Foto: Carolina |
Los vómitos habían llegado después.
Se oprimía el estómago con las manos apretadas sobre el vientre. Trataba de mantener la cabeza en alto para no marearse por completo. El bote se balanceaba entre el tuc-tuc-tuc del motor y los golpes de
las olas en los costados. Bajo las tablas de la popa se podía sentir
el borboteo del agua por el empuje de la hélice. No sabía mucho de
botes, pero estaba claro que la hélice giraba en algún lugar bajo
la popa. Giraba y hacía borbotear el agua. Giraba, y el bote se
movía adelante. Avanzaba lento sobre las olas aceitadas. Avanzaba
seguro, metro a metro, corriendo sin apuro sobre el mar negro y liso,
dejándose empujar por los golpes de la hélice y por un viento leve
que soplaba hacia el nordeste, hacia los cayos, o hacia el golfo de
México, qué sabía él.
Pero eso no le preocupaba. A fin de
cuentas, no estaba solo. A la luz de la luna veía moverse la alta
figura de su padre. La podía diferenciar entre las figuras de los
otros. Lo oía hablar, y se sentía seguro. Reconocía su voz entre
todas las voces y los ruidos del mar. La voz áspera y cercana
llegaba como una brisa ligera y acariciaba los oídos. Traía toda la
calma y el sosiego. Hacía olvidar el peligro del viaje y la
creciente irritación de los ojos.
Conocía bien a los dos hombres con
sombrero. Era gente del barrio. Vecinos que venían a todas las
fiestas en la casa. Amigos de la familia que siempre pasaban a
saludar y se quedaban conversando con el padre cuando llegaban juntos
del trabajo. Los miraba y se sentía bien. Se sentía confiado y
sereno, como en el barrio, cuando veía pasar el tren por detrás de
las casas y miraba las cañas que se caían de los vagones. Pitaba el
tren desde lejos, y él se paraba en la ventana. Esperaba para verlo
pasar. Veía las cañas que formaban una endiablada maraña en los
vagones. Se sentía seguro mirando las cañas desde la ventana. Se
sentía igual ahora. Se sentía contento. Sólo el mareo tan fuerte
que lo obligaba a mantener la cabeza en alto, y la irritación en los
ojos por la sal del aire, y el lagrimeo constante que se acentuaba
poco a poco, tan molesto para mirar al cielo y contar las estrellas.
Al mulato grande nunca lo había
visto. A la mujer, sí. La recordaba de algún lugar del pueblo. Una
mujer como tantas otras que había visto. Como las profesoras del
politécnico, o como las vecinas del barrio. Podía haberse
equivocado, pero estaba casi seguro de que trabajaba en la pizzería.
Algo en ella le recordaba a su madre, y la miraba por eso. Podía ser
la forma de mirar alrededor, o la suavidad con que acariciaba el pelo
de la muchacha. O sería la callada resignación que tienen todas las
madres y que sólo podía echar de menos ahora, a tantos kilómetros
de la costa, en un bote que se movía lento entre marejadas de poca
altura y un viento no demasiado fuerte que empujaba de costado.
—No
hables con nadie —le había dicho el padre.
Él respetaba eso. Lo había tomado
como una orden. Se había mantenido en silencio todo el viaje. Era
una prohibición necesaria. Debía serlo. Nada que se pudiera
discutir. Nada que hablar ni decir que no. El padre lo había dicho
con la voz áspera de siempre, igual que en la casa, cuando le decía
que se quedara en la ventana y no se metiera entre las vías a
recoger las cañas que caían del tren.
Pero le habría gustado hablar con la
muchacha. Era la única de su edad. Un poco delgada, con el pelo
negro y el cuerpo tembloroso y frágil. Estaba arrinconada en el
fondo del bote y sólo levantaba la cabeza para vomitar. La sentía
toser y arquearse sobre la borda. La miraba un poco. La veía
resoplar mientras la madre le limpiaba la nariz y la boca con un
trapo. En la cara se le podían ver los rigores del viaje acentuados
por la débil naturaleza de las mujeres más jóvenes. La huellas de
la madrugada se le iban haciendo visibles en el rostro con el sol
naciente. No podía verle los ojos porque ella mantenía la mirada
baja. Sólo cuando levantaba la cabeza podían verse los dos punticos
brillando.
—¿Falta mucho, mami? —preguntaba
una y otra vez.
La compadecía. Estaba claro que las
mujeres la pasaban mal en un viaje así. No eran como los hombres,
que podían aguantar sin quejarse. Sin vomitar. Sin hacer arqueadas
sobre la borda por el sube-y-baja de la embarcación. Y él trataba
de no hacerlo. Se apretaba fuerte con las manos sobre el estómago y
respiraba por la boca. Se mordía la lengua para espantar el mareo.
Se la mordía duro, y sentía el sabor de la sangre. Mantenía los
ojos abiertos aunque le dolieran. Los abría bastante aunque el
viento le golpeara las pupilas y sintiera crecer la irritación en
los párpados.
La mujer casi no hablaba. Apretaba
fuerte a la muchacha contra el fondo, pero ni una ni otra se quejaba.
Las miraba con curiosidad y con deseos de decirles algo. Quería
decirles cualquier cosa para demostrar que no estaba mareado y que no
necesitaba protección de nadie, y ahora descubría que no recordaba
tanto a su madre. Aquel último momento de despedida en la costa
había sido suficiente. Ella sí lloró, y lo apretó contra el
pecho.
—Cuídate,
mijo
—había
dicho una y otra vez.
—Sí, mami. Sí —había dicho él.
Recordaba eso, pero no sentía
nostalgia. Después de siete horas no sentía ninguna nostalgia. En
parte por el mareo y las ganas de vomitar, que no lo dejaban pensar
bien, y en parte porque sentía muy cerca la mirada del padre, una
mirada fuerte que podía ser a la vez hiriente y dulce.
Uno de los hombres contaba algo sobre
el mar. Oyéndolo, podía imaginar cosas agradables. Viajes a la
playa en el verano con los muchachos del barrio. Botes que flotaban
sobre aguas transparentes y tranquilas. Pesquería nocturnas a la luz
de un mechón en los manglares de la costa, con el miedo a los
cangrejos que se quedaban inmóviles y levantaban las tenazas cuando
veían la luz, o el susto por el grito de algún ave nocturna que
saliera volando de pronto sobre el mar. Eran aventuras de pescadores
que provocaban risa y terminaban siempre bien. Nada que pareciera
peligroso o muy difícil de creer. Nada que recordara la tormenta,
los tiburones, la muerte. Sólo gaviotas que parecían acompañarlos,
y olas mansas que acariciaban los costados del bote, y un sol redondo
que seguía una invisible línea ascendente sobre la blanda planicie
del agua.
La molesta oscuridad había
desaparecido por completo. Los ojos podían registrar ahora cada
detalle. Cada ondulación. Aguamalas que se confundían con la espuma
del agua, o sargazos que flotaban como enormes cuerpos muertos y
formaban figuras caprichosas en la superficie. Al golpeteo de las
olas y al rugido del motor se habían sumado los sonidos de día, la
conversación ruidosa de los hombres y el piar agudo y lastimero de
las gaviotas. Pasaban cerca, en lento vuelo sobre el mar, con las
alas desplegadas y el pico abierto. Las veía planear en el aire,
casi al alcance de la mano, y zambullirse de pronto en el azul.
El
malestar del mareo desaparecía mirando el juego de las aves. Quería
tocarlas. Se preguntaba si sería bueno dejarse picotear las manos
por ellas. Serían picotazos leves, algo como cosquillas en las
palmas y en las yemas de los dedos. Nada difícil de aguantar.
Arañazos insignificantes con el pico y las uñas. Levantaba las
manos al aire para que las aves se amansaran. Para que se posaran y
le picotearan los dedos. Pero los ojos irritados lo obligaban a
mantener la mirada baja. Miraba al fondo del bote y veía la masa
inmóvil de la muchacha y la madre. Estaban hechas un ovillo
entre las mochilas y los bultos. Viéndolas allí, olvidaba el dolor
y el mareo. Un fuerte sentimiento de superioridad se sobreponía a
todo.
El viaje no era tan peligroso como
había oído decir. Unas cuantas horas en el mar y estarían lejos.
En la Florida, o en alguno de los cayos. Nadie podía decirle ahora
que la travesía no era posible. Ya eran siete horas sin
contratiempos. Siete horas de mar en calma y viento leve que borraban
cualquier temor. Podía decir adiós a las historias de gente
ahogándose en el mar de que tanto hablaban los profesores. Adiós a
los reportajes de la televisión tan cargados de desaliento y
angustia. Adiós al miedo, y al susto de las tormentas, y a los
ataques de los tiburones hambrientos.
El mar lo había recibido como a un
amigo viejo y le había brindado toda clase de atenciones. Sólo el
ardor en los ojos y el mareo que casi lo había hecho vomitar, pero
todo había salido bien durante siete horas. Cuántos planes había
hecho en ese tiempo. Regresaría a Cuba en un par de años. Entraría
al barrio manejando un carro moderno. Volvería con los bolsillos
llenos de dólares. Con un teléfono celular colgado al cinto para
sorprender a los amigos. Con la piel tan blanca como había visto en
la gente que venía de visita por una o dos semanas. Pensaba en los
planes y en el regreso, y sonreía mirando el mar tranquilo. Las
aguamalas y los sargazos flotaban en la superficie. Las gaviotas
chillaban suspendidas en el aire, volando cerca, pidiéndole que
levantara las manos para posarse y picotearle los dedos.
Pero había algo en el piar de las
gaviotas. Un tono ligeramente amargo. Triste, quizá. El pensamiento
se le fue tras el piar. Voló rápido sobre el agua y llegó a la
playa de donde partieran por la noche. Voló más lejos. Más. Allá,
sobre las casas del barrio y las vías del ferrocarril. Adentro. Al
campo. Al politécnico. El nombre le sonó en los oídos. Lo hizo
temblar. Lo sacudió por dentro como la campana que avisaba la hora
del baño el día que la besó en la boca por primera vez.
Marbileydis. Se había escurrido tras
la escalera. Lo miraba con los ojos bajos. Volteaba la cabeza en un
movimiento gracioso que parecía una invitación. Sonreía con los
labios entreabiertos y dejaba ver unos dientes brillantes y cuidados.
Él fue hacia ella. Se apuró sin mirar alrededor. Estaba dispuesto a
escalar el muro de indiferencia que las mujeres de esa edad imponen a
los hombres.
Era un juego viejo. Ya le había
pasado con otras. Y había pasado que alguna se dejara acorralar en
un rincón solitario para correr después, riéndose, y lo mirara
desde lejos, desde la plaza de formación o desde los pasillos, a
salvo entre los profesores y los muchachos. Con Marby había sido
igual. Llevaban meses mirándose, desde que el curso empezó y la
escuela se llenó de estudiantes de todas partes, muchachos de los
pueblos cercanos y lejanos, muchachos y muchachas de la misma edad
que se miraban con interés o con recelo y se iban conociendo mejor
cuando el curso avanzaba.
Ella
había preferido mantenerse distante. Desde el primer momento le dio
a entender que le interesaba, pero rehuía los encuentros frontales y
se escurría lejos de su alcance cuando él trataba de iniciar una
conversación. Y él se había conformado con su suerte. Se limitaba
a mirarla en el comedor sin atreverse a nada más. Los muchachos del
aula insistían en que debía acelerar las cosas. Le daban consejos
sobre cómo proceder. Le prestaban ropa bonita en los días de
recreación. Pero Marbileydis se mantenía lejos y bailaba con otros,
con los del segundo y el tercero, que por ser mayores tenían por
novias a las muchachas más bonitas del primer año, inexpertas y
miedosas, que se dejaban convencer fácilmente, se dejaban arrastrar
por los pasos de baile aprendidos para la ocasión y por la jerga
pretenciosa de los varones, tan llena de sutilezas y palabras
apropiadas.
Él aceptó el reto. Se fue curtiendo
en la palabrería del oficio. Lo fue aprendiendo todo poco a poco.
Fue dejando atrás los arraigos infantiles de la casa, toda la
simpleza inútil que no cabía en el ambiente viril de politécnico.
Y Marby ta era otra también. Había crecido en pocos meses. Tenía
en los ojos algo como una chispa rápida que lo inundaba todo. Pronto
las miradas comenzaron a cruzarse cargadas con un tipo nuevo de
pasión.
Un día conversaron en los surcos
mojados, entre las tuberías del riego y las guatacas llenas de
fango. Salieron del campo con las manos entrelazadas. Caminaron
juntos sin hacer caso de los muchachos que les silbaban y se reían
cerca. Se sentaron en el pasillo para anunciar al mundo la buena
nueva mientras esperaban la hora del baño. Ella se dejó arrastrar
hacia un lugar discreto, pero todavía se mantuvo indiferente y
alerta. Él trató de besarla en la boca, y ella logró escurrirse
tras la escalera. Lo miraba con los ojos bajos. Volteaba la cabeza
con un movimiento gracioso que parecía una invitación. Él se
acercó. Se le pegó bastante y ella no dijo nada.
La
campana sonó cuando los labios apenas se habían rozado. Ella lo
empujó. Se asustó, tal vez. Las mujeres son así, se asustan por
cualquier cosa. Le costó trabajo convencerla. La llevó hasta la
puerta de la enfermería, lejos de las miradas indiscretas y del
bullicio de los muchachos que subían las escaleras. Detrás de la
columna la besó otra vez. Un beso largo. Dulce. Ella lo dejó hacer.
La campana volvió a sonar. Era la hora del baño. Tuvo que dejarla y
correr hacia el albergue como corría el bote ahora alejándose de
Cuba. Del politécnico. De ella.
—Mi
primo tiene un tallercito allá —decía uno de los hombres—. Es
tremendo mecánico y se la busca fácil. Allá sí se puede.
Los hombres asintieron. Movieron la
cabeza en señal de aprobación. Cada uno imaginaba para sí mismo un
destino similar. Sólo necesitaban un poco de la buena suerte. Era
preciso llegar para que todo fuera cierto. Llegar. Sólo llegar.
Tendrían trabajos limpios en tiendas y gasolineras con salarios que
nadie podía imaginarse. Carros de uso, casi nuevos, que se vendían
por sumas pequeñísimas en comercios de segunda mano. Apartamentos
elegantes donde podían envejecer felices y ahorrar dinero para el
futuro. Operaciones rentables, absolutamente legales, que podían
hacerlos ricos en poco tiempo. El padre habló del negocio de los
camiones.
—Allá voy a manejar una rastra
grande. Un hierro nuevo, con su aire acondicionado y su computadora.
Eso deja muchísimo dinero.
Era todo lo que hacía falta. Dinero.
Un carro bueno y una casa. Abundante comida y ropa, todo eso estaba
muy bien. Diversiones sanas en lugares atractivos, comodidades de
toda clase que nunca habrían podido lograr en su propio país.
Viajes en avión con pasajes comprados al momento. Giras de descanso
por ciudades y balnearios que en Cuba la gente ni siquiera sabía que
existieran. Todo eso era posible ahora. Todo eso se podía lograr en
poco tiempo de trabajo serio y pequeñas privaciones sin importancia.
Pero, sobre todo, dinero.
Era
lo que hacía falta para volver al país. Para volver al barrio en un
par de años, llegar sin aviso previo y sorprender a la gente. Llegar
una noche y hacer una fiesta para todo el mundo. Hacer que se
levantaran todos en el barrio y deslumbrarlos con el carro y las
prendas. Chapurrear algo en inglés para que todos se asombraran.
Todos. Los amigos que habían dejado atrás y seguro estaban
muriéndose de hambre. Los familiares cercanos y lejanos que los
esperaban con impaciencia, exhaustos y famélicos, haciendo de todo
para sobrevivir a las precariedades de la Isla. Y los enemigos
también, para que vieran que siempre estuvieron equivocados. Para
que abrieran los ojos de una vez y se dieran cuenta de todo lo que el
mundo podía ofrecer allá afuera. Que sintieran envidia y se les
reventaran las tripas por dentro.
—Alquilar
el Yulla
y llevar el barrio entero pa’llá —decía el mulato grande.
Los planes eran idénticos. Los
sueños de volver un día. Los grandes sueños del regreso que
flotaban en el viento leve. La sola idea de regresar lo devolvió al
politécnico. Allá estaba ella. Allá, con los senos firmes y el
cuerpo intacto. Él nunca estuvo con ella. Nunca pudo.
Una vez se quedaron en el aula después
del último turno. Los muchachos se fueron, los dejaron solos. Era un
buen momento para explorar su cuerpo y conocerla bien. Se besaron
tanto que ella tenía la cara y los labios enrojecidos. Del inocente
manoseo pasaron a juegos más profundos, a carias atrevidas y deseos
difíciles de aguantar, hasta que los dos fueron presa de una fuerte
excitación.
—Estás loco —dijo ella.
En
el aula no podía ser. No debía ser, y eso quedaba claro. Cualquiera
podía llegar y sorprenderlos. Podía llegar un profesor de los que
siempre andaban a la caza de situaciones similares. O una empleada
que viniera a limpiar el piso. O un estudiante que llegara con el
pretexto de un libro olvidado en la cajuela de la mesa.
—¿Te imaginas lo que pasaría?
—dijo ella.
El riesgo era demasiado grande.
Habían visto estudiantes humillados por el director en el matutino,
delante de la escuela entera, en la plaza de formación. Los
presentaban como delincuentes que no merecían los esfuerzos del
gobierno.
—Sinvergüenzas —había dicho el
director.
Había amenazado con expulsarlos, y
eso servía de escarmiento. Lo recordaban, y por eso tenían miedo
ahora. Se contenían alejándose un poco, distanciándose, para que
la sangre se calmara. Pero la excitación del momento no podía pasar
tan fácilmente.
—Ven esta noche a mi cama —dijo
ella.
¿Entrar al albergue de las hembras?
Sí. Era una posibilidad. Era la mejor de todas. Riesgosa también,
pero menos. Arriesgarse por la noche era mejor que arriesgarse en el
aula. Y en la cama estarían más cómodos. Estarían acostados sobre
un colchón de verdad dentro del albergue oscuro. Estarían desnudos
los dos. Estarían todo el tiempo necesario sin el susto de ser
sorprendidos por alguien.
—Ven después de las once, cuando
las muchachitas se hayan dormido. Sube sin que te vean los
profesores. Te voy a esperar allá, tercer cubículo, primera fila.
Segunda cama abajo.
Muy bien. Todo parecía fácil. Subir
hasta el cuarto piso y entrar al albergue de las hembras. Sólo
tendría que esperar la hora. Vigilaría a los profesores de guardia
y correría por los pasillos iluminados sin que lo vieran. No sería
tan fácil, en realidad, pero se podía hacer.
Esa
noche no hubo oportunidad. Los profesores daban sus vueltas por los
pasillos. Esperó escondido detrás de una columna, mirando los
pasillos y las escaleras, calculando el mejor momento para correr
hacia los accesos del albergue, pero las horas pasaron, y tuvo que
desistir. Y desistió otra vez la noche siguiente, y la otra. Los
días pasaban y no tenía ninguna posibilidad. Ni un solo momento de
pasillos solitarios. Ni una sola ocasión de escabullirse y volar por
las escaleras hacia el cuarto piso.
Se besaban en el aula. Se acariciaban
hasta romper los botones. Se abrazaban en el campo y en los pasillos
sin hacer caso de los llamados de atención. Esperaban su oportunidad
para estar solos pero el momento propicio no llegaba. Los muchachos
empezaron a hablar. Los amigos más cercanos. Hacían comentarios
molestos de cuándo y dónde. De si por fin y si por cuánto. Le
sugerían escaparse de la escuela, o encerrarse con ella en el aula
después de las clases. Proponían ayudar. Vigilarían entre todos a
los profesores y los empleados. Inventaban soluciones risibles, y él
lo soportaba todo con angustia y se culpaba por la situación tan
molesta mientras vigilaba los pasillos iluminados.
Un estudiante del tercer año le dio
la información necesaria.
—El alero. Ve por el alero. De
noche.
Todo tan fácil. Subir a la azotea
del edificio y descolgarse hasta el alero del cuarto piso. Podía
caer desde casi veinte metros y romperse la cabeza. Podía matarse en
un descuido. Podía resbalar sobre el alero húmedo por el rocío
nocturno, o tropezar con los salientes de las vigas. Pero no quería
pensar en esa posibilidad. No ahora, cuando todo parecía estar al
alcance de la mano.
El bote se balanceaba fuerte. El
viento había cambiado. Soplaba en otra dirección. Golpeaba fuerte
en la cara y en los ojos. Silbaba en los oídos y hacía flotar las
solapas y las mangas de la camisa. Las olas, antes tan mansas, daban
señas de avivarse.
—El motor está caliente —dijo el
padre.
—Ya son doce horas, compadre.
Apágalo un rato —dijo alguien.
Nadie estuvo de acuerdo. Apagar el
motor podía significar desviarse del rumbo. Quedarían a la deriva,
y eso podía ser fatal. Eso y la noche. Eso y la tormenta. Pero la
noche estaba lejos todavía. El sol parecía haberse quedado colgando
definitivamente en la mitad del cielo. Hería en los ojos con un
molesto resplandor de agua. La tormenta, en cambio, estaba cerca.
Esperaba en algún lugar bajo el cielo azul del mediodía, hacia el
oeste, donde la brisa empezaba a amontonar las nubes.
Ya el viento soplaba fuerte cuando el
motor se apagó. El agua borboteó una última vez bajo los tablones
de la popa, y luego todo quedó tranquilo, sólo el rugido del viento
en los oídos y el golpeteo incesante de las olas.
—Esto se jodió —oyó decir al
padre.
Uno
de los hombres trató de arreglar el motor. Los demás se pusieron a
remar. Se extendieron los remos a los costados. Subían y bajaban
como brazadas largas que hacían espumar el agua alrededor. La
embarcación empezó a moverse lentamente, más lento que antes, pero
avanzaba segura entre las olas.
En el fondo del bote también hubo
movimiento. La madre y la hija miraban a los hombres tratando de
entender. En la cara se les veía que estaban asustadas, y ahora él
pudo ver bien los ojos de la muchacha. Eran azules y redondos.
Brillantes. Dejaban ver un poco del miedo y la desesperación. Algo
recordó él mirándole los ojos. Algo lejano y deseado.
—Segunda
fila, primera cama —había dicho él.
—No, no, no —dijo Marbileydis—.
Primera fila. Segunda cama abajo.
—Iré esta noche.
—¿Te atreverás?
—Claro. Por el alero.
—¿Estás loco? Si te caes de ahí…
—¿Qué te pasa? Yo soy un hombre.
Los hombres no se caen de un alero.
—Pero es peligroso…
—No me caigo y ya. Espérame a las
once.
A las once exactas estaba en el
alero. Había ensayado por el día en los peldaños estrechos de la
escalera, pero no era lo mismo. Mantuvo el cuerpo pegado a la pared
mientras caminaba con cuidado en la oscuridad sin otro asidero que el
equilibrio propio. Avanzaba con miedo a tropezar con los salientes de
las vigas. Miraba el plano estrecho y largo que podía ocultar un
papel mojado, una cáscara de mango, una piedra o un pedazo de
madera. Algo que pudiera hacerlo resbalar. Una trampa del destino,
podía pensarlo así. Lo pensaba, tal vez, y trataba de no mirar
hacia abajo.
Aguantó el aire hasta el final del
camino. Saltó la pared baja y cayó de pie sobre el piso de la sala
de estar. Respiró entonces. Lo había logrado. Lo demás era fácil.
Todavía sintió algún miedo cuando empujó la puerta y las bisagras
chirriaron. El sonido se le hizo fuerte en los oídos. Se desprendió
de la sensación tan molesta, respiró fuerte, apretó los puños y
los labios y se orientó dentro del albergue oscuro.
“Tercer cubículo.”
Las
literas se alineaban adelante. Podía ver los contornos de las camas
y los bultos blancos de las muchachas dormidas. Estaba nervioso, pero
no era por lo del alero o la puerta. Estaba cerca de Marby. Cerca.
Cerca. Estaba nervioso por ella.
Se sentó en su cama. Se acostó a su
lado sobre el colchón blando, sin hablar. La oyó respirar durante
un rato. Le acarició el pelo y la cara. Podía sentir su olor.
Acercó el rostro y le respiró cerca, profundo, hasta llenarse por
dentro. Ella despertó.
—Soy yo. Yo.
Se besaron. Cómo se besaron. Y los
besos abrieron el camino a caricias atrevidas. Al roce y al juego de
los cuerpos desnudos. Ella iba a ser suya esa misma noche..., pero
algo pasó. Prefería no recordarlo. Prefería no pensar. Lo
recordaba con rabia y apretaba los puños y los dientes. Fueron los
nervios, quizá. La tensión del momento. Había oído que a veces
pasaban las cosas así, pero no se conformaba. No se podía
conformar, y eso le molestaba. Por suerte, ella no se rió.
—Eso le pasa a cualquiera —dijo.
Tuvo que irse como vino, pero el
camino de vuelta le pareció un infierno. Volvió al alero y regresó
a su lugar. Se acostó pensando en todo lo que había pasado. Por qué
pasó. Por qué a él. Por qué precisamente esa noche. Por qué. Por
qué. Y qué habría pensado Marbileydis. Qué estaría pensando de
él. Seguro no lo miraba más. Seguro estaba pensando que él era un
mocoso inmaduro. Un figurín bueno para nada. Puro blablablá y nada
que hacer a la hora buena. Un inútil sin experiencia, sin dominio de
la situación, con muchas cosas que aprender todavía antes de
andarse metiendo con mujeres.
Y a los muchachos del aula que
estaban esperando la noticia… Qué les iba a decir a los muchachos.
Qué historia podría inventar para que no se le rieran en la cara.
Qué cuento hacer de cómo fueron las cosas. Qué detalles ocultar
para que la historia pareciera verdad.
Recordaba
todo esto ahora mientras el bote se mecía peligrosamente. Las olas
ya eran grandes con la tarde. El viento soplaba con fuerza, golpeaba
la cara y los ojos. Los hombres trataban de mantener el rumbo a
golpes de remo.
Las mujeres se apretaban en el fondo.
La muchacha lloraba. La madre aguantaba las lágrimas con esfuerzo.
Él les miraba la cara y trataba de no parecer asustado. Soportaba el
dolor en los ojos y seguía mirándolas. Los entrecerraba un poco y
se mantenía firme sobre el tablón que servía de asiento.
Con la noche todo se fue poniendo
peor. El mar había cambiado de azul a negro. El bote era zarandeado
por olas compactas que atacaban con fuerza los costados. Tuvieron que
echar al agua toda la comida y las cosas menos importantes. Las
mochilas. Los bultos. La ropa. Se quedaron sólo con el agua y los
salvavidas.
A las once se rompió el timón. El
bote quedó a la deriva y empezó a moverse en remolinos amplios.
Remar era inútil. Sólo podían esperar que la tormenta pasara.
—A
las doce. Ven esta noche a las doce —había dicho ella.
Lo acarició por la mañana en el
comedor. Le preguntó si se sentía bien. Lo besó en la boca. Un
beso rápido, le pareció, y se quedó callado. Ella lo besó otra
vez. Un beso fuerte y largo ahora, intenso, como para hacerle olvidar
toda la angustia de la noche anterior. Él no se atrevió a mirarle a
los ojos.
Sentía vergüenza. Se sentía
aplastado. Incómodo. Se mantuvo así toda la mañana. Quería irse
lejos. Escapar de la escuela y de los muchachos del aula. Evitaba las
preguntas y se mantenía distante. Pero ella lo besó otra vez, y él
se dejó acariciar en el pasillo para que los muchachos vieran que
todo estaba bien.
Las preguntas llegaron después. Las
preguntas molestas. Inevitables. En el aula todos querían saber el
resultado de la aventura nocturna. Preguntaban los detalles.
Gesticulaban. Casi lo obligaron a hablar. Se revolvió ante la
perspectiva de ser tomado como blanco de la burla general.
Prefirió mentir. Contó su propia
versión. Una historia con escenas de sexo profundo. Un cuento bien
hecho, con poses que se le ocurrieron en el momento, y quejidos de
ella, muchos quejidos, y caricias bien pensadas, y gritería
insoportable en los momentos más fuertes. Mandó callar a los que
pedían los detalles más íntimos, pero disfrutaba de la avidez con
que los otros lo escuchaban.
Esquivaba los ojos de Marbileydis.
Durante la mañana se mantuvo escurridizo y alerta. Sólo después
del almuerzo recuperó la calma. Se acercó otra vez.
—Ven esta noche a las doce —dijo
ella cuando estaban en el campo.
Él no supo qué decir. Temía hacer
otra vez el ridículo. Pero iría. Claro que iría. Todo iba a ser
diferente. Tenía que ser. No podía pasarle lo mismo.
Durante la tarde ensayó todos los
pasos. Toda la secuencia de momentos eslabonados en el ritual de la
aproximación. Todo con calma, como debía ser. Tendría que hacerlo
todo sin apuro, sin desesperarse demasiado, para que las cosas
funcionaran. Todo sin el susto de la noche anterior, y aquí pensó
que todo fue culpa del susto. Del alero resbaladizo y la puerta que
chirrió al abrirse. Del albergue oscuro y los bultos blancos de las
muchachas dormidas. Del desespero y la presión de la primera vez.
Después del autoestudio ya estaba
preparado. Se despidió de Marbileydis en el pasillo cuando la
campana sonó para mandar a dormir.
—Te espero allá —dijo ella.
Él
se dispuso a esperar la hora. Se entretuvo leyendo un libro para no
quedarse dormido. Se levantaba a mirar por la ventana para refrescar
los ojos. Veía la plaza de formación y los pasillos iluminados.
Abajo, los profesores de guardia daban sus vueltas de costumbre. Se
rió pensando en ellos, viéndolos allá, tan ajenos a su correría
nocturna, tan incapaces y entrometidos. No podían sospechar que él
se acostaría con Marbileydis esa noche. No tenían cómo saberlo.
Pero algo impidió la cita. Desde la
ventana vio un movimiento inusual. Un hombre alto. Una figura
conocida. Era su padre que había llegado a la escuela. Lo vio
caminar por el pasillo. Lo oyó hablar en la escalera. Lo vio de
cerca cuando se abrió la puerta del albergue.
—Nos vamos —dijo el padre.
—¿Qué pasó, papá? ¿A dónde
vamos a esta hora?
—Ha pasado algo —dijo el padre—.
Un accidente. Una novedad en la familia.
Ya había arreglado el pase con los
profesores. No había tiempo que perder. El camión esperaba en el
parqueo.
No sabía lo que había pasado, y eso
lo preocupaba. Marbileydis se quedaría esperándolo esa noche, pero
ya comprendería. Seguro comprendería. No pudo hacerle una nota
porque el padre lo arrastró al camión.
Cuando llegó a la casa le dijeron la
verdad. Le dieron la noticia como un regalo que hubieran guardado
para él. Le indicaron que no debía hacer ningún comentario. Se lo
dijeron como una orden, y él debía obedecer y callar.
—Nos vamos del país.
—¿Del país? ¿Cuándo?
—Nos vamos hoy. Esta noche.
Ya todo estaba listo. Las cosas. El
bote. La gente. Amigos de la familia. Dos hombres del barrio que
venían a todas las fiestas en la casa y pasaban a veces a saludar.
Un mulato grande que no había visto nunca. Una mujer que le parecía
conocida. La recordaba de algún lugar del pueblo. Estaba allí con
su hija, y se iban las dos. Se abrazaban sin hablar y se mantenían
aparte. No podía ver los ojos de la muchacha porque ella mantenía
la mirada baja.
Subieron al bote a medianoche. La
madre le había preparado la mochila con las cosas del viaje. Agua y
merienda. Una camisa de mangas largas para el sol, y un abrigo. Se
despidieron en la costa. Se abrazaron en la oscuridad. Ella lo apretó
fuerte contra el pecho.
—Cuídate,
mijo
—había
dicho ella.
—Sí,
mami. Sí —había dicho él.
Todo fue rápido después. Estaba
oscuro y casi no podía ver los rostros de la gente. La luna
alumbraba poco desde arriba. Dejaba ver las figuras de los hombres.
En el fondo del bote se habían acomodado la mujer y la muchacha.
Eran una sola masa inmóvil entre las mochilas y los bultos.
La tormenta ya era fuerte a las doce.
El bote amenazaba con volcarse entre las marejadas de los costados.
Los hombres mantuvieron la calma y las fuerzas, y la embarcación
cabeceaba y subía, y bajaba después, estremeciéndose y cimbrando
bajo los golpes del mar y de los cuerpos que chocaban en el espacio
estrecho de la cubierta.
Él se aguantaba del tablón del
asiento. Trataba de mirar alrededor, pero la sal del agua lo obligaba
a mantener los ojos cerrados. Oía los gritos de las mujeres y las
imprecaciones de los hombres. Sentía arder la piel por la presión
del salvavidas. Las correas se le apretaban sobre los hombros y el
pecho.
La primera en caer al agua fue la
muchacha. Fue arrancada de la cubierta por una embestida del mar. La
mujer gritó. Se inclinó sobre la borda en un gesto desesperado y
cayó al agua también. Los hombres aguantaron más.
Él
aguantó hasta el final porque el padre lo sostenía con las manos.
Cuando el bote se volcó, ya no pudo ver a nadie. Sólo el mar. El
agua negra. El susto y el frío. La sal del agua comiéndole los
ojos.
Por la mañana ya el mar estaba en
calma. Las gaviotas revoloteaban por encima. Alguna se posó en el
bulto negro del muchacho. Otras se posaron también. Los chillidos de
las aves lo sacaron del letargo. Levantó un poco la cabeza, pero no
logró despertarse completamente. No pudo abrir los ojos. No los
sentía. No sentía el dolor en las pupilas ni los picotazos de las
aves sobre los párpados hinchados.
Lo primero que llegó a su cerebro,
abriéndose camino entre los calambres y los picotazos, fue el
silbido del tren que anunciaba su entrada en el barrio. Los vagones
pasaban cerca de las casas, tanto que las cañas rozaban las paredes
traseras. Algunas cañas caían al suelo. Quedaban tiradas entre las
vías, abandonadas, como si el destino les hubiera deparado esa
suerte.
Y
a él… ¿Qué suerte había preparado el destino para él? Se veía
abrazando a su madre. La
voz tan familiar llegaba entre el piar de las gaviotas. Le pedía que
se cuidara. Se lo repetía al oído una y otra vez. Y él prometía
hacerlo. Caminaba con cuidado por el alero resbaloso del cuarto piso.
Un poco más y ya estaba en el albergue de las hembras. Marbileydis
lo esperaba en la cama tibia del tercer cubículo. Podía sentir su
olor entre todos los olores. Podía orientarse con los ojos cerrados
entre las literas que se extendían adelante.
—¿Qué
fila era? ¿Qué fila…?
No
oyó el sonido del barco. No sintió las voces de los marineros, ni
los disparos al aire para espantar a las aves, ni la presión de las
manos que lo alzaron en peso desde el agua. Sobre la cubierta todavía
tuvo fuerzas para balbucear algunas frases sin sentido. Primero fue
un quejido ronco mientras trataba de agarrar el aire con las manos.
Después pronunció unas palabras cortas, apretadas, confundidas
entre los dientes y los labios.
Los
marineros escuchaban con interés. Trataban de entender las palabras
sin sentido y le cubrían los ojos con vendas de gasa limpia. Después
dejaron de hacer conjeturas y no hicieron caso de las palabras.
Ninguno hablaba español.
La odisea de ese joven, huyendo de Cuba con el padre y esa madre con hija es demoledora. Imaginé que le rescataban cerca de Florida y con tantos futuros truncados perdidos en las aguas. El suyo con la muchacha en la litera también. Un relato muy interesante, gracias por compartir.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias a ti de parte de Emerio, Albada!!! Un fuerte abrazo
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