Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Se
quitó con sumo cuidado los tapones de goma que cubrían sus oídos
y, aún sin abrir los ojos, comenzó a despojarse de las numerosas y
pesadas frazadas y acolchados que la envolvían.
Los
tres buzos que llevaba puestos no fueron suficientes para mitigar el
choque helado que su cuerpo sintió en cuando se puso de pie sobre el
helado parqué. Dejó los tapones de goma en la mesita de luz y
rápidamente se colocó varias capas más de ropa, ropa que se
encontraba apilada en desorden sobre una silla junto a la cama
matrimonial.
Su
respiración formaba nubecitas blancas en el ambiente. Tenía la
nariz roja y los ojos llorosos. Un hilo de luz se colaba por entre
los tablones de madera que tapiaban las ventanas de aquella
habitación. Miró su reloj y, mientras leía las agujas que marcaban
las diez y siete de la mañana, abandonó el cuarto luego de colocarse un par de
borceguíes de cuero que apenas pudieron entrar por la presión que
ejercían los numerosos pares de medias.
El
comedor se hallaba en orden y en silencio. Se aproximó a una de las
ventanas del frente, también tapiadas, y observó a través de una
pequeña rendija. Todo se hallaba en orden; tan solo el vecino
retirando con un palo, y a través de la reja de su vivienda, un
cadáver que yacía rígido y afirmado a uno de los hierros.
Recogió
de la mesada un colador de tela y dos tazas cachadas y sin mango, y
se dirigió hacia el patio trasero. Abrió la puerta y se encontró
con él removiendo la tierra de varias macetas que contenían
verduras. Sus ojos se cruzaron y sonrieron sutilmente. Hacia un lado,
una pila de leños encendidos calentaba agua en una olla, rodeada de
pequeños platos de vidrio que contenían hebras de té húmedas.
Los
rayos solares la inundaron. Sintió que su cuerpo se energizaba. El
cielo estaba despejado, sin nubes, y casi le pareció oír el
canturreo de algún pajarito. Se sentó junto al fuego y removió los
platitos con hebras para que éstas se secaran con mayor rapidez. Sus
ojos se dirigieron al suelo y se encontraron con las sombras de los
fornidos alambres de púas que se proyectaban desde lo alto, los que
unían y cerraban los altos y cementados muros de aquel patio; los
que habían terminado de colocar la tarde anterior.
Eligió
un plato, colocó las hebras en el colador y, ubicando debajo las
tazas, les vertió el agua hirviendo. Dejó ambos tés reposando y
procedió a colaborar con las tareas de jardinería.
El
patio estaba desprovisto de vegetación, a excepción de las macetas
que contenían las verduras. El terreno, llano y agrietado, tan solo
presentaba resecados vestigios de lo que alguna vez habían sido
plantas y flores.
—Uno
debería salir hoy… —dijo
él, acomodando las macetas al sol.
—No,
hoy no… —dijo
ella mirando al suelo.
—Tal
vez mañana… —finalizó
el.
Ella
guardó silencio. Habían tenido esa misma conversación el día
anterior; y el anterior, y el anterior también. Cortaron las
verduras maduras y las depositaron en el interior de la olla que
hervía en el fuego. Luego se sentaron a tomar el té en silencio.
Por momentos se oían breves sonidos, algunos distantes, otros no
tanto: el motor de algún automóvil que intentaba ser encendido,
gritos, discusiones, alguna que otra risa, pedidos de auxilio,
disparos. No se sobresaltaban; no preguntaban ni hacían comentarios
al respecto.
Allí
permanecieron sentados, aferrados a su taza, silenciosos. Observaban
el crepitar del fuego, los leños consumirse y quebrarse, las
verduras bailoteando y agitándose en el agua hervida; las
herramientas de jardinera sobre la tierra, las hojas bamboleándose
con el viento, las pequeñas verduras que apenas nacían. El té
negro de sus tazas, alguna que otra hebra que había sobrevivido al
colador y flotaba en la superficie, las manos resecas y cortadas, las
uñas sucias y quebradas.
El
frío se volvió intenso, y luego insoportable. Apagaron el fuego y
entraron en la casa. Colocaron todas las macetas en el centro del
comedor y las cubrieron con una lona, como hacían todas las noches.
Cerraron la puerta de acceso al patio con candados y, además,
colocaron delante un antiguo modular que bloqueaba completamente la
entrada.
Se
sentaron en el suelo, encendieron una vela y comieron las verduras
hervidas, también en silencio, sin mirarse. La temperatura seguía
descendiendo. Hacía varias horas que había oscurecido. Sus cuerpos
comenzaron a tiritar.
Finalizada
la escueta cena, apagaron la vela y se dirigieron al dormitorio. Ella
se quitó algunas capas de ropa y las depositó sobre la silla. Él
se giró para no verla desvestirse e incomodarla, y luego se
introdujo bajo la henchida pila de acolchados. A continuación, fue
ella quien se perdió debajo de tanto abrigo y se recostó boca
arriba, con el rostro acariciado por la seda. Ella se aproximó un
poco más al centro, él la imitó. No llegaban a tocarse, ni
siquiera a rozarse; pero estaban un poquito más cerca que la noche
anterior, y muchísimo más que la primera.
Ella
cerró los ojos. Aún faltaban varias horas. Ella dormiría hasta
tarde, él madrugaría y trabajaría en la huerta luego de haber
hecho el fuego para calentar agua. Ella prepararía el té y lo
ayudaría con las tareas. Tal vez uno debiera salir, tal vez no.
Cenarían austeramente y tal vez conversarían, tal vez no.
Así
habían transcurridos diariamente las cinco horas diurnas, aquellas
que antes habían sido seis, y antes siete, y antes ocho, aquellas
que pronto serian cuatro, y tres, y dos..., hasta que el sol
finalmente terminara de morir, arrastrando consigo lo poco que
quedaba.
Sacudió
la cabeza para despejarla de malos pensamientos. Estiró sus manos y
recogió de la mesita de luz los tapones para sus oídos, que llevó
rápidamente a sus orejas; que la aislaban del mundo; que impedían
que escuchara los alaridos y súplicas de quienes no habían podido
encontrar resguardo para la despiadada noche, eterna, helada; seres
desconocidos, o no tanto, que amanecerían rígidos y congelados,
aferrados a los frentes de las casas, anticipando el implacable e
inevitable destino de la humanidad.
Paola Andrea Rinetti |
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