Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Alexandr Kondratov, Colmenar antiguo en el Macizo de Altái |
Al fin divisó el claro donde se encontraba el colmenar, dentro de un cercado de piedra que evitaba el ataque de los osos. La flor del orégano y la borraja, tan abundantes, servían de alimento a las abejas. Los insectos se habían acostumbrado a la presencia del viejo monje, o bien éste, con su entrenado sosiego, sabía moverse entre ellas sin molestarlas. Entró en el recinto, se acercó a las colmenas y miró en las pequeñas aperturas por donde entraban y salían, junto a las cuales yacían centenas de zánganos inmóviles, muertos al completar su tarea. Acercó la oreja para cerciorarse de que no se escuchara nada: así confirmó que la miel sería abundante aquel otoño. Sopló con cuidado por un orificio, y sólo así un ligero murmullo comenzó a brotar del interior. El zumbido de las abejas es apenas eso, un ligero murmullo en el inmenso valle.
En gran medida, la devoción que los monjes profesaban por el venerable Guido provenía de su extraordinaria relación con las abejas. Todos se maravillaban de cómo salía indemne del colmenar a pesar de entrar sin protecciones. Nadie lo decía en voz alta, pero sin duda se preguntaban si era este un signo de santidad. Sólo el propio Guido recordaba ya los picotazos que recibió en su juventud.
Todavía debía esperar un poco para la cosecha, pensó. Aun así, no pudo evitar meter la mano desnuda, sacar un poco de la cruda y espesa miel, y llevársela a la boca. Saboreó el dulzor para luego reprenderse por su acceso de glotonería. La vergüenza lo acaloró aún más cuando escuchó movimiento en el camino. Era Pedro, el novicio que le fue asignado como ayudante y aprendiz, a pesar de haberse mostrado receloso al respecto.
–Buenos días, hermano Guido –dijo el joven novicio.
El viejo monje contestó moviendo la cabeza, como siempre, pero sin apartar la mirada de su tarea.
–Qué hermosa mañana, ¿verdad?
Comprendía el entusiasmo, achacable a su corta edad, pero no podía evitar sulfurarse. Observó de soslayo los movimientos enérgicos, decididos, risueños, del joven Pedro; debía reconocer su destreza, la habilidad innata que mostraba con las abejas, pero algo en su interior le impedía ser simpático con el muchacho.
–Ya casi está para la cosecha –dijo Pedro, alargando la mano arremangada hacia uno de los panales.
Guido quedó petrificado ante la escena: el joven introdujo la pálida mano derecha, desnuda, de nudillos enrojecidos, y sacó una pequeña cantidad de miel cruda, blanquecina. Vio como la dirigía hacia los entreabiertos y carnosos labios, pero antes de que pudiera saborear nada le asestó un fuerte manotazo. El joven lo miró sorprendido, sus ojos se humedecieron y adquirieron un brillo en el que el viejo monje creyó ver decepción. Notó sus arrugadas mejillas enrojecerse, arder de vergüenza el vientre.
Guido subió, turbado, las escaleras, abandonando el colmenar a sus espaldas. Cruzó el arco de piedra que daba acceso al recinto del monasterio. Atravesó con rapidez el claustro hasta encontrarse frente a la puerta de la iglesia. Entró en el estrecho templo de piedra, y el olor del polvo y el frío lo trastocaron aún más. Hincó las rodillas en el suelo y avanzó mientras se santiguaba repetidas veces. Solo unas angostas aperturas en el muro del ábside alumbraban el interior del edificio. Inclinó la cabeza ante la sencilla mesa de madera que servía de altar y se postró. Tumbado por completo, comenzó a orar.
Podía escuchar los ruidos de su estómago, el roce de su piel contra la piedra, si acaso algún pájaro cuyo piar atravesaba a duras penas los gruesos muros de la iglesia. El sonido del trajinar de los monjes, en el huerto, los bosques o el río, no llegaba hasta tan arriba. Guido se sabía solo, y por ello pudo meditar con profundidad, hasta el límite del sueño.
De pronto un ruido creciente empezó a envolverle. Pareció surgir de las esquinas, de las paredes, de todas las direcciones. Tumbado, con los ojos cerrados con fuerza, sintió como si una gran masa de agua lo hubiera cubierto y estuviera escuchando el bisbiseo de las olas. Un rumor constante que se acercaba a él y penetraba en sus oídos, para luego alejarse, rebotar y volver. Guido seguía repitiendo las mismas oraciones, tratando de obviar aquel zumbido que le atormentaba. Pero entonces creyó percibir sílabas en aquello que tan rápido se movía en el aire a su alrededor. El sonido adquirió formas que no era capaz de reconocer. Se llevó las manos a los oídos, apretó los párpados y se encogió.
Pasaron varios minutos y el ruido no cesaba. La piedra le dañaba los huesos del costado, el hombro y la cadera. No pudo evitar, al fin, ceder al agotamiento, y sus manos se desprendieron de la cabeza. Los párpados se le entreabrieron, dejando escapar algunas lágrimas. Seguían apareciendo sílabas en el eco, palabras sin forma clara; nadie parecía emitirlas, nadie les daba un sentido. Entonces el anciano monje creyó reconocer en ellas una cadencia de canto, quizá una llamada o un reproche, y sintió la obligación de contestar. Despegó los arrugados labios y gritó:
–¿Padre? ¡Padre! ¡Ten piedad!
A lo que solo el propio eco contestó. Todo ruido fue extinguiéndose con los restos de su clamor, pero aún permaneció unos instantes en el suelo antes de incorporarse con ayuda del escalón del altar. Una vez de pie miró a los lados, buscó en cada rincón, desde la bóveda a las arcadas del ábside. No encontró nada fuera de lo común. Solo el polvo suspendido en los haces de luz, alguna araña que cruzaba, peregrina, los frescos de la pared.
Temblaba. Con dificultad fue dando pasos hacia la salida, mientras se preguntaba si había gritado por nada y a la nada. Cuando se disponía a abrir la puerta, le interrumpió de nuevo el ruido. Pero antes de que el miedo le consumiera, el ruido se transformó en un zumbido cada vez más cercano, más conocido, hasta que cuatro abejas aparecieron revoloteando de entre las sombras de la bóveda. Guido abrió la puerta y vio cómo los insectos salían disparados al exterior, para después perderlos de vista en el bosque.
La iglesia, ahora iluminada por la luz del mediodía que entraba con fuerza, quedó en silencio. El ritmo del corazón del monje, humillado, fue ralentizándose. Levantó la mano para enjugarse las lágrimas con la manga de la cogulla y descubrió en ella restos de miel pegajosa. Marchó hacia el bosque siguiendo el rastro de su ganado descarriado.
Manuel Rufo Olivares |
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