. Me llamó, mostrándose coqueta o quizás celosa,
«¿Qué pasa, que se te ha olvidado tu cama?». Así que volví a mi
guarida. El calorcito nos enlazó a los dos: su ardor me atrapó al
punto y mi frío la encendió. Acabamos haciendo el amor. En
silencio. Eran las tres y ella se durmió enseguida. Yo me quedé
dándole vueltas a la cabeza, como de costumbre: ¡Qué felices
éramos entonces!
El
fin de semana toca ir a casa de mis suegros: aún seguimos
dividiéndonos un finde con mis padres, y otro, con los de ella. Los
abuelos tienen derecho a jugar con los nietos mientras los tengan.
En
casa de mi suegra hay que andar con cuidado. Su marido se despierta
con el vuelo de una mosca, por lo que no le hace gracia cuando Marta
viene a mi cuarto y se mete conmigo en la cama. La oye decirme «papi,
pis», y se enfada si lo despertamos haciendo ruido para ir al baño.
¡Por eso creo que ha quitado el vaso del servicio! Tenemos que beber
a morro del grifo. Cojo de nuevo a mi pequeña, «¡qué poquísimo
pesa últimamente!, ¿estará adelgazando?», y la llevo a su
habitación de nuevo. Hoy no me pide que me espere con ella, quizás
está más dormida que nunca. Me vuelvo a mi cama y me quedo en mi
lado, de espaldas a mi mujer. Ya ni nos rozamos y ese frío hace que
me quede, incluso, más despierto: ¿por qué la tristeza?, ¿por qué
estos días grises y el alma sombría?...
La semana parece que va pasando rápida. En estos últimos días, mi niña no me ha despertado para llevarla al baño. Quizás una vez, el miércoles o el jueves, creo. Además, todo fue como muy ligero. Creo recordar que ni me pidió que me quedase con ella en su cama. Yo, sin embargo, todos los días he estado despertándome a la misma hora de siempre. Aunque sin ella, he seguido cumpliendo con el ritual. Ya lo he asumido como mío.
La
pasada madrugada, por ejemplo, eran las tres y media en punto. Miré
la hora en el reloj digital de la mesita de noche. Bebí de ese vaso
viejo y duro. «Parece que está más desconchado que nunca. ¿Quién
lo habrá estado tirando últimamente contra el suelo sin llegarlo a
romper? Quizás yo mismo, ¿quién sabe?... La noche y su duermevela lo confunde todo.»
Hoy
ha sido un día muy duro en el trabajo. Además, llevo ya muchas
noches seguidas sin dormir bien. Creo que me voy a la cama temprano,
antes incluso de que se acuesten mis hijos y mi mujer. Ellos se
quedan un rato más viendo la tele; mi mujer seguirá tirada en el
sofá, revisando ese álbum de fotos viejas que no ha parado de
hojear una y otra vez.
Yo
me voy a dormir.
—Hasta
mañana.
—Hasta
mañana, papá —responden.
Con
el cansancio de las últimas noches sin dormir, y quizás la
pesadumbre que la vida acumula, me quedo dormido enseguida. Aun así,
de nuevo me vuelvo a despertar en mitad de la noche: las dos y
veintitrés marca el reloj. Me giro para levantarme y me topo de
frente con mi pequeña Marta. ¡Qué susto! Me ha pillado por
sorpresa, pues me había acostumbrado a que ya no se despertara. Las
últimas noches, había pasado por delante de la habitación y la
había encontrado cerrada y sin aparente vida dentro, ni los gemelos
roncaban.
Hoy
no me la esperaba, así que su delicado «papi, pis» me ha sabido a
gloria. Después de tanto tiempo sin pedírmelo, echo de menos que mi
pequeña me necesite.
«¡Qué
volátil parece hoy!». Me muevo con agilidad por la habitación y el
pasillo, es como si no llevara a nadie. Ahí estaba ella con su
cabeza recostada en mi hombro izquierdo. Y yo feliz de poder portarla
en mis brazos.
Llegamos
al servicio. Ni siquiera enciendo la luz. La voy a bajar para ponerla
sobre la taza, pero veo mis manos vacías. Parece como si se hubiera
esfumado. La vi desvanecerse entre mis propios brazos: «¡Vuelve!»,
grito.
No
puedo parar de llorar. El vacío interno me está devorando. Chillo y
voceo, sólo para mis adentros, pues no quiero despertar a esos dos
adolescentes que no tienen culpa alguna.
Y
cojo el vaso. Y lo tiro. Y el tintineo que crea contra el suelo suena
a vacío, como mi alma consumiéndose en rabia. ¡Y otra vez que el
vaso no se rompe! Ahí queda, testigo de una furia nocturna y señero
de una esperanza apagada.
Me
vuelvo a mi cama, como de costumbre. Me meto bajo las sábanas,
regresando a los témpanos helados de nuestra inanimada existencia.
Esta vez, mientras todavía me da la espalda, la mano furtiva de mi
mujer se escapa, e intenta buscar a oscuras la mía. La oigo gemir en
agonía. Tampoco ella puede dormir. Se vuelve y me abraza, y me dice
entre lágrimas:
—No
quiero llegar tarde hoy. Es su aniversario.
Nunca
tuve nada contra los tranvías, pero aquel de las 8:45 de la mañana,
hoy hace un año, se llevó mi vida con él. Tenía nombre de niña
de cuatro años, Marta, y montaba una bicicleta arcoíris, simulando
un unicornio, como a ella le gustaba.
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Santos C.S. Bermejo |
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