“Os Fantasmas de Ferro”, de Emerio Medina, se publica en portugués
Uno
ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas,
que nada
habría… al otro
lado
JUAN RULFO, Nos han dado la tierra (“El llano en llamas”)
Portada de "Os Fantasmas de Ferro" |
Por
fin llega hasta l@s lector@s portugues@s Los fantasmas de hierro
—traducido y publicado por una editorial de Lisboa con buen olfato y nombre homérico: “Guerra e Paz”—, una obra imprescindible, destinada a
convertirse en todo un clásico de la literatura en español —si no lo es ya—; del mismo modo que su
autor, el cubano Emerio Medina, buen amigo y colaborador
habitual de nuestro blog,
está llamado a ser uno de los escritores que se citarán junto a los
grandes maestros del boom latinoamericano. ¡Queda Escrito!
La
acción de la novela transcurre en Preston (la actual Guatemala), en
el Oriente de Cuba, un pueblo paupérrimo y maldito desde que se cerró
el viejo ingenio azucarero a principios de los años 90, que dejó en
la calle —directa o indirectamente—
a cinco mil personas; y al que ya no llega el tren de veinte vagones.
Ahora sólo quedan las ruinas, como símbolos de la antigua grandeza
perdida: el armazón de hierro de la central, junto a dos viejas
locomotoras sin motor que ya no volverán a pitar, olvidadas en una
explanada propicia para los encuentros de amantes clandestinos; y las
líneas férreas oxidadas entre las que crece la maleza, que
atraviesan un pueblo de calles mal parcheadas con caliche blanco, todo ello
pudriéndose bajo el inclemente sol tropical.
Un
mundo miserable, triste, árido, en el que sobreviven sin esperanza
fantasmas de hierro y muertos en vida, algunos torturados por el
pasado: Manuel Beltrán, el cojo Martín y el flaco Luisito, tres
grandes amigos desde la infancia y pequeños delincuentes, que hace
muchos años intentaron dirimir sus diferencias en un bote azotado
por el viento y las olas de un Caribe picado (“Las cosas serias se
hablan en el mar”), cuando eran jóvenes y Preston aún era una
ciudad próspera. Y junto a ellos, uno no puede dejar de recordar a
otros personajes memorables, todos ellos rudos y hastiados de la
vida que llevan: Abel, el indio-cariancho-pulpo-baboso-metomentodo,
Pancho, el antiguo maquinista barrigón que en algunas noches de
tragos largos de ron consigue crear el clima propicio para resucitar
a un tren fantasma, el inepto Caboclaudio, siempre en duelo a muerte
con un imaginario cowboy llegado desde las lejanas praderas del
Oeste, y cómo no, la rubia y coqueta Danielis, siempre a la busca y captura de
un hombre, que siente endurecer sus pezones sólo con el roce de la
blusa, unos pezones perturbadores y omnipresentes a lo largo de la
novela, que se marcan con descaro bajo la tela y vuelven locos a
todos los viejos del pueblo, empezando por Manuel, que aún es sólo un cincuentón.
La
maestría narrativa de Emerio Medina consigue que Los
fantasmas de hierro transpire sexo —la tensión sexual se respira permanentemente, aunque no haya ni una sola escena explícita, como en el Santuario de William Faulkner— o rezume violencia en casi cada una de sus páginas, hasta llegar a la anunciada venganza a cuchilladas, cocinada a fuego lento y demorada durante casi cuarenta años, pero que tampoco vemos cómo se lleva a cabo, sino que saltamos de la mano del autor al trágico resultado.
La novela sondea, escarba y logra penetrar en los
rincones más escondidos de gente muy sencilla en un pueblo del
Oriente cubano. Emerio Medina saca a la luz los trapos sucios
y expone todo un mundo oculto de miserias, traiciones, odios,
envidias y pequeñas corruptelas (el temido inspector de higiene, siempre con la agenda de multas preparada) en la isla que
aspiraba a ser un paraíso social y terrenal; por desgracia, se diría que ya irremediablemente perdido. Aquí, en estas páginas, se encuentra la
Cuba profunda y dolida, arrastrada a las quimeras más insólitas (la
zafra de los diez millones de toneladas) y lanzada al mar en una
balsa sin velas ni timón. El enorme mérito —y éxito incuestionable— del autor consiste en
convertir la desolación de una geografía moribunda en Literatura con mayúsculas, como sólo saben hacer los grandes maestros. Tal vez por
eso, Preston nos recuerda inevitablemente a Comala, a Macondo, a Santa
María, a las aldeas de Delibes... ¿o incluso al condado de
Yoknapatawpha?
Cuando
supe que la novela se publicaba en Portugal, vine a Preston porque me
dijeron que acá vivía la rubia, una tal Danielis. Su padre me lo
dijo. Y yo le prometí que vendría a verla antes de que ella muriera.
Sólo allá comprendí lo que ya intuía: la rubia no era más que
otro fantasma. Eso sí, con pezones de hierro.
Desde
Litteratura queremos transmitir nuestra más sincera enhorabuena al compañero Emerio,
enviarle un fuerte abrazo desde otro mar, el Mediterráneo, y
recomendaros efusivamente a tod@s la lectura de Los
fantasmas de hierro,
ahora
en portugués en una cuidada traducción de Luísa Mellid-Franco para
Guerra e Paz Editores: https://www.guerraepaz.pt/inicio/879-os-fantasmas-de-ferro.html;
o como hasta ahora, en castellano en Ilíada Ediciones (otro nombre
homérico, cómo no): https://www.iliadaediciones.com/libros/los-fantasmas-de-hierro.html y Amazon. Con
permiso del autor y a modo de aperitivo, aquí os ofrecemos una buena parte
del primer capítulo, “Los perros”, uno de los más sugerentes de la obra. ¿No os entran ganas de seguir leyendo?
Foto: Jordi de Miguel |
La
ventana se abrió con un golpe de madera reseca. Manuel Beltrán
levantó la mirada hacia la pared y quedó escuchando. Probaba el
filo del cuchillo y mantenía los ojos fijos en un punto perdido
entre las tablas. Siguió haciendo resbalar el dedo sobre la tenue
línea de la pieza hasta oír el segundo golpe de la ventana. Se
levantó y caminó hasta el comedor. Apartó las sillas y el florero
y subió sin esfuerzo a la mesa recostada a la pared. Se agarró al
borde superior, hizo girar un clavo y la tabla quedó colgando hacia
adentro sin peligro. Desde su posición dominaba el patio de la casa
vecina. La ventana abierta dejaba ver una habitación sin camas y sin
escaparates. No había allí asientos visibles. Ni una mesa. Ni un
arcón. Pero alguien cantaba. Una mujer de cuarenta años, envuelta
en una toalla hasta las caderas, se movía con soltura y colgaba
prendas minúsculas del alambre que unía las esquinas opuestas. Era
una rubia de pelo corto y estirado. La espalda desnuda y blanca se
silueteaba contra la oscuridad del interior.
Manuel
Beltrán miró durante un rato. Veía moverse la figura lejana y
afinaba los oídos para escuchar su voz. Por momentos se entusiasmaba
y apretaba con los dedos la tabla de la pared, pero su semblante se
fue tornando mustio y al final quedó mirando sin interés. Hizo un
gesto de disgusto y devolvió la tabla a su lugar. Descendió de la
mesa y acomodó en su sitio las sillas y el florero.
Volvió
al taller. Probó otra vez el filo del cuchillo. Lo encajó en la
pared, entre las tablas, y acarició el cabo plástico. Lo había
hecho con pedazos de una palangana, y le quedó liso y cómodo,
remachado con alambres de aluminio de un calibre grueso. Unos pases
con la piedra de grano fino fueron suficientes para lograr la textura
necesaria. Era muy fácil de empuñar, como a la gente le gustaba.
Seguro al tacto, y dócil. Una arma buena con su filo de corte
rápido. La punta estrecha y larga podía penetrar directo al pulmón
de la persona, o sajar el vientre desde abajo con un gasto mínimo de
fuerzas. Pero Manuel Beltrán prefería pensar en la pieza terminada
como en una herramienta útil para labores de cocina y casa. Servía
para pelar los plátanos o destripar un pescado. Se podía lustrar
con un paño, exhibirlo en el estante del comedor y decir que fue un
regalo. La gente preguntaría quién tuvo ese gesto amable. Pudo ser
alguien que pasaba por allí sin recordar el sitio exacto donde
estaba la casa y se quedó mirando al dueño en esa pose tan especial
de los encuentros gratos, conversó de cualquier tema y antes de irse
sacó el cuchillo de la jaba y le dijo Ahí tienes, como recuerdo.
Manuel Beltrán pensaba en todo a la vez mientras acariciaba con los
ojos la herramienta terminada.
—Veinte
pesos. A ver si la gorda lo quiere.
La
gorda Juana pedía favores y nunca los pagaba. Sus pasos se oían
resonar sobre la armazón de tablas del piso del portal cuando ella
decidía visitar a Manuel. Aparecía moviendo su trasero enorme y sus
pechos fantásticos. A Manuel Beltrán le gustaba esa palabra. La
pronunció otra vez, fantásticos,
y eso lo hizo recordar a la vecina rubia.
“Algo
fantástico tiene que ser bonito, y la maldita rubia es fantástica
también. Se para en la ventana con las tetas al aire.”
La
rubia tenía el cabello corto. En el atardecer de los días soleados
la espalda le brillaba en el claroscuro del cuarto. Después del baño
venía a lo de Manuel a pedir un cigarro. Llegaba moviéndose sin
prisa en sus faldas cortas. Podía pedir un cigarro o cualquier otra
cosa. Una lata de arroz. Aceite. Sal. Los cinco pesos del bolsillo.
Los únicos cinco pesos, guardados con el celo que se guardan los
únicos, se calentaban allí hasta que ella llegaba y los pedía con
una voz coqueta de rubia cuarentona. Se iba con ellos y los gastaba
en cigarros sin filtro, en un anillo de cobre de los catres de la
terminal, o en alguna fantasía propia de las rubias.
—A
ver si la gorda lo quiere y me lo paga hoy mismo —se repitió
Manuel Beltrán, viejo fabricante de cuchillos, mientras acariciaba
la pieza de metal y oía gruñir a los perros bajo el piso.
Hablaba
con un tono inaudible y cansado, con la voz interior de un hombre
acostumbrado a vivir solo. Conversaba consigo mismo, y era igual que
hablar en el silencio o pensar en voz alta. Era siempre la misma
situación molesta, y Manuel Beltrán nunca nunca supo si tenía un
nombre específico. El problema era la
cosa.
Se presentaba en ese modo vago. El pensamiento escurridizo volaba
solo y tomaba forma en un deseo irreprimible y unas ganas
corporeizadas en mujer que reía en la cocina o gemía enredada entre
las sábanas y pedía siempre más. Para todo servía la
cosa.
Estaba ahí, acechándolo, espiándolo para mostrarse cuando menos la
esperaba. Para maldecir la vida y la suerte podía servir. Para
mandar a la mierda a la gente que saludaba de lejos y lo miraba pasar
con la cabeza baja. Los vecinos decían verdades inventadas, y la
cosa
servía para responder al comentario, o como injuria silenciosa
contra la gente del gobierno, esos que llegaron en camiones y echaron
en la calle todos los montones de caliche blanco. Los dejaron ahí
para que los residentes de Katanga taparan los huecos. Dijeron
después que ya las calles estaban arregladas. Lo escribieron en sus
informes como si hubieran hecho algo grandioso y esperaban que la
gente les agradeciera.
Así
que la
cosa
servía para todo eso. Era un recurso para olvidar las culpas
propias, o para recordar que alguna vez la vida tuvo otros caminos. Y
para buscar una solución definitiva y drástica servía también.
—Me
cago en la cosa —y Manuel se sentía bien con la expresión tan
sencilla.
De
esa forma resolvía para siempre un problema cualquiera y maldecía
de paso la madre de alguien. Podía ser la madre del cojo Martín por
dejarlo solo cuando más falta le hacía, o la de Sonia, la mujer de
siempre, la única. Sonia siempre fue la única. Le dejó el sabor de
única por dentro. Manuel Beltrán recordaba sus mañas en la cama y
los momentos que pasaron juntos en la silla de madera. La silla se
encargaba de recordarle los grandes momentos de sexo alucinante y
profundo. Las patas resbalaban sobre el piso y Sonia empezaba a
gritar Dame
más. Dale, papi. Dale, dale.
Lo repetía como el estribillo de una canción en los oídos de
Manuel Beltrán, y el quejido ronco y musical lo obligaba a conseguir
una erección tras otra.
Pero
Sonia era una mujer maldita. Se quedó maldita para siempre desde que
se fue y le dejó por dentro el sabor de hembra acostumbrada a
dominar. Pensaba en ella como en un sueño lejano, una ilusión que
se abría paso desde el fondo del cerebro, o simplemente
una cosa.
Prefería que fuera una
cosa para
poder cagarse en ella, o en su madre, y trataba de olvidarla aunque
le doliera.
—Y Martín se
fue. También maldito.
Lo
decía aunque Martín estuviera muerto. Lo perdonaba porque no tenía
otro remedio. Era imposible agarrarlo por el cuello, apretar hasta
oírlo gemir, gritarle Maldito
en
su cara y decirle que fue una mierda lo que hizo. Hubiera preferido
morirse en el mar y desaparecer con él. Enterrarse allá, en la
arena del cabezo, con una piedra en el cuello para irse rápido al
fondo a conversar con los cangrejos, o con los ahogados que poblaban
la bahía, y de paso preguntarles situaciones extrañas de su mundo
de muertos. Pero después pensaba que lo mejor era dejar toda esa
bobería de hombre solo y casarse con la rubia. Ella se mudó una
tarde a la casa vecina y se puso a trabajar en la cafetería de la
terminal de ómnibus. Se llamaba Dianelis, y no le parecía a Manuel
que el nombre le disgustara, ni que luciera mal en sus faldas cortas
y ajustadas. Hicieron confianza, y después de mirarse un rato ella
entendió que Manuel Beltrán vivía solo y pasaba el día encerrado
en su taller.
La podía ver
por la ventana. Ella tenía la espalda blanca y larga como una playa
tibia. El pelo corto y lacio era ideal para ser olfateado a gusto en
una noche caliente. La imaginaba desnuda y podía ver la débil
huella del cuerpo en el colchón, acostados los dos en la cama vieja
del Beltrán mientras la llovizna repiqueteaba en las planchas de
zinc. Le pasaría la mano por el pecho y el abdomen con los ojos
cerrados, arriba y abajo en un camino sin final, como hacía con
Sonia cuando estaban en la silla. Recorrería toda esa piel tan suave
y el trecho largo hasta los muslos, y desde allí podría torcer el
rumbo de los dedos, buscar una ruta a la entrepierna y entretenerse
acariciando la pelambre del pubis. Se saciaba de todas esas ganas
cuando Sonia estaba. Ahora no podía hacer eso. Después de Sonia no
le quedó ni el más leve deseo de tener otra mujer. Había decidido
que una mujer no le hacía falta. Después de Sonia, no.
La rubia llegaba a pedir un cigarro y se dejaba acariciar la mano, y Manuel Beltrán la imaginaba en el sitio de Sonia. Estaba seguro de sus intenciones y le seguía el juego con recelo de hombre solitario. Se embullaba y alargaba los dedos para rozarle el muslo, y aun subía los ojos hasta los labios, pero de pronto la magia quedaba rota y Manuel Beltrán perdía todo el interés. Enmudecía y miraba hacia un sitio vago. Apartaba la mirada mientras ella hacía sus pedidos de siempre.
—A veces viene, sí, cuando quiere un cigarro. Siempre después del baño, con ese olor del jabón y las tetas al aire. Pero ni así, Dios mío. Ni así. Es la maldita cosa.
La situación le amargaba la vida y lo obligaba a entretenerse desgastando la piedra del motor y lastimándose las manos. Se cortaba los dedos una vez por semana. Envejecía dentro del cuarto solitario tratando de alejar los ojos del rincón donde guardaba la silla. La maldita silla estaba siempre allí, cubierta con trapos y cartones, echándose a perder en su rincón.
—Eres un gran mierda y un pendejo —se decía entre dientes Manuel Beltrán cuando los ojos tropezaban con la silla.
A veces llegaba el indio Abel y le alegraba el día. O podía echárselo a perder con una frase simple. Aparecía de pronto, asomaba la cara en el hueco de la puerta y se reía de algo que ni era cómico ni nada. Juraba haber visto a alguien que hacía tiempo no veía, o aseguraba que oyó decir algo tremendo en la calle y venía corriendo para que Manuel supiera, para que se mantuviera al tanto de las noticias y no siguiera siendo el hombre amargado que vivía de sus cuchillos.
—El baboso con sus mierdas de siempre, sus listas y sus tragos. Pero los tragos vienen bien. A veces vienen bien.
Había momentos en que ansiaba morirse rápido y en esas tardes era bueno echarle al cerebro una gran dosis de alcohol. El cerebro adormilado se desconectaba del mundo y la sangre se apuraba en las arterias y corría libre por el cuerpo. En momentos así a Manuel Beltrán no le importaba que la gente hablara, ni sacaba cuentas de lo que dirían cuando lo vieran vaciando una botella con el indio baboso.
“Borracheras de hombres solos. ¿Quién podrá saber lo que dicen cuando estamos bebiendo juntos? —apretó los labios por un instante y los relajó después hasta lograr el arco luminoso de una sonrisa—. Bebiendo con Abel. Con Abelito. Con ese cariancho baboso. Indio yegua. Pulpo ceniciento. Bestia de otro mundo.”
El indio Abel tenía la costumbre de aparecer sin aviso y meterse en los asuntos privados. Llegaba como si lo hubieran invitado expresamente, como si alguien hubiera estado esperando por él para reír sus gracias y mirarle chorrear las babas por la cara. La lengua no le cabía dentro de la boca, y Manuel Beltrán lo veía moverse como un pulpo sobre las tablas. A veces llegaba a pensar que el cuerpo le pesaba demasiado y el indio cariancho quería desprenderse de una parte. Pero servía para algo y el dueño de la casa se aguantaba.
—Sirve para hacer mandados. O dejar recados. O freír pescados.
Para algo servía el cariancho baboso, así que Manuel se aguantaba. Al final descubría que Abel podía servir para mucho. Lo dejaba hacer lo que quisiera. Le ponía atención cuando estaba haciendo un cuento o diciendo un chisme nuevo. Algo sobre quién estaba preso, y por qué. O a quién se le fue la mujer, y con quién.
La
rubia se paseaba por el cuarto en ropa interior. Acostumbraba a
empujarse el vientre hacia arriba y mirarse de costado en el espejo.
Se erguía sobre las puntas de los pies y alzaba la cabeza para
estirar el cuello y esconder los bolsones de piel. Los disfrazaba con
los polvos y los talcos, pero no lograba ocultarlos por completo.
Inevitables islas de piel reseca y blanca se camuflaban en la noche
larga, y aparecían después, con el sol alto, amontonándose y
haciéndose visibles a los ojos de los hombres. Resultaba todo en una
molestia y un asco, y ella se estiraba la piel con los dedos y se
aplicaba el maquillaje, pero ni así.
—Ya
lo sabemos, no eres la misma. No puede ser. Pero... todavía. Aquí
no se rinde nadie —se
miró abajo haciendo un arco para ver mejor—. Y mucho menos tú.
Sobre todo, tú.
Se
roció el cuerpo con agua de colonia. El pelo brillaba en el espejo.
Lo usaba corto y estirado, como le gustaba, con un toque de gel para
mantenerlo recto, con estrías profundas, discernibles desde
cualquier ángulo y distancia, y era su marca personal. Su signo
fiel, según decía. Le gustaba decirlo así. También abajo llevaba
el vello corto y áspero, pero sin gel. Abajo usaba el matador.
Era
una receta de polvos almizclados, aplicados con calma después del
baño, restregados con los dedos sobre la piel limpia y estirada para
que se fijaran bien. Fue el regalo de una curandera blanca de los
ranchos de Chavaleta, cosas de los primeros tiempos, de cuando
llegaron los gallegos a los embarcaderos de madera del río Mayarí y
trajeron todas esas artes complicadas de los amarres y los polvos. En
general, la brujería blanca funcionaba bien. Ella podía estar horas
bailando y meneándose para los viejos en la terraza del Miramar sin
sudar la ropa interior ni coger un olor molesto. Podía bailar hasta
matarse cuando tocaba un grupo, o con la música grabada de los fines
de semana. Los vejetes de Bruklin bajaban a gastar unos pesos en la
terraza y se bebían toda la cerveza clara de la pipa. Se
emborrachaban en el Miramar y quedaban despatarrados bajo los pinos,
como puercos, pero a veces se llevaban a una mujer cualquiera lejos
de la gente, sobre la costa oscura, y pasaban unas horas allí, o
unos minutos, o un tiempo que ya nadie contaba.
A
la rubia le gustaban los hombres viejos. Los sonsacaba y los metía
en ambiente con el baile pegado. Se restregaba de frente y de
espaldas, moviendo las caderas hasta volverlos locos y dejándolos
correr las manos sobre las tetas, y después los fulminaba con el
matador.
Podía ser en la casa de alguien, o en la costa, de noche, si el
tiempo estaba bueno. Nunca lo hacía en la casa propia porque era
casa prestada y la niña estaba allí. La niña estaba envuelta en
sus cosas de la escuela y sus sueños de niña. Ella no tenía
derecho a interrumpir su vida, y esa era una norma inviolable. No
podía permitirse el hecho simple de echarle a perder a la niña los
años que le quedaban de inocencia. Pero una exhibición de la
espalda y las tetas no le hacía daño a nadie. Se cubría las
caderas con la toalla y pasaba un rato haciendo su número estudiado.
Manipulaba el cordel del cuarto con la ventana abierta para que el
viejo de la casa vecina se quedara loco mirándola. Le avisaba con
dos golpes, como sin querer, y eso era suficiente. Le pedía
cigarros, o algo de especias, o un puñado de arroz. Quizá podía
pedir dinero también, pero eso sería más tarde, cuando hiciera más
confianza y el viejo se encariñara. Aunque Manuel no se veía tan
viejo. Lucía un tanto maltratado, como todos los hombres del pueblo.
Los hombres de cincuenta parecían trapos requemados. Andaban sin
afeitar, con los dientes amarillos y los ojos hundidos y opacos. Eran
ojos que miraban como pidiendo perdón. Debía ser por el olor a mar
de orilla, a sardinas podridas y a hierro viejo. En Preston no había
otra cosa. No había nada que ver en el pueblo triste que las
gaviotas miraban con desconfianza desde el cielo sin atreverse a
bajar hasta la tierra. Unos botes de mala suerte se amarraban al
muelle de madera. Puras barcazas sin pintar, flotaban sobre las olas
por milagro y se mecían con el susto del agua que las empujaba
arriba. El ingenio azucarero había dejado de moler sus cañas hacía
tiempo y sólo quedaban sus altas chimeneas y una armazón de hierro
pudriéndose bajo el sol. La gente se miraba sin reconocerse y
siempre andaba huyéndose, apartándose, esquivándose para no verse
obligados a saludar. A la rubia le tocó vivir en el pueblo maldito.
Primero fue atraída por una plaza vacante en la cafetería del Gran
Hospital de Preston. Alguien le dijo en Mayarí que necesitaban una
dependienta. Y ella viajó hasta Preston y se acercó al hospital.
Desde las ventanas del segundo piso le llegó el tufo a alcohol, a
medicamentos, a vendajes ensangrentados y flemas podridas. Al virar
la cara le llegaron los lamentos también. Alguien moría y se negaba
a hacerlo, y ella se dijo que el sitio no era bueno para trabajar. Se
habría ido muy lejos de no haber sido por la niña. Con doce años
no quería arrastrarla por el mundo, ni exponerla a las cosas que
había visto. Con doce años lo que le hacía falta a la niña era
una casa, aunque fuera una casa prestada. Cuando esperaba su
transporte en la terminal de ómnibus supo que también allí
necesitaban una dependienta.
Terminó de vestirse. Sacudió la
blusa para que las tetas se sintieran libres y bailaran bajo el
tejido, y salió al portal. Era temprano todavía. Las tres, o poco
menos. Tenía tiempo de sobra para llegar al trabajo. Podía caminar
sin apuro unas pocas cuadras saltando sobre los charcos como rana
mojada. Iría diciendo adioses juguetones a los hombres viejos de
Preston que se la comían con los ojos desde las casas de piso alto.
Eran casas sin jardín que mirar, ni fachada que valiera la pena, ni
pintura en las paredes de tablas, ni arcos de enredaderas sobre el
portón. El tiempo vencía los altos aposentos entretejidos en madera
y planchas de zinc. Los derrumbaba como a los dueños que
esperaban por ella para verla pasar y movían los labios para decir
un piropo inofensivo, casi infantil, o gesticulaban en una forma de
adiós que se entendía sin problemas.
La niña llegaría de la escuela
mucho más tarde, sobre las cinco, o más. Le había dejado en la
olla un pellizco de arroz y algo de pescado. El pan de siempre se
mantenía fresco dentro del aparador. La niña era grande. Podía
estar jugando unas horas y acostarse esperándola. En general era
bueno y aconsejable que jugara si quería jugar, si quería vivir las
fantasías propias de las niñas de doce años cuando se quedan solas
en casa. Con un pellizco de arroz y algo de pescado estaría bien.
Tenía ganas de fumar y pensaba en la
niña. Todavía pensaba en ella cuando abrió el portón. Salió del
patio, flotó sobre la calle hasta la casa vecina. Había aprendido a
caminar así, andando en el aire para alejar las penas. Con el paso
leve sorteaba los charcos y los tipos molestos. Parecía indiferente,
pero estaba siempre atenta, bien atenta, con el oído presto y
rápido, diferenciador, y los ojos acostumbrados a mirar desde abajo,
penetrantes y a la vez escurridizos. Eran infalibles, y le gustaba
esa definición. Con unos ojos infalibles podía caminar por Preston
sin perder un detalle de las cosas y la gente. Veía la calle, los
perros, las cercas, la casa de Manuel. La puerta entreabierta
funcionaba como una invitación.
Manuel Beltrán vio venir a la rubia y
tomó sus medidas de última hora. Una gota de pasta dental en la
lengua eliminaba cualquier efluvio extraño, pero eso no era
suficiente. Tenía un limón cortado a la mitad. Lo masticó cerrando
los ojos y corrió a enjuagarse la boca. Soltó la buchada por la
ventana del fondo y tomó otra. Quiso secarse la cara con la toalla,
pero no olía bien. La guardaba mojada y el vaho de moho y humedad se
pegaba en el tejido. El aroma fuerte subía desde la toalla húmeda y
se enroscaba en la nariz, y Manuel Beltrán resopló dos veces, tiró
la toalla sobre la baranda de la terraza y se secó la cara con un
trapo. Llegó a la sala justo a tiempo para abrir la puerta y sonreír
en el dintel. La rubia subía los escalones.
Podía mirarla subir eternamente. Las
faldas cortas dejaban ver una parte del muslo. Se veía más arriba
cuando ella levantaba la pierna en los escalones de madera: uno, dos,
tres y arriba. Se veía una parte del muslo en cada paso. Pero la
miraba con vergüenza. Subía los ojos a la blusa, y aun le veía la
boca abierta en una sonrisa inocente. Los dientes de la rubia
brillaron en el claroscuro del portal y Manuel Beltrán dejó el paso
libre a la mujer. Lo suficiente se apartó, pero se quedó cerca para
sentir el roce de su piel. Lo disfrutaba como algo especial. Era un
momento único en que se tocaban por accidente, por una simple
cuestión de espacio reducido, y eso funcionaba como un golpe rápido
y total que agitaba la sangre en los laberintos del cuerpo. La rubia
no le daba importancia al efecto que el roce provocaba en Manuel. No
parecía notar el golpe de la sangre, ni la palpitación acelerada,
ni el jadeo profundo, ni las manos nerviosas aferradas a la puerta.
—Ay,
perdón.
Lo dijo con coquetería de rubia
cuarentona. Se deslizó hacia la silla y se dejó caer. Unió las
rodillas en una pose rebuscada y elevó el busto para que los pezones
se marcaran en la tela. Los sentía rozar con el tejido fino, y
crecer, y ponerse duros. Armas de puta verdadera, le había
dicho la gallega vieja de Chavaleta. Debían ser hábitos ocultos en
una hembra de verdad, en una mujer completa que se venía cuando le
hablaban al oído, le manoseaban una teta o le tocaban abajo. Puta
de raza, prefería decir la rubia. Sofisticada en el gusto, pero
simple. Extendió la mano hacia el hombre que tenía delante. Le notó
el ligero abultamiento y un temblor en los labios. Lo del
abultamiento lo entendía. Lo del temblor, no. Un hombre viejo no
debía temblar por que una mujer se le insinuara. Quizá sentía ese
tipo de miedo escondido bien adentro, ese susto inevitable ante las
cosas que no se han tenido por años. Debía ser eso, y aun así él
le agarró la mano y se la acarició. Tenía un halo de muchacho y de
hombre, algo perdido en la mirada, y respiraba con dificultad.
Soltaba el aire de un tirón y lo recogía despacio, dándose tiempo,
haciéndose a la idea de retener la mano por siempre. Pero la rubia
empezó a sentirse incómoda. Retiró la mano y habló del tiempo y
del agua, de lo malas que se ponían las calles en los días de
lluvia, del trabajo que pasaba una mujer sola para sobrevivir en un
pueblo tan pequeño. Endureció la línea de los labios, se tocó la
boca con dos dedos y envolvió al hombre con una mirada de doncella.
Manuel se disparó a la cocina. Había
guardado los cigarros sobre el marco de la puerta. Tanteó el lugar,
los encontró, puso la caja en el bolsillo. La botella de ron
descansaba sobre la mesa. Con un trago podía alejar el susto que le
llenaba el cerebro. Necesitaba un trago largo, suficiente para acabar
con el miedo. El borbotón de alcohol casero le bajaría con calma,
quemándolo por dentro, y haría trizas cualquier gota de turbación
o vergüenza. Pero el olor de la bebida no era un aliado aconsejable.
La rubia podía ponerse brava. Era una mujer fina con un andar de
gata sobre el agua y una espalda blanca y larga. Flexible, debía
ser, como una caña dulce. No debía importunarla con pestilencias de
ron casero ni olores fuertes.
—No tenía
que molestarse —su voz sonó a la vez tímida y sensual cuando
Manuel extendió la mano.
Tomó los
cigarros y revolvió el boso buscando la fosforera. Entre nubes de
humo espeso, sonrisas contenidas y miradas desde un ángulo bajo se
disculpó por la visita. Cruzó las piernas y los muslos se
definieron bien. Elevó el talón hasta apoyarse en la punta del
zapato. El recurso infalible, probado tantas veces, debía funcionar.
El hombre quedaría mirando los contornos y la masa, los pezones
perfectamente discernibles, se ablandaría y diría que sí a
cualquier petición.
—No es
molestia —dijo Manuel, y no pudo decir más nada.
Aparecía otra
vez la maldita cosa.
Se le formaba el nudo en la garganta, la lengua se le ponía rígida,
las palabras se perdían. Era una situación maldita. Un miedo. ¿Por
qué pasaba, y cómo? ¿Por qué ahora, precisamente ahora, cuando la
vida parecía sonreír y la suerte se presentaba en la forma de una
rubia que llegaba sola? Algo tenía que ser la cosa. En
silencio maldijo a Sonia. Cuando se fue le dejó hecho algún trabajo
de brujería. Unos trapos metidos en alcohol, o cualquier invento de
mujeres. Quizá enterró un hechizo bajo la casa, en algún hueco
profundo bajo el piso de tablas, o en cualquier rincón del patio.
Bajo la higuera, quizá, por esa suerte de nostalgia que tienen las
higueras. Imaginaba a Sonia haciendo el hueco, de noche, alumbrándose
con un candil para esconder allí sus frascos y sus mierdas, oliendo
el leve aroma de los higos maduros y diciendo Te jodiste, Manuel,
te jodiste.
La rubia se levantó y las tetas
bailaron. Se acomodaron bajo la blusa en su lugar de siempre. Los
pezones volvieron a su posición inicial. Se habían puesto de
acuerdo porque así lo exigía la circunstancia. Se ablandaron para
que la mujer pudiera hablar.
—Deben ser
las cuatro. Tengo que irme. El trabajo, usted sabe —siguió
hablando con los pezones completamente relajados—. Si pudiera
prestarme cinco pesos para la merienda. Se los devuelvo cuando cobre.
Manuel se buscó
en los bolsillos. Sacó el billete sin decir una palabra. La rubia se
acercó. El olor del agua de colonia le dibujó al hombre una playa
con pinos curvados por el viento. Hubo un roce de los dedos cuando el
billete cambió de manos. Un cosquilleo punzante recorrió las manos
de Manuel. La piel se le erizó. La maldita cosa
lo dejaba tranquilo por momentos. Sólo por momentos, y aparecía
después, como serpiente, culebreando ante los ojos y diciéndole
pendejadas al oído.
Los pezones de
la rubia empezaron a ponerse duros. Ya era tiempo de irse. Ella tenía
la habilidad de establecer el momento justo en que debía abandonar
un sitio. Lo aprendió así en lances suficientes y variados, en toda
una vida de encuentros azarosos que le dejaron sus huellas para
siempre.
—Me voy
—enderezó el cuerpo hacia la puerta. Salió al portal y se volvió
antes de bajar los escalones—. Si usted pudiera darle una miradita
a mi casa. Porque va a estar sola, ¿sabe? Y gracias por los cinco
pesos.
Flotó sobre el
pasillo con un andar de rubia cuarentona. Hizo una seña graciosa con
la mano moviendo los dedos en algo que podía pasar por despedida,
por un adiós, después te veo, o
por un me voy, espérame,
y salió a la calle.
Desde los
escalones Manuel Beltrán la miró alejarse. La siguió con los ojos
todo el tramo que pudo. La vio detenerse a conversar con alguien y
torcer en la primera esquina. Suspiró. Resolvió que ya era tiempo
de beber un trago. Sólo el alcohol casero podía espantar la cosa.
Y la cosa estaba
allí. Siempre la maldita cosa.
Los dedos temblaban y la piel sudaba frío. Era el susto, en fin.
Aparecía en el mejor momento y lo convertía en un trasto inútil.
Se dejó caer
en la silla y barrió de un manotazo todo lo que había sobre la
mesa. Rodaron los cables y las piezas del Ródina.
Las pizarras y los contactos se desparramaron sobre el piso. Las
pinzas cayeron más allá, casi en la puerta de la terraza.
Con el primer
trago sintió un alivio en la sangre. Menos pesada, podía ser, como
en los tiempos en que andaba con el cojo Martín por los ranchos de
Bruklin, jodiendo en lo del Chino, mataperreando entre las casas y
haciendo cualquier cosa para no enfrentar el rostro serio de su
madre. Tomó el alcohol en tragos grandes para que se colara bien
adentro, limpiara la sangre y espantara la cosa.
Estaba casi dormido en el asiento cuando los perros ladraron. Está
casi dormido, o casi muerto. Le daba igual.
Ya no era
nadie. Ni el hombre que fue, ni otro. El amasijo de piel y huesos sin
valor aparente de Manuel Beltrán ya no tenía nada que mostrar al
mundo. Sólo podía beber unos tragos de alcohol y masticar con rabia
el montón de recuerdos que llegaban en fila.
Cuando los
perros volvieron a ladrar un vapor repentino le recorrió la espalda.
Lo imaginó como un aire ceniciento y caliente. Siempre pensó que un
vapor ceniciento no era una cosa buena. No podía serlo, por el
color. Era casi como el gris, pero más denso. Más pesado que el
gris, y era bastante. Acomodó la cabeza sobre los brazos en una
posición de sueño y dejó que los perros ladraran a su gusto. Que
se aparearan con la perra, si querían. Que la montaran y se
engancharan bajo el piso y se arrastraran hasta que les doliera. Y no
le importaba el baboso Abel. Seguro estaba por llegar. Vendría
babeándose y contándole algo nuevo, pasándose la lengua por la
cara y metiéndose en todo.
Soñaba con
Abel y con los perros. Era un sueño molesto, desagradable. Hizo un
esfuerzo por apartar las visiones pesadas, pero el alcohol lo vencía.
El alcohol recorría con rapidez los caminos de la sangre. Le
reverberaba en el cerebro. Lo sacudía por la cabeza y lo adormilaba
más obligándolo a soñar una y otra vez la misma pendejada. Rubias
desnudas le pedían cigarros desde una silla desvencijada. Rubias de
muslos suaves y compactos subían escaleras eternas. Rubias para
llevar, bonitas, hacían brillar su espalda flexible dentro de una
habitación en penumbras. Rubias feas, malolientes, pasaban en fila
sobre montones de caliche mojado. Y rubias de pelo corto, con
estrías, flotaban sobre charcos de agua sucia enseñando las nalgas.
Un sonido de
ventanas y madera reseca se le metió en el sueño.
“Pesadilla”, pensó, y volvió la cabeza al otro lado.
Cuando la
ventana sonó otra vez, Manuel Beltrán abrió los ojos. Subió a la
mesa y apartó la tabla de la pared. Allá, en la habitación vacía
de la casa vecina, un cuerpo de mujer tanteaba el cordel de alambre
con las manos. Era un cuerpo grácil y blanco de niña-mujer. Se
paseaba desnuda por el cuarto, completamente desnuda, y cantaba.
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