Finalista del II Concurso Litteratura de Relato
Hoy no es jueves, pero es fiesta y me dejan ir a verte. Otro día más que poder pasar a tu lado en ese lugar en el que te tienen para que no te hagas daño.
Totalmente absorto en mis
pensamientos, el sonido del claxon del autobús me devuelve a la realidad. Queda
muy poco para llegar. Veo una pequeña bolsa entre mis manos que no recordaba
haber cogido de casa.
Al llegar, cruzo lentamente el
zaguán en busca del patio interior que da a la rosaleda, donde te suelen llevar
los días de visita.
Me quedo un instante mirándote,
apoyado en un pilar del porche que da al jardín. Estás tan cerca que puedo distinguir
el olor de tu perfume mezclado con el tibio y embriagador aroma de las rosas.
Tienes la mirada ausente y melancólica. Se me antoja que por estar rememorando
tus buenos tiempos.
Miro hacia adelante, y pienso... ¿Cuánto tiempo me quedará a mí para llegar adonde tú estás? Te vuelvo a
mirar. Sigues con la mirada fija. Evocando momentos mejores, seguro. Te imagino
deambulando por entre las alcobas del recuerdo, buscando álbumes de fotografías
viejas entre los pliegues de tu malparado cerebro.
Vuelvo a pensar en qué será de
mí. No consigo quitarme ese pensamiento de la cabeza y, casi sin querer, mi
mente cansada por el ajetreo diario se devana entre la realidad y la de mi
posible futuro. Hubiera querido cuidarme más. Llegar a viejo como llegaste tú, con
ese buen estado de salud que disfrutabas hasta que se despertó la terrible
enfermedad.
Por fin salgo de mi
ensimismamiento y me acerco a ti. Te acaricio el pelo y te doy un beso en la
comisura de los labios, al tiempo que te digo con voz susurrante: “¡Buenos
días, cariño!”, mientras te dedico una sonrisa, intentando mantener la
compostura.
Me siento en la silla que
alguien ha dejado preparada para mí, como suelen hacer normalmente. No sé qué
ocurrirá el día que no pueda venir y te quedes esperando toda la mañana frente
a una silla vacía.
Como en cada visita, empiezo
contándote lo que ha sucedido durante el tiempo en que no nos hemos visto, y
te hablo sobre los chicos. No siempre hay novedades, pero quiero hablarte de
ellos en todos nuestros encuentros. En realidad no sé si entiendes nada de lo
que digo. Quiero pensar que sí, aunque los médicos me aseguran que es inútil mi
esfuerzo. No puedo permitirme perder la esperanza. Sin ti, sólo me queda el
deseo de abandonar este mundo.
Contemplándote y hablándote de
lo que ha ocurrido durante la semana, pasa el tiempo inexorablemente. Siempre me
ha resultado asombroso lo rápido que transcurre cuando estás haciendo algo
de tu agrado.
Hoy, curiosamente, echo de
menos algo importante. No consigo recordar lo que he hecho durante todo el rato
que he estado contigo. Se me ha pasado el tiempo demasiado rápido. Tanto como
si alguien hubiera pulsado el botón de avance rápido y me hubiera saltado un
trozo de mi vida. Estas lagunas de memoria se vienen sucediendo en las últimas
semanas. Al principio no les di demasiada importancia, pero me empiezan a
preocupar.
Al fin llega el momento de
irme. Apenas media hora para tener que dejarte. Sé que estando sana preferirías
el rato en el que te cuento el relato que he preparado para ti. Para que tengas
algo que te una a mí, algo que te deje un sabor de boca indescriptible, como
cuando te escribía antes. Lo dejo siempre para el final de la visita, con el
deseo de que mis palabras te acompañen durante el resto de la semana, aunque sé
que no será así.
Y entonces empiezo la lectura,
tratando de poner la voz más suave y profunda de la que soy capaz, para que mis
palabras lleguen de la manera más pura posible a tu deteriorado cerebro,
esperando que esa mezcla de timbre y calidez te retenga en mi realidad, si es
que no te has ido ya del todo.
Al acabar mi relato te miro
fijamente, esperando el más pequeño atisbo de aceptación en tu rostro, algo, lo
que sea. Un simple tic en el ojo, un pequeño gesto con la ceja. ¡Nada! Como
siempre. Es el momento más triste de la mañana, una combinación de
desesperanza, frustración y miedo. Pero no quiero llorar delante de ti. Me
despido con un largo y tierno beso en tus casi inertes labios, y te rozo
ligeramente la mano al mismo tiempo que me voy alejando de tu lado.
Me espera una casa vacía y
triste, y aún más triste recordando cada uno de los minutos vividos esta mañana
a tu lado. Me esperanza la idea de que me pondré a escribir para leerte un
relato inédito el próximo jueves, tal como a ti te gusta.
A medida que el autobús se
acerca a nuestro barrio, veo mucho movimiento. Algunos coches de policía nos
adelantan con las sirenas encendidas. De repente, el autobús se detiene en
medio de la calle y se abre la puerta delantera. Desde mi sitio oigo, cual si
fuera en letanía, cómo una voz grave y autoritaria pronuncia mi nombre. Puedo
ver desde el asiento que ocupo cómo el conductor hace un gesto con los hombros, indicando su desconocimiento. Un oficial de uniforme avanza con paso firme, cruzando el vehículo en dirección a las dos únicas personas que quedamos en él.
Se me queda mirando fijamente y esta vez, de forma absolutamente audible,
pronuncia mi nombre de nuevo. Yo asiento con la cabeza y me hace bajar del
autobús.
Ya en la calle, el mismo
oficial me dice que te han encontrado muerta con signos evidentes de
envenenamiento. Un hilillo seco de una sustancia azul salía de tu boca por la
comisura derecha. Me pide que le enseñe mis manos. Yo debo de estar soñando,
no puedo creer lo que me está contado. Te acabo de dejar hace poco menos de una
hora sentada en la silla del jardín. Pero lo peor de todo es que, al extender
mis manos hacia delante, se aprecia en la derecha una mancha en mis dedos de
color azul.
Esposado y en el asiento
trasero del vehículo policial, camino seguramente de la comisaría, no puedo
dejar de mirar mis manos. Al tratar de recordar lo que ha sucedido, me vienen
imágenes mías poco antes de abandonar nuestra casa por la mañana, cogiendo una
pequeña bolsa del mueble del recibidor. No puedo recordar en qué momento he
podido hacer lo que me dice el policía. Supongo que se trata de un error. Les pido
que me dejen ir a verte, que no creo lo que me dicen. Y sólo recibo la callada
por respuesta.
Instintivamente, me llevo la
mano al bolsillo derecho y recupero una pequeña bolsa blanca. Rebusco en su
interior y encuentro una pastilla azul. Cierro los ojos y me viene de manera inmediata una imagen tuya, nítida,
tan clara como si te tuviera delante. Y, sin abrirlos, introduzco la pequeña
pastilla entre mis dientes y la muerdo con fuerza.
¡En breve estaremos nuevamente juntos, amor mío!Joséluis Laso |
* Nació en Valencia en 1968. Es informático
de vocación y profesión, con una reciente pasión por el arte de escribir. Nos explica que tiene un
afán inconmensurable por jugar con las palabras, intentando juntarlas para que
suenen bien. Después de presentar varios relatos cortos en diversos certámenes, acaba de publicar su primera novela, Caso Prietov: Tensión en la red (2016). Finalista del II Concurso Litteratura de Relato.
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