La
pantera y su zarpazo al astuto estalinismo que ha usurpado y
castigado,
durante más de seis décadas, el libre flujo de las ideas
con ventanas.
UROG
Foto: Paco Luna, Casa de la Música, Miramar |
Fello
preguntó de dónde había sacado esos hierros, y él dijo que compró
el martillo en la calle, pero no habló de aquella mañana de
domingo, cansado después de una noche sin sueño, con Sandra desnuda
en la cabeza. Había dicho el vendedor que era un martillo con
historia, de los que ya no vienen, dos libras de acero bien moldeado
con su cabo de madera liso, dijo el vendedor que tan antiguo como el
acero mismo, que mirara la buena condición y le tomara el peso, buen
martillo que era ese, y el precio no era malo. Y lo compró por eso,
porque gustaba de las cosas antiguas, y no por otra cosa. Y de la hoz
habló también porque a Fello le parecía cosa rara. Un martillo
estaba bien, aunque antiguo, pero era familiar a Fello y a los otros.
La hoz, en cambio, no era cosa conocida, salvo quizá por la bandera comunista, y él explicó que la compró también. En una tienda,
dijo, un viejo que vendía cosas raras, antiguas decía, cencerros de
cobre y utilería extraña, como el mismo caso de la hoz, objeto poco
útil, raro podía decirse, que a la vista ofreciera un brillo curvo,
temible por el filo y por la forma misma, peligroso quizá. Había
dicho el viejo de la tienda que lo daba en buen precio si se atendía
a su condición de reliquia usada hacía mil años por los druidas
para cortar el muérdago, para las iniciaciones decía, y él
preguntó riendo si no lo usaban acaso para cortar cabezas, por lo de
la forma, y el viejo dijo que sí, que se podía cortar fácilmente
un cuello ancho, de un solo tajazo se iban al suelo el cuello y la
cabeza, y después la sangre. Pero dijo que sin sangre se podía, si
se untaba la hoja con el zumo de una planta, azaleas decía,
maceradas en vino. Eso dijo el vendedor, pero él no pudo repetirlo.
Dijo sólo que era una hoz antigua para cortar arroz, o trigo, o
sémola. Y se quedó ahí la explicación porque Fello preguntó por
Sandra. En el trabajo, dijo, y fingió no ver la sonrisa oculta en
los ojos de Fello, una inflexión que pugnaba por abrirse paso, burla
contenida y callada, risa que le oprimía el corazón y lo empujaba
hasta el suelo.
Porque
Fello sabía. Fello y los
otros. Los amigos. Y lo trataban con frialdad, atentos a sus
respuestas torpes, a sus explicaciones de por qué y por cuánto. Y
qué podía hacer él sino quedarse callado. Y pensar. Imaginar que
Sandra era una historia ajena. Que eso no le estaba pasando a él.
Mantenía los ojos fijos en la hoz y el martillo, la simetría
perfecta en la pared, el brillo del acero sobre el fondo azul opaco.
Y pensaba en Sandra.
Sólo
le hablaba para pedir dinero. O para insultar.
Para maldecir por la comida escasa. Y él debía callar.
Esperaba la noche como un refugio último. La hora de acostarse. Y se
acostaban juntos. Sandra cerca. Cerca. Sólo
estirar la mano... Pero con la mano ni atreverse. Tocar era
prohibido. A veces, si ella lo quería. Pero pocas veces. Pocas.
Pocas veces y la noche. La larga noche en que los ojos se cerraban a
la fuerza. Los ojos húmedos, que en la oscuridad veían dibujarse
figuras de mujeres. Figuras. Rostros y cuerpos. Curvas y pelambres.
Vientres calientes donde los dedos podían resbalar a gusto. Muslos
delicados y entrepiernas semiabiertas. Oquedades tibias y pechos como
astas. Pechos. Pero nada era Sandra. Allí, tan cerca, y no era
Sandra. Imposible, diríase, porque él no podía. No podía,
y eso era un hecho. Una verdad asimilada con los años. Los duros
años de impotencia. De esperanza. De súplica. De ayúdame y
entiéndeme. Y Sandra lo entendió un tiempo. Lo ayudó. Le buscó
soluciones. A veces era Sandra, la mujer cercana. Y a veces era
simplemente Sandra. Un cuerpo ajeno.
Con
el tiempo, ella fue una voz que decía no me toques. Una respiración
que alargaba las horas. Las largas horas. Difíciles. Y empezaron las
reuniones. Las salidas nocturnas y las llegadas con el olor de otro
hombre. Y todo fue peor por lo de Fello y los otros. Porque ellos
sabían. La veían pasar y hablaban. Estaba seguro de que hablaban.
Sabía lo que hablaban. Lo adivinaba. Lo podía sentir en la piel de
la cara. En el estómago. La ira contenida iba tomando forma. La
tristeza íntima se iba convirtiendo en otra cosa. El sentimiento
cambiaba rápido desde el amor hasta el odio. Y los ojos se detenían
una vez más sobre la simetría perfecta en la pared de la sala.
El
martillo. Un arma ideal para aplastar cabezas. Para triturarlas
quizá. El placer subía por la muñeca, nervio a nervio, como
sangre. El golpe era saboreado noche tras noche. Un único golpe
calculado para romper el cráneo. Para desmenuzarlo. Un huracán de
hierro que descendiera rápido y terminara todo. El golpe era eso.
Pero podía ser más, o podía ser menos. El golpe podía fallar y,
en ese caso, un segundo martillazo era preciso. O un tercero.
Decidió
probar. Los cocos del patio remedaron cabezas. Los cocos secos. Se
rompían con un chasquido. Con uno solo. Pero inmóviles. Una cabeza
puede moverse de repente, si los ojos avisan, o si un sexto sentido,
como aquel caso de la mujer del carnicero, que la dio por muerta por
el golpe en la cabeza y se ahorcó él mismo después pensando en que
iban juntos, y nada, viva que está, ahí, con otro, con el mismo,
riéndose, y el infeliz carnicero allá, podrido, bajo tierra.
Historias que oía en la casa de Fello. Cuentos que hacían para
reírse. Como antes. Y ahora vivir el cuento propio, seguro le decían
verraco en lo de Fello, se callaban cuando él llegaba, decían que
no era el mismo. Ni Fello era el mismo, ni nadie. Tan amigos siempre,
lo rehuían. Lo esquivaban como el coco al martillazo.
Fello
tú coño no me jodas amigo que eras amigos que fuimos martillazo
coco seco cabeza partida en dos en tres como antes no me hablan
resbalosos cocos estos la cabeza puede girar moverse gritar espera un
poco el grito la gente oye gente que oye el grito corre corre corre
corre llama y corre la mujer del carnicero la muy puta lo jodió con
otro ella encima como antes ella encima de otro ajá ajá ajaaá
quejidos espasmos puta de arribabajo el martillazo puta se resbala y
el grito se resbala como antes conmigo los olores y la ropa como
antes con otro te quería el coco se resbala el grito no es el mismo
Fello ni los otros ella encima de mí ella encima de mí ella encima
de mí coco seco martillazo la cabeza se resbala ella encima de otro
ella encima de otro ella encima de otro...
Y
probó otra vez. Llenó el patio de pedazos. Partió cráneos hasta
lograr la puntería necesaria. Hasta saciar la sed de cabezas
trituradas. La cabeza de Sandra, rota y sangrante, aplastada con un
solo martillazo, un solo golpe, el único, un vendaval liberador
propinado con fuerza, un aluvión de acero que hundiera el cráneo y
llegara hasta el centro del cerebro, materia gris, materia blanca,
sesos esparcidos en el suelo, las paredes salpicadas con la rojez
sanguinolenta, qué bárbaro, Dios mío, este placer que ha subido
por la mano, nervio a nervio, como sangre.
Sandra
preguntó qué haces, y quiso probar también. Porque el chasquido le
gustó, seguro. Como cabeza rota, dijo él, y ella rio la frase sin
sospechar la muerte. El trancazo y la muerte. Él preguntó otra vez
si le gustaba y ella dijo que sí, que estaba bueno.
Y
la duda después. Por lo de la sospecha. La eterna duda. Miedo, podía
decirse. Si en el último momento la intención se descubre. O si el
brazo fallara en el instante preciso. O si el grito... Un grito es
cosa poco soportable. Un grito puede ser de mala suerte. Muerte con
grito. No. Mejor la muerte limpia. La silenciosa muerte. Pero no con
el martillo. Con ese no. Con otra cosa.
Y
los ojos fueron a buscar la simetría de la pared. Se detuvieron
allá, junto al martillo, en el lugar donde la hoz brillaba, de puro
acero la hoja, que a la vista pareciera de oro puro, el mango liso
incrustado en hueso de alce, hoces no faltarán en la vida de un
hombre, y a qué mirar el brillo puro de la hoja, blanca curva
inflexible que podía cortar de un solo tajo una garganta, según
dijera el viejo.
La
sopesó otra vez. Peso perfecto. Surcaba el aire a la derecha y a la
izquierda. Golpe perfecto. Pero probar en qué. Los plátanos del
patio. Los tallos fueron cuellos. Y los cuellos fueron cortados de un
solo golpe. Y el placer era mayor. Subía también, pero nacía en el
vientre, más abajo, nervio a nervio. Pero no como sangre. No. Como
semen, diríase. Como eyaculación a voluntad. Como dominio. Más que
el placer anterior. El del martillo. Porque con un solo golpe de la
hoz podía terminar todo. Recto hasta el cuello, de un solo tajo. Y
sin el riesgo de resbalarse. Sin un segundo golpe. Para que Fello no
dijera. Que lo contaran después. Que se dijeran viste eso, un solo
tajo. Para que eso dijeran. Uno solo. Cortó los tallos como cuellos.
Y los cuellos podían ser tomados como tallos si era preciso no
pensar en que de un cuello se trataba. Por si al final, en el último
segundo, le fallaban las fuerzas.
Volvió
a preguntar Sandra qué haces. Y él dijo nada, estos plátanos
enfermos, es preciso cortarlos. Ella no quiso ver. No le gustó,
seguro. Por lo del filo y el corte rápido. Algo que se interpone
entre las mujeres y la sangre. Dijo que para plátanos estaba ella. Y
se fue otra vez. A una reunión, le dijo. A un comité de algo. Y
Fello seguro se reía. La vería pasar vestida con el último sueldo
del amigo. Ahí va la puta, diría, y el verraco está en la casa.
Ah, Fello, un golpe. Un solo golpe. Pero después, la sangre.
No
pensada. A borbotones, dicen, si la cabeza cae. Así lo había visto
en las películas. Sangre hasta el techo. Pero había dicho el viejo
que sin sangre se podía. Puta la madre del viejo. Vendedor latoso.
Cómo hacerlo sin la sangre. Sin mucha, sería, porque el torrente se
libera cuando se cortan de cuajo las arterias. Noventa litros por
minuto, han dicho. Puede que noventa más si el cuerpo está cansado,
como el de Sandra. Porque llegaba de una reunión, decía.
Pero
podía ser sin sangre. Dijo el viejo que con el zumo de una planta.
Puede que azaleas. O algo. Se lo encontró en la misma tienda
vendiendo cosas antiquísimas, cencerros y cuentas de tintines.
Preguntó si recordaba. Y el viejo dijo que sí, lo de la hoz y el
muérdago, con zumo de azaleas por si la sangre. Preguntó que si
seguro, y el viejo lo miró con lástima. Seguro, dijo, y él se
alegró. Porque la sangre no puede ser peor que el grito. Si sale en
chorro, acaso. El grito no, porque se esparce y queda en los oídos
para siempre. Por eso prefirió la hoz, porque pensó que era mejor
vivir sin el grito en la cabeza.
Y
una noche la esperó acostado. Desgranó las horas hasta oír abrirse
la puerta. Pero no desesperaba. No. Tenía los nervios en quietud
perfecta. Relajados quizá. Seguros. Los sentidos atentos, pero en
calma. La oyó entrar y caminar por la sala. La imaginó desvestirse
y correr al baño. No pensó en el sudor de otro hombre impregnado en
el cuerpo. Ya no. No le importaba el cuerpo ni el sudor. Se levantó
cuando oyó correr el agua. Caminó hasta la sala, despacio, hacia la
pared semioscura donde la hoz brillaba. Extendió la mano convencido
del acto. Demasiadas penas le había deparado el mundo. Y el mundo
era Sandra. Pero ya no.
Los
dedos casi se cerraron sobre el mango incrustado en hueso, pero
quedaron inmóviles por el golpe en la cabeza. Un segundo golpe fue
preciso para hacerlo caer. Y un tercero. Y los ojos, en esfuerzo
último, descubrieron la simetría rota en la pared. Porque la hoz
brillaba en su lugar, pero el martillo..., el martillo faltaba.
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