Foto: Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces, de Bob Rafelson |
Se
sentó frente a él, lanzándole una mirada vacía:
–Jamás
podrás irte sin mí… a ninguna parte… ni tus putas te alejarán de esta boca.
Su
manera de hablar, rápida y entrecortada, lo intimidaba. Acto seguido, tomó un
cuchillo de la mesa y lo colocó en la yugular de su marido. En un intento por
tranquilizarla, Jorge habló suave y pausado:
–Esos
amoríos los tuve hace varios años, cuando tenía dinero, igual que el viaje a Nueva
York… Hoy, sólo estoy contigo, vendiendo tacos en la calle y refugiado en este PUTO
cuartucho con techo de cartón...
Ahora,
los ojos ardientes de su esposa eran dos alfileres que traspasaban su garganta;
luego, destruía los papeles frente a él, lentamente, retándolo con la mirada. El
marido –adoptando la cara de Jack Nicholson en El resplandor− clavó los ojos en los de su esposa con una mezcla
de odio y estupor, sumido en un profundo silencio, sorbiendo su bebida, apoyado
en la mesa sobre sus codos. El puñal cortó las pastas gruesas del pasaporte. Luego,
las de la Cartilla del Servicio Militar. Le arrojó los trozos a la cara y soltó
una carcajada. Instantes después, cejó en su intento por degollarlo para sujetar
con fuerza su mano izquierda y dibujar sobre su brazo aquel río, desde la
altura del codo hasta la muñeca. Negras gotas de sangre se confundieron con la
tierra del piso. Exhibiendo un infausto brillo, parecían emerger del suelo, en
lugar de caer a éste. Jorge soportaba, estoico, el dolor. Si jalaba la mano, la
lesión podría ensancharse. Si la golpeaba con el brazo libre, sería tanto como
provocar a una hiena hambrienta.
–Ya
me diste en toda la madre, qué ojete –balbuceó él; ella sonreía con maldad, sin
dejar de cortar.
Momentos
después, al sentirse libre de las garras de su mujer, Jorge se ocupó de curar
su herida en silencio, como fiera lastimada, la cabeza gacha, los ojos como
platos. Con la rabia contenida, vertió alcohol en el brazo dañado. Lo ató con
un trapo, sentado sobre el camastro. Se sintió de pronto en el fondo de un
abismo, un abismo donde la vida se tambaleaba sobre su impotencia. Colocó la
mano en alto, en un intento por detener la hemorragia. Diana se desprendió de
la dentadura. Le acercó el rostro y mostró al marido los restos de algunos
dientes, con una risa que pareció un latigazo. Bajo la luz mortecina, la baba
brilló con dramatismo. Las esferas del pequeño pino navideño entregaban dos
siluetas deformes, patéticas. Jorge tragó saliva con una repugnancia casi
maníaca, refrenando su asco. La mujer se puso en cuclillas frente a él ─ya lo
veía como un dibujo casi borrado─; le abrió la bragueta, con la dentadura en
una mano; el arma, en la otra. Afuera, la gente, como sombras, invadía el patio
de la vecindad. Aún flotaba en el ambiente el delicioso aroma a ponche con
tequila. Dos vecinas barrían los residuos de las piñatas. Hacía una hora que la
posada había finalizado. La luna se ocultaba entre las nubes. Una eternidad
maléfica, mezclada con el sordo rumor de los autos y lejanos ladridos de perros,
se confundía con el ámbito confuso y ensordecedor de la inmensidad de la noche.
El herido amagó con levantarse, encabronado, pero la punta del puñal en su
costado lo obligó a permanecer en su sitio, amurallado en un ruin silencio,
sometiéndose a aquella interminable tortura. Diana, con las mejillas ardiendo, ya
era un demonio que parecía no contener rasgos humanos.
Rozó
la verga con su lengua bien amaestrada, sedienta de perdón, los ojos cerrados y
caricias uniformes –ahora, ella le respondía con el rostro sádico de Jessica
Lange en El cartero siempre llama dos
veces–. El marido, conteniendo el aliento, al fin dejó escapar un suspiro,
pues pensó que utilizaría el cuchillo contra sus genitales. En este momento la
tenía a su merced. El alcohol ingerido había escapado de su cuerpo por la vertiente
de la lesión. Una ráfaga de sobriedad refrescó su cerebro o, tal vez, fue el
dolor agudo lo que avivó su mente.
Mientras
la miraba, le temblaban las piernas. Un escalofrío resbalaba por su espalda. Sería
muy fácil doblegarla de un severo madrazo en la sien, pero algo en su interior
se lo impedía, tal vez el conocimiento de que, en estos momentos tan aciagos de
su existencia, cuando hasta su familia le había vuelto la espalda, ella era la
única compañía. Al eyacular, Jorge sintió punzadas en la mano dañada.
El
placer fue doble.
De
manera caprichosa, a su mente acudió el estallido de las risas infantiles al
romperse la piñata, momentos antes: “Ya le diste una, ya le diste dos… Dale,
dale, dale, no pierdas el tino”.
Al
final, una densa calma siguió a esos infaustos momentos.
La
mujer tragó el semen, como tantas otras veces.
Con
exquisita ternura por parte del marido, la dentadura fue colocada en su lugar.
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