sábado, 23 de diciembre de 2017

Playa Manteca......Ur Olivero

Foto: Prisión de Playa Manteca (www.Google)
Allá en Playa aprendí a tener, como aquél que dice, ojo de águila. Por un lado me obligó la terca necesidad, madre virtuosa que bien enseña, y en poco tiempo, lo que se ha de evitar aprender durante toda la vida, pues tiempo no hay para tales menesteres.
         Sea como fuere, sí que sobrevuelan por mi magín dos o tres nombres, Ana Margarita, por ejemplo, de la Casa de Cultura de Mayarí, que me mandó a Playa algunos libros y siempre lo agradecí, pues bien que esos libros me ayudaban a nadar contracorriente cuando se terciaba y me aburría. O Zoe, mi buena amiga de Cabal, que me decía "Mira, te dejo esta novela. Cuéntame cuando la termines qué te parece. Ya sabes que mi biblioteca la tienes abierta siempre", y me iba con el libro para la parte de la playa, debajo de las uvas caletas, y ahí me pasaba mis buenos ratos, de viaje, fantaseando por los nortes y los sures del mundo, qué bueno era viajar sin moverte. Y al mismo tiempo afilaba mi lengua para cuando me tocara entrarles a las pepillas y rendirlas en menos de una hora, antes de que llegaran a la fiesta de la guagua de la música los otros buitres, vamos, que como decíamos por allá, "Oye, socio, si eres rápido entonces puedes vivir en el oeste", y esos verbos que aprendía, esas facilidades en ponerle a las palabras la música necesaria, me salvaron más de una vez, y eso no se puede pagar con nada.
         Llegue hasta esas buenas amigas mi más sincero abrazo, y ojalá podamos vernos el año que viene si viajo a la isla. A ver si todavía se mantiene el Concurso de relatos Lengua de Pájaro. Obra humilde de mi gente de allá que me merece muchísimo respeto, porque son capaces de con casi nada hacer milagros de los buenos, de los que tampoco se pueden pagar, sí bendecir y estimular para que se mantengan ahí, en el yunque, como buenos forjadores. ¿Anónimos del todo? No del todo, más allá del ojo siempre hay otro ojo que nos ve y estamos a la par.


A veces los más de 35 grados Celsius no nos dejaban tranquilos. Ese insoportable calor nos quería matar las esperanzas, pero los libros nos ayudaban a seguir creyendo en ellas. Es cierto que no todos los que estábamos allí leíamos; algunos jugaban a las damas o a los dados, cuando había un tablero de damas o alguien sacaba de cualquier escondrijo un juego de dados, porque estaban prohibidos y si nos agarraban jugando a los dados, eso significaba casi un mes de castigo en la celda a una sola comida diaria, y en ocasiones a horarios irregulares, era un modo de ablandar tu anarquía y someterte. A pesar de todo, aquellos años que pasé en la prisión de Playa Manteca puedo considerar que fueron años felices, si podemos entender por felicidad que te asomas a tus abismos, sopesas tus fuerzas y resistencias, y te creces en serias dificultades, conoces el hambre, eres leal a tus amigos y ellos son leales contigo, aprendes a salir de ti más allá de los barrotes y la tiranía de los funcionarios de la prisión. 
         Nos llevaban al comedor por un cepo metálico y nos daban poquísimo tiempo para comer, si comer se le puede llamar a engullir en unos escasos minutos el poquito de arroz, o la cucharadita de maíz, o el trocito de dulce de membrillo que cuando menos nos lo imaginábamos, nos daban como postre. Ese día era una fiesta para nosotros porque nos llevábamos el dulce de membrillo para el bloque y, trocito a trocito, íbamos engañando al hambre con vasos de agua, y así hasta el nacimiento del otro día, como aquél que dice. Mi prima Elenita me llevaba muchos libros y con las lecturas de esos libros, de esas interminables novelas, aprendía, como aquél que dice, un mundo de cosas, y aprendía también a evitar los millones de faltas de ortografía que tenía. Si digo que los libros me salvaron la vida, no digo mal, no. Me la salvaron. 
          Y aquí estoy, con esos fieles amigos desde ayer para siempre, y con la esperanza de que algún día no existan sitios como Playa Manteca, o Dos Bahías, o Kilo 7, donde pasé años difíciles. Menos mal, los libros que me llevaba mamá, y los que me conseguía la prima Elenita. No sé qué hubiera sido de mí allí sin esos lealísimos amigos. Ahora leo El sueño del celta y todo apunta a que Vargas Llosa se mantiene entre los más grandes de la narrativa de todos los tiempos. Lástima que, de tanto en tanto, le de por envenenarnos con su miserable propaganda capitalista. Calladito está más guapo, como dicen por acá por las Españas. ¡Salud!

Barcelona, 2012

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