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Foto: Kuang Woo, Home studio |
París
es una ciudad de la que no hablo nunca. Es la ciudad prohibida, llena
de desencuentros y de citas que no llegaron. “Te veo en el bateau
mouche el sábado a las tres”, me dijo el chico de Lille, pero
resulta que enfermó su abuela y no pudo venir. Años después, fui
con el argelino a ver un museo de ciencias naturales y reímos a
carcajadas porque los nombres en latín de las plantas no nos decían
nada, en fin, que estábamos enamorados. Recorrimos juntos las
callejuelas del quartier 92 y comimos una fondue de carne en un
restaurante de moda, fuimos al casino y jugamos una partida de póquer
en la ciudad de las luces. Lejos de allí, años después, murió su
padre, pero él y yo ya no estábamos juntos, y el chico de Lille que
me había pedido matrimonio en un parque lleno de cisnes tenía una
hija con otra: jamás vino a París porque su abuela enfermó. En
París me enamoré tantas veces que una vez descubrí una moneda
debajo de un colchón en una habitación destartalada de Villejuif y
fue el mayor tesoro de mi vida, y otra vez escuché un concierto de
rap y ninguna música podía ser más hermosa que aquellos dedos
rasgando un vinilo.
Pasé
por el Sena hace un año y sentí la brevedad del tiempo pasado. “Te
veo en el bateau mouche el sábado a las tres”, me dijo el chico de
los cisnes y los grandes ojos verdes, mi primer amor, y acabé sola
allí, con un souvenir: una bola de nieve con la Torre Eiffel dentro,
y una amiga secándome las lágrimas. Lo esperé, con guantes y
gorro, en pleno invierno, y supe por primera vez lo que era que te
dejasen plantada. París, la ciudad prohibida, la ciudad de la que no
hablo nunca porque tengo demasiado que contar de ella, porque cada
vez que la nombro aparecen miles de calles, puentes, trenes, metros y
casas donde no sucedieron todas las cosas que hoy hubiesen sido mi
vida.
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