sábado, 9 de diciembre de 2017

Bien está lo que bien acaba......Jordi de Miguel

En solidaridad con ValtònycPablo Hasél, que a pesar de no ser punkys y abusar del pareado fácil 
(eso es un crimen), tienen grandes letras: Los Borbones son unos ladrones ¡Muerte a los Borbones!

Acuarela de Esther Aguilà
La violencia del movimiento ha desequilibrado el coche hacia mi lado, y aprovecho la coyuntura para atraerla aún más hacia mí y entrar hasta lo más profundo de su garganta. Y casi es un gemido lo que sale de ella: “¡Ay, dios!” Pero reconoce mi excitación y es sólo un segundo, enseguida vuelvo a estar dentro de sus labios, dentro de su boca, que sube y baja y sube sin cesar... Descanso la mano derecha sobre su coronilla y ya no la suelto, presionando con mucha suavidad hacia abajo, cada vez más, siguiendo la cadencia que mis glúteos imponen a la suspensión del viejo Renault 7, ahora desbocada... y ya no es tanto ella la que se mueve arriba y abajo sino yo el que entra y sale de su boca, a un ritmo trepidante: cada vez más rápido, más rápido, más... Me siento palpitar dentro de ella, inflamado, su cabeza hirviendo bajo mi mano, en una oleada de calor animal que me recorre la columna de arriba abajo y me atraviesa todo el cuerpo, hasta estallar en su interior.


—¿Tienes un klínex?
            Alargo la mano hacia la guantera y atrapo al vuelo un paquete de pañuelos de papel. La Niña coge uno para ella y me pasa otro, se limpia el líquido denso que resbala por su mano, está preciosa con el pelo castaño claro —con algún que otro brillo cobrizo— despeinado, y aquella gota blanca que permanece aguantando un precario equilibrio sobre la comisura de sus labios rojos.
            Aaah, si ya lo decía mi pobre padre: bien está lo que bien acaba. Yo también me limpio un poco, me subo los tejanos y abrocho el cinturón. Cierro la ventanilla, que empieza a hacer frío, recoloco hacia delante el asiento, arranco, echo marcha atrás despacito y... ¡crash! Un golpe seco y metálico rompe el silencio de la noche.
La Niña me mira asustada:
—¿Qué ha pasado?...
La hostia, por lo que veo por el retrovisor, me acabo de pegar un leñazo guapo contra el lateral de un auto marrón. ¿Pero qué hace un coche ahí parado, justo detrás del nuestro? ¿Y cuándo ha llegado ahí, si la calle estaba desierta?... ¡Coño, que eso es un coche de la policía! ¡¿Qué hace un coche patrulla estacionado detrás del mío, perpendicular al aparcamiento en batería de la esquina montaña de Almogàvers con Joan d’Austria?!
¡Qué cabrones!, los tíos debían estar montando un control de alcoholemia, a ver a quién cazaban hoy, un sábado a las cuatro menos veinticinco de la madrugada, entre el tráfico nocturno del recién inaugurado triángulo golfo de Barcelona, estratégicamente situados al final de la calle Almogàvers, casi enfrente del Psicódromo, vigilando las llegadas al Zeleste y las salidas del Ceferino —de donde venimos nosotros—; se deben haber quedado con el percal: “¡¿Has visto a esos dos, Morales?!”, y no se les ha ocurrido otra cosa que estacionar con sigilo detrás de nosotros y quedarse a disfrutar del espectáculo en directo, con discreción, eso sí, como dos señores: en primera fila del autocine, con pantalla gigante y sensurround... ¡Sólo les faltaban las palomitas! ¡Qué cabrones, tendría que denunciarles por voyeurismo! Claro que ¿eso está tipificado como delito?... Bueno, chaval, ¿y qué tal si por una vez te comportas, intentas ser amable y te pones a su disposición?: “¿No necesitará un klínex por casualidad, señor agente?...”
Hay que fastidiarse, qué poco duran las alegrías en casa del pobre. Muevo el coche menos de un metro hacia adelante y echo el freno de mano mientras los maderos salen del suyo, uno de ellos se queda valorando los daños y perjuicios de la puerta delantera... Ya la hemos jodido, pienso, ¡cómo se les ocurra hacerme soplar!, y de golpe y porrazo se me bajan el puntillo y la alegría irracional que llevaba. En fin, vamos allá: meto la camisa como puedo por dentro del pantalón, me bajo el cuello de la cazadora de cuero negro y salgo a disculparme:
—Perdone, señor agente —me dirijo al que ya está ante de mí—, no les había visto...
—¡No se puede salir marcha atrás sin mirar! —corta el conductor, que se ha quedado apoyado en la puerta con el micrófono-altavoz color crudo sucio de la Motorola en la mano, y va pasando los datos de mi matrícula a la central—: B de Barcelona, sí...
—A ver, carné de conducir y documentación del vehículo —me pide el otro.
            Vuelvo al coche y justo en ese momento, un todoterreno negro con las ventanas bajadas pasa a toda velocidad frente a nosotros, despertando al barrio entero con la estruendosa música chumba-chumba que llevan puesta a tope, los pasajeros gritando, el copiloto moviendo el puño frenéticamente y... ¡un culo pálido y peludo que asoma por la ventanilla trasera, fulgurante en mitad de la noche! ¡Qué grande, el colega les está haciendo un señor calvo en toda la cara!
            Los dos maderos se miran entre ellos, me miran, se vuelven a mirar... “¡Vamos, vamos!”, decide el conductor, se meten corriendo en la tocinera y salen disparados detrás del cuatro por cuatro. Una chillona sirena azul comienza a desgañitarse por la calle Joan d’Austria abajo. Vamos, lo que les faltaba a los vecinos para acabar de animar la noche.
Yo también entro corriendo en el coche, bendiciendo la buena suerte que por una vez en la vida me sonríe. La Niña se parte el pecho, mostrando sus paletas de conejo que, junto a los grandes ojos ambarinos, le dan el aspecto infantil origen de su apodo.
—¿Has visto eso?... ¿De qué te ríes?
—De cómo te ha cambiado la voz, ¡tenías que haberte escuchado!: “Ay, disculpe, señor agente...” ¡Quién te ha visto y quién te ve, Tigre, si hasta parecías un chico formal y no un antisistema barriobajero! —Y vuelve a asaltarle la risa, señalando mi entrepierna—: Anda, métete eso.
¿Qué?... Un faldón de mi supercamisa rosa, con etiqueta blanca incluida, asoma orgulloso por entre la bragueta abierta de los tejanos: los maderos deben haber flipado pepinillos con mi elegancia innata. Eso sí, por lo menos oculta a la vista los calzoncillos felinos a rayas negras. Intento arreglar el desbarajuste mientras la Niña, sardónica, silba una antigua canción de la movida ochentera.
            Arranco y ahora sí salgo marcha atrás chirriando ruedas, a lo grande, para torcer rápido a la derecha por Almogàvers. Mi chica continua riéndose, así que suelto la maqueta encima del salpicadero (con la habilidad que me caracteriza, ya la tenía preparada en la mano derecha): una joya del punk que tuvo el triste honor de sufrir la primera censura policial del estado español después de la muerte del dictador fascista, y convirtió en héroes antisistema de la lucha por la libertad de expresión a los añorados Iosu y Juanma —que junto a Pako se chuparon treinta y seis horas de cárcel en estricta aplicación de la ley antiterrorista—. Era lo suyo, pero para complacer a mi Niña, que hoy se lo había currado, abro la guantera y me dedico a trastear y rebuscar entre los casetes, hasta encontrar otra cinta mítica de los años 80, en este caso pop: nada que ver con un himno legendario del rock radical vasco como Mucha policía, poca diversión, pero bueno...

                                     —Caballero, hay que cerrar.
                                     —Pórtese conmigo, fíeme otra más...

          Y así todas las noches, desafiando al santísimo,
          entre arcadas de lo bebido y convulsiones nerviosas...

            Me salto el semáforo en ámbar, vuelvo a torcer a la derecha, huyendo en dirección contraria al presumible camino de la pasma —aunque con éstos nunca se sabe—, y pillo la Meridiana, ya más tranquilo... Cuando Germán Coppini empieza a atacar la cuarta estrofa, sonrío y le busco los ojos a la Niña:

          Meto los faldones en el pantalón, 
          me aliso en cabello, tarareo una canción,...

Como sostenía mi viejo, bien está lo que bien acaba. Qué diablos, sólo se vive una vez.

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