Tercer Premio (ex aequo) del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Plaga de langostas en Santa Fe, Argentina (www.estilodf.tv) |
—A ver cómo arreglas esto —dijo, en aquella ocasión, la madre.
Al menos no se ven las cagadas de moscas, pensó el niño.
Por aquel entonces descubrió que el sol no se iba cuando se ponía y que las estrellas, enormes y lejanas, conformaban un universo tan grande como nuestro mundo lo era para los insectos. Y aunque aquello no tenía la menor importancia y parecía, incluso, más bello suponer el movimiento del sol, descubrió que la tierra se movía en el espacio como una diminuta canica. No somos nada, pensó, y continuó librando batallas al atardecer contra ejércitos alados, destrozando hormigueros y cazando moscas para lanzárselas a las arañas, ahogarlas en un barreño o clavar en sus diminutos abdómenes pequeñas lanzas de carritos hechos de cobre que impedían su huida y habían de arrastrar por la pendiente del pupitre en sádicas carreras. Muchos años después adquiriría una especial destreza en el manejo de todo tipo de insecticidas.
Aunque pueda parecer raro, en su casa se leía a los poetas del 27 y descubrió en una antología aquel poema de Dámaso Alonso que habla de los puñeteros insectos. No entendió nada; sobre todo no entendía por qué le dolían los insectos al poeta miope, ni por qué devoraban la ceniza sus insectos. A los que él conocía nunca les vio hacer tal cosa. Pero le gustaba aquel enardecimiento de alas y ojos que poblaba el poema y quería evitar que royeran el mundo los insectos.
En realidad él también se sentía como un insecto, un diminuto insecto atrapado en un mundo enorme que nunca llegaría a descubrir por completo. Cuando, años más tarde, supo de la existencia de Gregorio Samsa en la magnífica traducción de Borges, temió que él también se transformara en insecto, es más, estaba convencido de que sucedería en cualquier momento. El día de su boda no consumó el matrimonio por temor a que su pareja lo devorara durante el coito.
Con estos antecedentes, no pudo dedicarse a otra cosa que a la entomología. Estudió catervas de insectos conocidos, al natural y en registros fósiles. Rastreó colecciones de lepidópteros, se interesó por la apicultura y la transmisión de enfermedades y plagas por medio de larvas, parásitos y todo tipo de insectos. Hasta la entomología forense atrajo su atención. Constató que los hombres, con toda su aparente grandeza, no están siquiera a la altura de las hormigas y que nuestra supervivencia está ligada a la permanencia de los insectos. Supo que, al igual que hay estirpes condenadas a cien años de soledad, hay especies condenadas a su extinción universal, como otras lo están a renacer por toda la eternidad.
Habían hablado de ello, todo el mundo lo hacía. Se vaticinaba una conmoción mundial peor que la causada por la última pandemia. Meteoritos portadores de plagas, el cambio climático, la nefasta acción del hombre…, conjeturas. Él lo supo siempre por su extraña relación de amor y odio hacia los insectos. De alguna manera, su naturaleza le advertía de un peligro que no era nuevo y se cernía sobre la faz de la Tierra como en tiempos pasados olvidados por el hombre. Ahora le llamaban para opinar como autoridad en la materia; de él, el Mozart de las abejas, el poeta de las crisálidas, esperaban la solución definitiva, el exterminio de los insectos que, de la noche a la mañana, pasaron de su anunciada y temida extinción a ser una amenaza para la continuidad del hombre sobre el viejo planeta azul.
El sol se ponía lentamente sobre la llanura desértica. El cielo
sin nubes semejaba duro metal deforme y oxidado. La roca que el hielo ocultó
por eones y eones y el aumento de la temperatura planetaria desveló, ya no era
un hervidero de larvas. Éstas se habían transformado en un hirviente infierno
negro que se fue elevando, avanzando la noche, primero lentamente, después con
inusitada rapidez. Desde su puesto de observación los vio partir, oscuros,
duros, compactos, hacia las luces lejanas de la ciudad. Se sentía viejo y
cansado. Toda su vida se había preparado, sin saberlo, para este instante y
ahora se encontraba exhausto y vencido. Miró sobre su cabeza la nube de
insectos que volvía a viajar por el espacio devorando mundos y cenizas. Lanzó
al suelo los papeles que resumían la inútil experiencia de toda su vida, dejó
de prestar atención a científicos y políticos reunidos en torno a él, extendió
los brazos transformados en negros élitros, dejó al descubierto dos irisados
pares de alas y comenzó a elevarse en el aire, uniéndose a la nube oscura. Al
sobrevolar el cementerio confío, secretamente, en que un niño con una espada de
madera estuviera esperando, presto para hacerles frente.
Jesús Pico Rebollo |
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