martes, 7 de noviembre de 2023

Segunda cama abajo......Emerio Medina

Foto: Carolina
Estaba mareado. Desde el primer momento sintió la pesadez en el estómago. Las ondulaciones del mar lo habían convertido en un espectador pasivo de todo lo que pasaba a su alrededor. Las nubes bajas dibujaban formas caprichosas. La luna brillaba por encima, colgaba como un gran foco suspendido en el cielo. Las estrellas estaban más allá, lejanas, inalcanzables. Podía contarlas, y quería hacerlo. Era tan fácil desde el mar. Sólo levantar los ojos y dejar que las estrellas se contaran solas. Cuántas habría. Seguramente muchas más de las que se veían desde tierra. Miles de puntos brillantes sobre el fondo negro. Millones, quizá. Tenía todo el tiempo del mundo para contarlas bien. Para diferenciarlas y repasar cada punto brillante y memorizar su posición. Ahora, contando las estrellas desde el mar, tenía todo el tiempo. Pero la sal del aire lo obligaba a mirar con los ojos entrecerrados. Le lagrimeaban cuando miraba el cielo y las fosforencencias de las olas. Se los frotaba con las mangas de la camisa, y era peor.
      Los vómitos habían llegado después. Se oprimía el estómago con las manos apretadas sobre el vientre. Trataba de mantener la cabeza en alto para no marearse por completo. El bote se balanceaba entre el tuc-tuc-tuc del motor y los golpes de las olas en los costados. Bajo las tablas de la popa se podía sentir el borboteo del agua por el empuje de la hélice. No sabía mucho de botes,  pero  estaba  claro  que la  hélice giraba en algún lugar bajo la popa. Giraba y hacía borbotear el agua. Giraba, y el bote se movía adelante. Avanzaba lento sobre las olas aceitadas. Avanzaba seguro, metro a metro, corriendo sin apuro sobre el mar negro y liso, dejándose empujar por los golpes de la hélice y por un viento leve que soplaba hacia el nordeste, hacia los cayos, o hacia el golfo de México, qué sabía él.
         Pero eso no le preocupaba. A fin de cuentas, no estaba solo. A la luz de la luna veía moverse la alta figura de su padre. La podía diferenciar entre las figuras de los otros. Lo oía hablar, y se sentía seguro. Reconocía su voz entre todas las voces y los ruidos del mar. La voz áspera y cercana llegaba como una brisa ligera y acariciaba los oídos. Traía toda la calma y el sosiego. Hacía olvidar el peligro del viaje y la creciente irritación de los ojos.
        Conocía bien a los dos hombres con sombrero. Era gente del barrio. Vecinos que venían a todas las fiestas en la casa. Amigos de la familia que siempre pasaban a saludar y se quedaban conversando con el padre cuando llegaban juntos del trabajo. Los miraba y se sentía bien. Se sentía confiado y sereno, como en el barrio, cuando veía pasar el tren por detrás de las casas y miraba las cañas que se caían de los vagones. Pitaba el tren desde lejos, y él se paraba en la ventana. Esperaba para verlo pasar. Veía las cañas que formaban una endiablada maraña en los vagones. Se sentía seguro mirando las cañas desde la ventana. Se sentía igual ahora. Se sentía contento. Sólo el mareo tan fuerte que lo obligaba a mantener la cabeza en alto, y la irritación en los ojos por la sal del aire, y el lagrimeo constante que se acentuaba poco a poco, tan molesto para mirar al cielo y contar las estrellas.
          Al mulato grande nunca lo había visto. A la mujer, sí. La recordaba de algún lugar del pueblo. Una mujer como tantas otras que había visto. Como las profesoras del politécnico, o como las vecinas del barrio. Podía haberse equivocado, pero estaba casi seguro de que trabajaba en la pizzería. Algo en ella le recordaba a su madre, y la miraba por eso. Podía ser la forma de mirar alrededor, o la suavidad con que acariciaba el pelo de la muchacha. O sería la callada resignación que tienen todas las madres y que sólo podía echar de menos ahora, a tantos kilómetros de la costa, en un bote que se movía lento entre marejadas de poca altura y un viento no demasiado fuerte que empujaba de costado.
          —No hables con nadie —le había dicho el padre.
        Él respetaba eso. Lo había tomado como una orden. Se había mantenido en silencio todo el viaje. Era una prohibición necesaria. Debía serlo. Nada que se pudiera discutir. Nada que hablar ni decir que no. El padre lo había dicho con la voz áspera de siempre, igual que en la casa, cuando le decía que se quedara en la ventana y no se metiera entre las vías a recoger las cañas que caían del tren.
        Pero le habría gustado hablar con la muchacha. Era la única de su edad. Un poco delgada, con el pelo negro y el cuerpo tembloroso y frágil. Estaba arrinconada en el fondo del bote y sólo levantaba la cabeza para vomitar. La sentía toser y arquearse sobre la borda. La miraba un poco. La veía resoplar mientras la madre le limpiaba la nariz y la boca con un trapo. En la cara se le podían ver los rigores del viaje acentuados por la débil naturaleza de las mujeres más jóvenes. La huellas de la madrugada se le iban haciendo visibles en el rostro con el sol naciente. No podía verle los ojos porque ella mantenía la mirada baja. Sólo cuando levantaba la cabeza podían verse los dos punticos brillando.
         —¿Falta mucho, mami? —preguntaba una y otra vez.
        La compadecía. Estaba claro que las mujeres la pasaban mal en un viaje así. No eran como los hombres, que podían aguantar sin quejarse. Sin vomitar. Sin hacer arqueadas sobre la borda por el sube-y-baja de la embarcación. Y él trataba de no hacerlo. Se apretaba fuerte con las manos sobre el estómago y respiraba por la boca. Se mordía la lengua para espantar el mareo. Se la mordía duro, y sentía el sabor de la sangre. Mantenía los ojos abiertos aunque le dolieran. Los abría bastante aunque el viento le golpeara las pupilas y sintiera crecer la irritación en los párpados.
        La mujer casi no hablaba. Apretaba fuerte a la muchacha contra el fondo, pero ni una ni otra se quejaba. Las miraba con curiosidad y con deseos de decirles algo. Quería decirles cualquier cosa para demostrar que no estaba mareado y que no necesitaba protección de nadie, y ahora descubría que no recordaba tanto a su madre. Aquel último momento de despedida en la costa había sido suficiente. Ella sí lloró, y lo apretó contra el pecho.
         —Cuídate, mijo —había dicho una y otra vez.
         —Sí, mami. Sí —había dicho él.
        Recordaba eso, pero no sentía nostalgia. Después de siete horas no sentía ninguna nostalgia. En parte por el mareo y las ganas de vomitar, que no lo dejaban pensar bien, y en parte porque sentía muy cerca la mirada del padre, una mirada fuerte que podía ser a la vez hiriente y dulce.
        Uno de los hombres contaba algo sobre el mar. Oyéndolo, podía imaginar cosas agradables. Viajes a la playa en el verano con los muchachos del barrio. Botes que flotaban sobre aguas transparentes y tranquilas. Pesquería nocturnas a la luz de un mechón en los manglares de la costa, con el miedo a los cangrejos que se quedaban inmóviles y levantaban las tenazas cuando veían la luz, o el susto por el grito de algún ave nocturna que saliera volando de pronto sobre el mar. Eran aventuras de pescadores que provocaban risa y terminaban siempre bien. Nada que pareciera peligroso o muy difícil de creer. Nada que recordara la tormenta, los tiburones, la muerte. Sólo gaviotas que parecían acompañarlos, y olas mansas que acariciaban los costados del bote, y un sol redondo que seguía una invisible línea ascendente sobre la blanda planicie del agua.
      La molesta oscuridad había desaparecido por completo. Los ojos podían registrar ahora cada detalle. Cada ondulación. Aguamalas que se confundían con la espuma del agua, o sargazos que flotaban como enormes cuerpos muertos y formaban figuras caprichosas en la superficie. Al golpeteo de las olas y al rugido del motor se habían sumado los sonidos de día, la conversación ruidosa de los hombres y el piar agudo y lastimero de las gaviotas. Pasaban cerca, en lento vuelo sobre el mar, con las alas desplegadas y el pico abierto. Las veía planear en el aire, casi al alcance de la mano, y zambullirse de pronto en el azul.
         El malestar del mareo desaparecía mirando el juego de las aves. Quería tocarlas. Se preguntaba si sería bueno dejarse picotear las manos por ellas. Serían picotazos leves, algo como cosquillas en las palmas y en las yemas de los dedos. Nada difícil de aguantar. Arañazos insignificantes con el pico y las uñas. Levantaba las manos al aire para que las aves se amansaran. Para que se posaran y le picotearan los dedos. Pero los ojos irritados lo obligaban a mantener la mirada baja. Miraba al fondo del bote y veía la masa inmóvil de la muchacha y la madre. Estaban hechas un ovillo entre las mochilas y los bultos. Viéndolas allí, olvidaba el dolor y el mareo. Un fuerte sentimiento de superioridad se sobreponía a todo.
         El viaje no era tan peligroso como había oído decir. Unas cuantas horas en el mar y estarían lejos. En la Florida, o en alguno de los cayos. Nadie podía decirle ahora que la travesía no era posible. Ya eran siete horas sin contratiempos. Siete horas de mar en calma y viento leve que borraban cualquier temor. Podía decir adiós a las historias de gente ahogándose en el mar de que tanto hablaban los profesores. Adiós a los reportajes de la televisión tan cargados de desaliento y angustia. Adiós al miedo, y al susto de las tormentas, y a los ataques de los tiburones hambrientos.
        El mar lo había recibido como a un amigo viejo y le había brindado toda clase de atenciones. Sólo el ardor en los ojos y el mareo que casi lo había hecho vomitar, pero todo había salido bien durante siete horas. Cuántos planes había hecho en ese tiempo. Regresaría a Cuba en un par de años. Entraría al barrio manejando un carro moderno. Volvería con los bolsillos llenos de dólares. Con un teléfono celular colgado al cinto para sorprender a los amigos. Con la piel tan blanca como había visto en la gente que venía de visita por una o dos semanas. Pensaba en los planes y en el regreso, y sonreía mirando el mar tranquilo. Las aguamalas y los sargazos flotaban en la superficie. Las gaviotas chillaban suspendidas en el aire, volando cerca, pidiéndole que levantara las manos para posarse y picotearle los dedos.
          Pero había algo en el piar de las gaviotas. Un tono ligeramente amargo. Triste, quizá. El pensamiento se le fue tras el piar. Voló rápido sobre el agua y llegó a la playa de donde partieran por la noche. Voló más lejos. Más. Allá, sobre las casas del barrio y las vías del ferrocarril. Adentro. Al campo. Al politécnico. El nombre le sonó en los oídos. Lo hizo temblar. Lo sacudió por dentro como la campana que avisaba la hora del baño el día que la besó en la boca por primera vez.

Marbileydis. Se había escurrido tras la escalera. Lo miraba con los ojos bajos. Volteaba la cabeza en un movimiento gracioso que parecía una invitación. Sonreía con los labios entreabiertos y dejaba ver unos dientes brillantes y cuidados. Él fue hacia ella. Se apuró sin mirar alrededor. Estaba dispuesto a escalar el muro de indiferencia que las mujeres de esa edad imponen a los hombres.
        Era un juego viejo. Ya le había pasado con otras. Y había pasado que alguna se dejara acorralar en un rincón solitario para correr después, riéndose, y lo mirara desde lejos, desde la plaza de formación o desde los pasillos, a salvo entre los profesores y los muchachos. Con Marby había sido igual. Llevaban meses mirándose, desde que el curso empezó y la escuela se llenó de estudiantes de todas partes, muchachos de los pueblos cercanos y lejanos, muchachos y muchachas de la misma edad que se miraban con interés o con recelo y se iban conociendo mejor cuando el curso avanzaba.
        Ella había preferido mantenerse distante. Desde el primer momento le dio a entender que le interesaba, pero rehuía los encuentros frontales y se escurría lejos de su alcance cuando él trataba de iniciar una conversación. Y él se había conformado con su suerte. Se limitaba a mirarla en el comedor sin atreverse a nada más. Los muchachos del aula insistían en que debía acelerar las cosas. Le daban consejos sobre cómo proceder. Le prestaban ropa bonita en los días de recreación. Pero Marbileydis se mantenía lejos y bailaba con otros, con los del segundo y el tercero, que por ser mayores tenían por novias a las muchachas más bonitas del primer año, inexpertas y miedosas, que se dejaban convencer fácilmente, se dejaban arrastrar por los pasos de baile aprendidos para la ocasión y por la jerga pretenciosa de los varones, tan llena de sutilezas y palabras apropiadas.
        Él aceptó el reto. Se fue curtiendo en la palabrería del oficio. Lo fue aprendiendo todo poco a poco. Fue dejando atrás los arraigos infantiles de la casa, toda la simpleza inútil que no cabía en el ambiente viril de politécnico. Y Marby ta era otra también. Había crecido en pocos meses. Tenía en los ojos algo como una chispa rápida que lo inundaba todo. Pronto las miradas comenzaron a cruzarse cargadas con un tipo nuevo de pasión.
       Un día conversaron en los surcos mojados, entre las tuberías del riego y las guatacas llenas de fango. Salieron del campo con las manos entrelazadas. Caminaron juntos sin hacer caso de los muchachos que les silbaban y se reían cerca. Se sentaron en el pasillo para anunciar al mundo la buena nueva mientras esperaban la hora del baño. Ella se dejó arrastrar hacia un lugar discreto, pero todavía se mantuvo indiferente y alerta. Él trató de besarla en la boca, y ella logró escurrirse tras la escalera. Lo miraba con los ojos bajos. Volteaba la cabeza con un movimiento gracioso que parecía una invitación. Él se acercó. Se le pegó bastante y ella no dijo nada.
       La campana sonó cuando los labios apenas se habían rozado. Ella lo empujó. Se asustó, tal vez. Las mujeres son así, se asustan por cualquier cosa. Le costó trabajo convencerla. La llevó hasta la puerta de la enfermería, lejos de las miradas indiscretas y del bullicio de los muchachos que subían las escaleras. Detrás de la columna la besó otra vez. Un beso largo. Dulce. Ella lo dejó hacer. La campana volvió a sonar. Era la hora del baño. Tuvo que dejarla y correr hacia el albergue como corría el bote ahora alejándose de Cuba. Del politécnico. De ella.

Mi primo tiene un tallercito allá —decía uno de los hombres—. Es tremendo mecánico y se la busca fácil. Allá sí se puede.
         Los hombres asintieron. Movieron la cabeza en señal de aprobación. Cada uno imaginaba para sí mismo un destino similar. Sólo necesitaban un poco de la buena suerte. Era preciso llegar para que todo fuera cierto. Llegar. Sólo llegar. Tendrían trabajos limpios en tiendas y gasolineras con salarios que nadie podía imaginarse. Carros de uso, casi nuevos, que se vendían por sumas pequeñísimas en comercios de segunda mano. Apartamentos elegantes donde podían envejecer felices y ahorrar dinero para el futuro. Operaciones rentables, absolutamente legales, que podían hacerlos ricos en poco tiempo. El padre habló del negocio de los camiones.
      —Allá voy a manejar una rastra grande. Un hierro nuevo, con su aire acondicionado y su computadora. Eso deja muchísimo dinero.
       Era todo lo que hacía falta. Dinero. Un carro bueno y una casa. Abundante comida y ropa, todo eso estaba muy bien. Diversiones sanas en lugares atractivos, comodidades de toda clase que nunca habrían podido lograr en su propio país. Viajes en avión con pasajes comprados al momento. Giras de descanso por ciudades y balnearios que en Cuba la gente ni siquiera sabía que existieran. Todo eso era posible ahora. Todo eso se podía lograr en poco tiempo de trabajo serio y pequeñas privaciones sin importancia. Pero, sobre todo, dinero.
        Era lo que hacía falta para volver al país. Para volver al barrio en un par de años, llegar sin aviso previo y sorprender a la gente. Llegar una noche y hacer una fiesta para todo el mundo. Hacer que se levantaran todos en el barrio y deslumbrarlos con el carro y las prendas. Chapurrear algo en inglés para que todos se asombraran. Todos. Los amigos que habían dejado atrás y seguro estaban muriéndose de hambre. Los familiares cercanos y lejanos que los esperaban con impaciencia, exhaustos y famélicos, haciendo de todo para sobrevivir a las precariedades de la Isla. Y los enemigos también, para que vieran que siempre estuvieron equivocados. Para que abrieran los ojos de una vez y se dieran cuenta de todo lo que el mundo podía ofrecer allá afuera. Que sintieran envidia y se les reventaran las tripas por dentro.
        —Alquilar el Yulla y llevar el barrio entero pa’llá —decía el mulato grande.
       Los planes eran idénticos. Los sueños de volver un día. Los grandes sueños del regreso que flotaban en el viento leve. La sola idea de regresar lo devolvió al politécnico. Allá estaba ella. Allá, con los senos firmes y el cuerpo intacto. Él nunca estuvo con ella. Nunca pudo.

Una vez se quedaron en el aula después del último turno. Los muchachos se fueron, los dejaron solos. Era un buen momento para explorar su cuerpo y conocerla bien. Se besaron tanto que ella tenía la cara y los labios enrojecidos. Del inocente manoseo pasaron a juegos más profundos, a carias atrevidas y deseos difíciles de aguantar, hasta que los dos fueron presa de una fuerte excitación.
       —Estás loco —dijo ella.
       En el aula no podía ser. No debía ser, y eso quedaba claro. Cualquiera podía llegar y sorprenderlos. Podía llegar un profesor de los que siempre andaban a la caza de situaciones similares. O una empleada que viniera a limpiar el piso. O un estudiante que llegara con el pretexto de un libro olvidado en la cajuela de la mesa.
       —¿Te imaginas lo que pasaría? —dijo ella.
      El riesgo era demasiado grande. Habían visto estudiantes humillados por el director en el matutino, delante de la escuela entera, en la plaza de formación. Los presentaban como delincuentes que no merecían los esfuerzos del gobierno.
        —Sinvergüenzas —había dicho el director.
      Había amenazado con expulsarlos, y eso servía de escarmiento. Lo recordaban, y por eso tenían miedo ahora. Se contenían alejándose un poco, distanciándose, para que la sangre se calmara. Pero la excitación del momento no podía pasar tan fácilmente.
        —Ven esta noche a mi cama —dijo ella.
      ¿Entrar al albergue de las hembras? Sí. Era una posibilidad. Era la mejor de todas. Riesgosa también, pero menos. Arriesgarse por la noche era mejor que arriesgarse en el aula. Y en la cama estarían más cómodos. Estarían acostados sobre un colchón de verdad dentro del albergue oscuro. Estarían desnudos los dos. Estarían todo el tiempo necesario sin el susto de ser sorprendidos por alguien.
    —Ven después de las once, cuando las muchachitas se hayan dormido. Sube sin que te vean los profesores. Te voy a esperar allá, tercer cubículo, primera fila. Segunda cama abajo.
       Muy bien. Todo parecía fácil. Subir hasta el cuarto piso y entrar al albergue de las hembras. Sólo tendría que esperar la hora. Vigilaría a los profesores de guardia y correría por los pasillos iluminados sin que lo vieran. No sería tan fácil, en realidad, pero se podía hacer.
      Esa noche no hubo oportunidad. Los profesores daban sus vueltas por los pasillos. Esperó escondido detrás de una columna, mirando los pasillos y las escaleras, calculando el mejor momento para correr hacia los accesos del albergue, pero las horas pasaron, y tuvo que desistir. Y desistió otra vez la noche siguiente, y la otra. Los días pasaban y no tenía ninguna posibilidad. Ni un solo momento de pasillos solitarios. Ni una sola ocasión de escabullirse y volar por las escaleras hacia el cuarto piso.
      Se besaban en el aula. Se acariciaban hasta romper los botones. Se abrazaban en el campo y en los pasillos sin hacer caso de los llamados de atención. Esperaban su oportunidad para estar solos pero el momento propicio no llegaba. Los muchachos empezaron a hablar. Los amigos más cercanos. Hacían comentarios molestos de cuándo y dónde. De si por fin y si por cuánto. Le sugerían escaparse de la escuela, o encerrarse con ella en el aula después de las clases. Proponían ayudar. Vigilarían entre todos a los profesores y los empleados. Inventaban soluciones risibles, y él lo soportaba todo con angustia y se culpaba por la situación tan molesta mientras vigilaba los pasillos iluminados.
        Un estudiante del tercer año le dio la información necesaria.
        —El alero. Ve por el alero. De noche.
        Todo tan fácil. Subir a la azotea del edificio y descolgarse hasta el alero del cuarto piso. Podía caer desde casi veinte metros y romperse la cabeza. Podía matarse en un descuido. Podía resbalar sobre el alero húmedo por el rocío nocturno, o tropezar con los salientes de las vigas. Pero no quería pensar en esa posibilidad. No ahora, cuando todo parecía estar al alcance de la mano.

El bote se balanceaba fuerte. El viento había cambiado. Soplaba en otra dirección. Golpeaba fuerte en la cara y en los ojos. Silbaba en los oídos y hacía flotar las solapas y las mangas de la camisa. Las olas, antes tan mansas, daban señas de avivarse.
        —El motor está caliente —dijo el padre.
        —Ya son doce horas, compadre. Apágalo un rato —dijo alguien.
       Nadie estuvo de acuerdo. Apagar el motor podía significar desviarse del rumbo. Quedarían a la deriva, y eso podía ser fatal. Eso y la noche. Eso y la tormenta. Pero la noche estaba lejos todavía. El sol parecía haberse quedado colgando definitivamente en la mitad del cielo. Hería en los ojos con un molesto resplandor de agua. La tormenta, en cambio, estaba cerca. Esperaba en algún lugar bajo el cielo azul del mediodía, hacia el oeste, donde la brisa empezaba a amontonar las nubes.
       Ya el viento soplaba fuerte cuando el motor se apagó. El agua borboteó una última vez bajo los tablones de la popa, y luego todo quedó tranquilo, sólo el rugido del viento en los oídos y el golpeteo incesante de las olas.
        —Esto se jodió —oyó decir al padre.
       Uno de los hombres trató de arreglar el motor. Los demás se pusieron a remar. Se extendieron los remos a los costados. Subían y bajaban como brazadas largas que hacían espumar el agua alrededor. La embarcación empezó a moverse lentamente, más lento que antes, pero avanzaba segura entre las olas.
      En el fondo del bote también hubo movimiento. La madre y la hija miraban a los hombres tratando de entender. En la cara se les veía que estaban asustadas, y ahora él pudo ver bien los ojos de la muchacha. Eran azules y redondos. Brillantes. Dejaban ver un poco del miedo y la desesperación. Algo recordó él mirándole los ojos. Algo lejano y deseado.

Segunda fila, primera cama —había dicho él.
        —No, no, no —dijo Marbileydis—. Primera fila. Segunda cama abajo.
        —Iré esta noche.
        —¿Te atreverás?
        —Claro. Por el alero.
        —¿Estás loco? Si te caes de ahí…
        —¿Qué te pasa? Yo soy un hombre. Los hombres no se caen de un alero.
        —Pero es peligroso…
        —No me caigo y ya. Espérame a las once.
       A las once exactas estaba en el alero. Había ensayado por el día en los peldaños estrechos de la escalera, pero no era lo mismo. Mantuvo el cuerpo pegado a la pared mientras caminaba con cuidado en la oscuridad sin otro asidero que el equilibrio propio. Avanzaba con miedo a tropezar con los salientes de las vigas. Miraba el plano estrecho y largo que podía ocultar un papel mojado, una cáscara de mango, una piedra o un pedazo de madera. Algo que pudiera hacerlo resbalar. Una trampa del destino, podía pensarlo así. Lo pensaba, tal vez, y trataba de no mirar hacia abajo.
       Aguantó el aire hasta el final del camino. Saltó la pared baja y cayó de pie sobre el piso de la sala de estar. Respiró entonces. Lo había logrado. Lo demás era fácil. Todavía sintió algún miedo cuando empujó la puerta y las bisagras chirriaron. El sonido se le hizo fuerte en los oídos. Se desprendió de la sensación tan molesta, respiró fuerte, apretó los puños y los labios y se orientó dentro del albergue oscuro.
        “Tercer cubículo.”
     Las literas se alineaban adelante. Podía ver los contornos de las camas y los bultos blancos de las muchachas dormidas. Estaba nervioso, pero no era por lo del alero o la puerta. Estaba cerca de Marby. Cerca. Cerca. Estaba nervioso por ella.
        Se sentó en su cama. Se acostó a su lado sobre el colchón blando, sin hablar. La oyó respirar durante un rato. Le acarició el pelo y la cara. Podía sentir su olor. Acercó el rostro y le respiró cerca, profundo, hasta llenarse por dentro. Ella despertó.
        —Soy yo. Yo.
       Se besaron. Cómo se besaron. Y los besos abrieron el camino a caricias atrevidas. Al roce y al juego de los cuerpos desnudos. Ella iba a ser suya esa misma noche..., pero algo pasó. Prefería no recordarlo. Prefería no pensar. Lo recordaba con rabia y apretaba los puños y los dientes. Fueron los nervios, quizá. La tensión del momento. Había oído que a veces pasaban las cosas así, pero no se conformaba. No se podía conformar, y eso le molestaba. Por suerte, ella no se rió.
        —Eso le pasa a cualquiera —dijo.
      Tuvo que irse como vino, pero el camino de vuelta le pareció un infierno. Volvió al alero y regresó a su lugar. Se acostó pensando en todo lo que había pasado. Por qué pasó. Por qué a él. Por qué precisamente esa noche. Por qué. Por qué. Y qué habría pensado Marbileydis. Qué estaría pensando de él. Seguro no lo miraba más. Seguro estaba pensando que él era un mocoso inmaduro. Un figurín bueno para nada. Puro blablablá y nada que hacer a la hora buena. Un inútil sin experiencia, sin dominio de la situación, con muchas cosas que aprender todavía antes de andarse metiendo con mujeres.
       Y a los muchachos del aula que estaban esperando la noticia… Qué les iba a decir a los muchachos. Qué historia podría inventar para que no se le rieran en la cara. Qué cuento hacer de cómo fueron las cosas. Qué detalles ocultar para que la historia pareciera verdad.

Recordaba todo esto ahora mientras el bote se mecía peligrosamente. Las olas ya eran grandes con la tarde. El viento soplaba con fuerza, golpeaba la cara y los ojos. Los hombres trataban de mantener el rumbo a golpes de remo.
     Las mujeres se apretaban en el fondo. La muchacha lloraba. La madre aguantaba las lágrimas con esfuerzo. Él les miraba la cara y trataba de no parecer asustado. Soportaba el dolor en los ojos y seguía mirándolas. Los entrecerraba un poco y se mantenía firme sobre el tablón que servía de asiento.
        Con la noche todo se fue poniendo peor. El mar había cambiado de azul a negro. El bote era zarandeado por olas compactas que atacaban con fuerza los costados. Tuvieron que echar al agua toda la comida y las cosas menos importantes. Las mochilas. Los bultos. La ropa. Se quedaron sólo con el agua y los salvavidas.
       A las once se rompió el timón. El bote quedó a la deriva y empezó a moverse en remolinos amplios. Remar era inútil. Sólo podían esperar que la tormenta pasara.

A las doce. Ven esta noche a las doce —había dicho ella.
       Lo acarició por la mañana en el comedor. Le preguntó si se sentía bien. Lo besó en la boca. Un beso rápido, le pareció, y se quedó callado. Ella lo besó otra vez. Un beso fuerte y largo ahora, intenso, como para hacerle olvidar toda la angustia de la noche anterior. Él no se atrevió a mirarle a los ojos.
      Sentía vergüenza. Se sentía aplastado. Incómodo. Se mantuvo así toda la mañana. Quería irse lejos. Escapar de la escuela y de los muchachos del aula. Evitaba las preguntas y se mantenía distante. Pero ella lo besó otra vez, y él se dejó acariciar en el pasillo para que los muchachos vieran que todo estaba bien.
        Las preguntas llegaron después. Las preguntas molestas. Inevitables. En el aula todos querían saber el resultado de la aventura nocturna. Preguntaban los detalles. Gesticulaban. Casi lo obligaron a hablar. Se revolvió ante la perspectiva de ser tomado como blanco de la burla general.
      Prefirió mentir. Contó su propia versión. Una historia con escenas de sexo profundo. Un cuento bien hecho, con poses que se le ocurrieron en el momento, y quejidos de ella, muchos quejidos, y caricias bien pensadas, y gritería insoportable en los momentos más fuertes. Mandó callar a los que pedían los detalles más íntimos, pero disfrutaba de la avidez con que los otros lo escuchaban.
        Esquivaba los ojos de Marbileydis. Durante la mañana se mantuvo escurridizo y alerta. Sólo después del almuerzo recuperó la calma. Se acercó otra vez.
        —Ven esta noche a las doce —dijo ella cuando estaban en el campo.
       Él no supo qué decir. Temía hacer otra vez el ridículo. Pero iría. Claro que iría. Todo iba a ser diferente. Tenía que ser. No podía pasarle lo mismo.
       Durante la tarde ensayó todos los pasos. Toda la secuencia de momentos eslabonados en el ritual de la aproximación. Todo con calma, como debía ser. Tendría que hacerlo todo sin apuro, sin desesperarse demasiado, para que las cosas funcionaran. Todo sin el susto de la noche anterior, y aquí pensó que todo fue culpa del susto. Del alero resbaladizo y la puerta que chirrió al abrirse. Del albergue oscuro y los bultos blancos de las muchachas dormidas. Del desespero y la presión de la primera vez.
      Después del autoestudio ya estaba preparado. Se despidió de Marbileydis en el pasillo cuando la campana sonó para mandar a dormir.
        —Te espero allá —dijo ella.
       Él se dispuso a esperar la hora. Se entretuvo leyendo un libro para no quedarse dormido. Se levantaba a mirar por la ventana para refrescar los ojos. Veía la plaza de formación y los pasillos iluminados. Abajo, los profesores de guardia daban sus vueltas de costumbre. Se rió pensando en ellos, viéndolos allá, tan ajenos a su correría nocturna, tan incapaces y entrometidos. No podían sospechar que él se acostaría con Marbileydis esa noche. No tenían cómo saberlo.
      Pero algo impidió la cita. Desde la ventana vio un movimiento inusual. Un hombre alto. Una figura conocida. Era su padre que había llegado a la escuela. Lo vio caminar por el pasillo. Lo oyó hablar en la escalera. Lo vio de cerca cuando se abrió la puerta del albergue.
        —Nos vamos —dijo el padre.
        —¿Qué pasó, papá? ¿A dónde vamos a esta hora?
        —Ha pasado algo —dijo el padre—. Un accidente. Una novedad en la familia.
      Ya había arreglado el pase con los profesores. No había tiempo que perder. El camión esperaba en el parqueo.
       No sabía lo que había pasado, y eso lo preocupaba. Marbileydis se quedaría esperándolo esa noche, pero ya comprendería. Seguro comprendería. No pudo hacerle una nota porque el padre lo arrastró al camión.
      Cuando llegó a la casa le dijeron la verdad. Le dieron la noticia como un regalo que hubieran guardado para él. Le indicaron que no debía hacer ningún comentario. Se lo dijeron como una orden, y él debía obedecer y callar.
        —Nos vamos del país.
        —¿Del país? ¿Cuándo?
        —Nos vamos hoy. Esta noche.
       Ya todo estaba listo. Las cosas. El bote. La gente. Amigos de la familia. Dos hombres del barrio que venían a todas las fiestas en la casa y pasaban a veces a saludar. Un mulato grande que no había visto nunca. Una mujer que le parecía conocida. La recordaba de algún lugar del pueblo. Estaba allí con su hija, y se iban las dos. Se abrazaban sin hablar y se mantenían aparte. No podía ver los ojos de la muchacha porque ella mantenía la mirada baja.
       Subieron al bote a medianoche. La madre le había preparado la mochila con las cosas del viaje. Agua y merienda. Una camisa de mangas largas para el sol, y un abrigo. Se despidieron en la costa. Se abrazaron en la oscuridad. Ella lo apretó fuerte contra el pecho.
        —Cuídate, mijo —había dicho ella.
        —Sí, mami. Sí —había dicho él.
       Todo fue rápido después. Estaba oscuro y casi no podía ver los rostros de la gente. La luna alumbraba poco desde arriba. Dejaba ver las figuras de los hombres. En el fondo del bote se habían acomodado la mujer y la muchacha. Eran una sola masa inmóvil entre las mochilas y los bultos.

La tormenta ya era fuerte a las doce. El bote amenazaba con volcarse entre las marejadas de los costados. Los hombres mantuvieron la calma y las fuerzas, y la embarcación cabeceaba y subía, y bajaba después, estremeciéndose y cimbrando bajo los golpes del mar y de los cuerpos que chocaban en el espacio estrecho de la cubierta.
      Él se aguantaba del tablón del asiento. Trataba de mirar alrededor, pero la sal del agua lo obligaba a mantener los ojos cerrados. Oía los gritos de las mujeres y las imprecaciones de los hombres. Sentía arder la piel por la presión del salvavidas. Las correas se le apretaban sobre los hombros y el pecho.
        La primera en caer al agua fue la muchacha. Fue arrancada de la cubierta por una embestida del mar. La mujer gritó. Se inclinó sobre la borda en un gesto desesperado y cayó al agua también. Los hombres aguantaron más.
        Él aguantó hasta el final porque el padre lo sostenía con las manos. Cuando el bote se volcó, ya no pudo ver a nadie. Sólo el mar. El agua negra. El susto y el frío. La sal del agua comiéndole los ojos.

Por la mañana ya el mar estaba en calma. Las gaviotas revoloteaban por encima. Alguna se posó en el bulto negro del muchacho. Otras se posaron también. Los chillidos de las aves lo sacaron del letargo. Levantó un poco la cabeza, pero no logró despertarse completamente. No pudo abrir los ojos. No los sentía. No sentía el dolor en las pupilas ni los picotazos de las aves sobre los párpados hinchados.
       Lo primero que llegó a su cerebro, abriéndose camino entre los calambres y los picotazos, fue el silbido del tren que anunciaba su entrada en el barrio. Los vagones pasaban cerca de las casas, tanto que las cañas rozaban las paredes traseras. Algunas cañas caían al suelo. Quedaban tiradas entre las vías, abandonadas, como si el destino les hubiera deparado esa suerte.
      Y a él… ¿Qué suerte había preparado el destino para él? Se veía abrazando a su madre. La voz tan familiar llegaba entre el piar de las gaviotas. Le pedía que se cuidara. Se lo repetía al oído una y otra vez. Y él prometía hacerlo. Caminaba con cuidado por el alero resbaloso del cuarto piso. Un poco más y ya estaba en el albergue de las hembras. Marbileydis lo esperaba en la cama tibia del tercer cubículo. Podía sentir su olor entre todos los olores. Podía orientarse con los ojos cerrados entre las literas que se extendían adelante.
        —¿Qué fila era? ¿Qué fila…?

No oyó el sonido del barco. No sintió las voces de los marineros, ni los disparos al aire para espantar a las aves, ni la presión de las manos que lo alzaron en peso desde el agua. Sobre la cubierta todavía tuvo fuerzas para balbucear algunas frases sin sentido. Primero fue un quejido ronco mientras trataba de agarrar el aire con las manos. Después pronunció unas palabras cortas, apretadas, confundidas entre los dientes y los labios.
        Los marineros escuchaban con interés. Trataban de entender las palabras sin sentido y le cubrían los ojos con vendas de gasa limpia. Después dejaron de hacer conjeturas y no hicieron caso de las palabras. Ninguno hablaba español.

2 comentarios:

  1. La odisea de ese joven, huyendo de Cuba con el padre y esa madre con hija es demoledora. Imaginé que le rescataban cerca de Florida y con tantos futuros truncados perdidos en las aguas. El suyo con la muchacha en la litera también. Un relato muy interesante, gracias por compartir.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias a ti de parte de Emerio, Albada!!! Un fuerte abrazo

      Eliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...