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Alfredo
escribía canciones desde los ocho años,
pero
nunca supo qué utilidad tenía eso. Una vez compuso el jingle para
la campaña política de un senador del PAN. Le pagaron una mierda,
aunque en realidad, nadie le había pagado nunca un centavo por
escribir canciones, así que no le vinieron mal aquellos doscientos
cincuenta pesos. Luego intentó por aquí, por allá, pero está
claro que la música no deja un varo si eres un incipiente cantante
de rock, desconocido hasta en su casa.
Repartía su
currículum como si fuese publicidad de Burger King, en pequeñas
empresas que nada tenían que ver con la música. Sin embargo,
nuestro amigo lo hacía encomendándose a una caracola que usaba como
llavero. Era su amuleto de la suerte: una caracola pequeñita que
compró en el mercado de música de Taxqueña, le dijeron que
perteneció al ícono del rocanrol mexicano, Rockdrigo González. La
neta, todos pensaban que esa madre era falsa; insinuaban que a
Alfredo “le vieron la cara” cuando se la vendieron, pero quizá a
él sólo le bastaba con la historia de que ese amuleto estuvo en
manos del Rockdrigo.
Una vez, llamaron a
Alfredo de una mueblería para chambear de mensajero. Su jefe era un
junior prepotente, un soberano mamón que observaba los zapatos de la
gente y calificaba a las personas por su puntualidad. Alfredo era
bien pinche impuntual. Apenas era su tercer encargo y le dijeron
claramente: “Alfredo, lleva estos clavos a las seis en punto al
piso siete, en Paseo de la Reforma número 829”. En el camino,
Alfredo se encontró una tienda de música y ahí, entre los discos,
se le fueron las horas.
Cuando se dio
cuenta, era tarde, siempre llegaba tarde a todo. Tenía que estar a
las seis, y ya eran las seis. Alfredo subió en chinga al elevador.
El elevador se atascó en el quinto piso, allí también estaba el
famoso Jimmy Jaime: el cantante de música de corridos.
Primero se atoró el
elevador, Jimmy Jaime era claustrofóbico y comenzó a gritar por
ayuda, después el elevador empezó a balancearse. “¡Está
temblando!”, gritó Alfredo. Jimmy lo abrazó: “No me
sueltes, no me sueltes”, decía.
Cuando se cansaron
de gritar, Alfredo intentó apaciguar las cosas:
—Tranquilo, no pasa
nada, parece que ya se calmó el temblor.
—¿Y por qué no nos
han sacado? ¡Ya pasaron como quince minutos!
—Yo creo que
evacuaron el edificio, pero en cuanto regresen, seguramente nos van a
sacar.
—¿Y mientras tanto
qué hacemos? ¿No podremos abrir las puertas?
Alfredo intentó,
pero estaban realmente atascadas.
—Imposible, hay que
mantener la calma. Qué lástima, me van a correr de mi trabajo.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Jimmy Jaime, soltando a Alfredo.
—Soy… pues…
ocasionalmente canto en bares y así.
—¡Ah chingá!,
¿también eres músico? —Jimmy dejó a un lado su natural temor a
los lugares cerrados y se montó en su papel cotidiano de mexicano, norteño, macho.
—Sí, pero no soy
famoso como tú.
—A ver, pues, cántate
algo pa’ ver si se nos quitan un poco los nervios.
Alfredo titubeó,
pero al final se echó una de sus quinientas canciones: una letra
fantástica, conmovedora, intensa; y su voz era poderosa, pero
delicada, intensa pero flexible como las hojas de los árboles. Al
terminar, abrió los ojos, ambos se olvidaron por un momento del
sismo, se miraron, Jimmy Jaime estaba llorando, subvertido por la
hermosa voz de Alfredo.
—¿Esa canción de
quién es?
—¡Es mía!
—¡No mames! —dijo
Jimmy Jaime, limpiándose una gorda lágrima—, eres un verdadero
talento, ¿cómo te llamas?
—Alfredo, Alfredo
Martínez.
—Eres increíble, mi
amigo. Deja que nos saquen de este pinche elevador y te voy a llevar
a un estudio para que grabemos juntos esa canción. ¡Yo te voy a
hacer famoso!
—¿En serio? —Alfredo
no pudo ocultar su emoción por estar cumpliendo el sueño de su
vida.
—Claro, pero te
vamos a poner un buen nombre artístico, algo como… Alfredo
Mercurio. Alfredo Martínez se escucha muy culero.
—Muchas gracias,
amigo —dijo él, aferrándose a la caracola de su llavero.
De pronto se vino un
terrible estruendo: era una réplica del primer temblor, y ya se sabe
que las réplicas son más salvajes que los propios terremotos de
origen. La luz se apagó, el elevador cayó y, luego de un crujido,
el edificio entero se vino abajo.
Alfredo siempre
llegaba tarde a todo.
Adolfo Ramírez |
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