Fragmentos de un diario del dolor existencial (XII y último)
Cagliari, Primavera 1998
Nada más. No sé
si él aprovechó para volver a usarme, pero pudo hacerlo todas las
veces que se le antojó, y de la manera que le viniera en gana, sin
problemas: yo estaba inconsciente y él, loco de atar.
(De hecho, cuando me desperté, cuarenta y ocho horas más tarde, con el cuerpo plagado de moretones y magulladuras, las marcas de sus dientes aún martirizándome pechos y nalgas, estaba desnuda por completo, sin bragas ni sujetador, y cuando me levanté, sentí cómo me resbalaba por la pierna un denso líquido pegajoso, semitraslúcido, que parecía proceder de mi dolorido trasero.)
(De hecho, cuando me desperté, cuarenta y ocho horas más tarde, con el cuerpo plagado de moretones y magulladuras, las marcas de sus dientes aún martirizándome pechos y nalgas, estaba desnuda por completo, sin bragas ni sujetador, y cuando me levanté, sentí cómo me resbalaba por la pierna un denso líquido pegajoso, semitraslúcido, que parecía proceder de mi dolorido trasero.)
Y
entonces sucedió algo curioso. En mi casa se hizo el silencio, un
silencio de muerte —sólo lo interrumpía la respiración de mi
hermano pequeño, el letargo profundo de un niño de siete años—,
cuando recobré el conocimiento y, a la vez, dejé de tener miedo.
Mis
padres no estaban. Sin aprensión, silbando: que le dé jarabe con un
tenedor, fui hasta el botiquín, donde mi madre guardaba media docena
de cajas de somníferos y ansiolíticos —Diazepan-Prodes, Lexatin,
Orfidal, Rohipnol, Tranxilium 10…—, estaba hambrienta y tenía
mucha sed. Más de treinta pastillas, al principio de dos en dos: dos
y dos son cuatro, después de cuatro en cuatro: cuatro y dos son
seis, de seis en seis: seis y dos son ocho, incluidos todos los
diacepanes que quedaban, y ocho dieciséis, me entraron con casi
litro y medio de agua.
Aprovechando
que Joel dormía en el sofá, me duché. Al salir me di otro atracón
de pastillas, otras veinte o treinta: seis y dos son ocho, esta vez a
puñados, y ocho dieciséis, porque no sentía ningún efecto, me
puse unas braguitas blancas y un jersey de lana, cogí a mi hermano
en brazos y me quedé sentada en el sofá, esperando. No tenía
miedo, no lloraba, mi tormento estaba a punto de terminar.
No
sé cuánto tiempo transcurrió hasta el momento en que supe que era
el comienzo del fin, me avisó un fuerte dolor en la nuca, dejé a mi
hermanito acostado en el sofá, arropado con la manta para que no se
enfriara —la metí por debajo para evitar que se cayera—, y me
dirigí al lavabo, sólo di dos pasos y fui yo la que me desplomé de
espaldas, tenía los ojos abiertos pero poco a poco dejé de ver,
sentía cómo mi cuerpo se convulsionaba sin parar.
Mi
oído se agudizó: una llave en la cerradura. En ese instante entró en casa mi hermana pequeña,
y al verme empezó a gritar: “¡Sara, Sara!... ¡Sara se está
muriendo!… ¡ayúdenme, por favor!...”, mientras me echaba agua
fría por la cabeza y el cuerpo.
Dos
manchas negras me cargaron y me llevaron hasta su coche: las vecinas
de enfrente, que debían pasar por el rellano cuando se oyeron los
gritos. Mientras, mi hermana fue corriendo a avisar a mi madre, que
estaba sacando la compra del carrito del supermercado.
Yo
lo escuchaba todo. Las chicas me decían: “Aguanta, aguanta…, no
vale la pena, mujer”. Y yo no podía volver en mí: sí, me estaba
muriendo.
Siento
que el coche se detiene, y la voz de mi madre se desata en lamentos:
“¡Ay, Dios mío! Hija mía, ¡¿qué te pasa?!... Dios mío,
ayúdame”. Ja, siempre he pensado que creer en dios es una forma de
quitarse las responsabilidades de encima: si dios quiere… ¡Ah, si
dios quisiera!
Yo
tenía los ojos abiertos y no podía ver, intentaba mover mi cuerpo
pero era como el de un títere sin cuerdas, ansiaba gritar: no me
quiero morir, así no, pero la lengua dejó de existir. En ese
instante supe que era una estupidez morirse así, por culpa de un
hombre como..., como… Nada más.
… la
metí en la cama con mucho dolor.
Me
había quedado ciega, sólo podía oír, luces lejanas en mis ojos,
me metían algo por la nariz, garganta abajo, no podía
respirar, tenía náuseas…, me ahogaba…, me sujetaban la cabeza,
flexionándola hacia el pecho… ¿una sonda? Nada más.
Tengo
una muñeca vestida de azul... Fragmentos de una dulce canción
infantil con la que me acunaba mi padre cuando era niña, ahora retumbaban
lúgubremente en mis oídos, una y otra vez. Una y otra vez…
Una
camilla, una ambulancia,… ¿otro hospital?
… la
metí en la cama con mucho dolor.
Sólo
escuchaba. Recuerdo una voz extraña, gutural, diciendo: “Ahora hay
que esperar… Esperemos que salga de ésta, yo diría que le lavaron
el estómago a tiempo…, esperemos que el shock no derive en coma”.
Sólo escuchaba. Oía los chillidos de mi madre, si hubiera podido la habría escupido en la cara… Nada más.
… la
metí en la cama con mucho dolor.
Ciega,
tumbada en medio de esa especie de habitación tenebrosa, sin atisbar
ninguna luz al final del túnel, sin otro sentido que el oído, pasé
dos días, y luego sólo me acuerdo de despertarme y, de pronto, quedar deslumbrada por el blanco nuclear del techo de urgencias del hospital, y una
enfermera con botellas de suero me sonrió afablemente…, y
entonces comprendí cuánto amaba la vida, a pesar de todo. Aprendí
lo que es la muerte: la oscuridad infinita, la Nada eterna.
En
fin… Desde entonces no puedo dormir con la puerta abierta, y si en
alguna ocasión me veo obligada, tengo que dejar una lamparita
encendida, como los niños pequeños, y a veces me despierto con
palpitaciones, ahogándome, porque me falta el aire, y me siento vejada, sucia y humillada…, desde entonces sufro una profunda depresión cada
vez que llega el solsticio de invierno. ¡Y lo que me costó dejar de
chinarme!... Los primeros meses era la única forma de
tranquilizarme, la única forma de calmar la angustia.
Las
que me salvaron la vida fueron aquellas dos chicas que mi padre
evitaba por lo que él consideraba un defecto, eran lesbianas y
tenían una niña negrita, preciosa, y eso le parecía inmoral. No
recuerdo haberles dado las gracias, me parece que mi madre me aisló,
es una vieja costumbre suya. Me acuerdo de haber estado mal dos o
tres semanas, de irme de casa el mismo día que pude volver a
trabajar en Dympanel (¡no sé cómo no me echaron,
si justo acababa de empezar!), y de tener que cortar con mi novio porque no
soportaba que nadie me tocase.
Fue
ahí cuando mi tiempo se detuvo, y después comenzó el tiempo del
Tigre, el tiempo de “ellos”, que me ha mantenido en la inercia
durante ocho años de mi vida. Los vi pasar, mejor dicho, los he
visto fluir, pero ¡ay!, a la vez también extinguirse... Nunca olvidaré aquel sobresalto de muerte al
tropezarme con Paula en la puerta del Falstaff, y la ponzoñosa sonrisa de mala
puta que se le dibujó en la cara al verme. Dentro me esperaba Amelia, llorando.
La venganza se sirve fría.
No
sé si se advierte una cierta amargura. Estoy muy triste, y tengo la
sensación de que no le volveré a ver. Apago el cigarrillo y dejo de
escribir antes de ponerme a llorar como una tonta.
El
carajillo de Baileys se enfría, el avión me espera. Se
acabaron las vacaciones: me voy de
Cerdeña, ya no aguanto más a Javi. No es de soledad de lo que me siento
llena, sino de la más absoluta Nada, de la más pura ausencia.
El
dolor es mi vida…, y dolor es todo lo que siento.
Sabes encontrar lo bello en la tragedia. Muy bueno Jordi.
ResponderEliminarsaludos
Mariano Contrera
Mil perdones, no había visto tu mensaje hasta hoy!!! Muchas gracias, Mariano. No hay nada hermoso en la tragedia, pero sí se puede encontrar un modo heroico y bello de describirla y contarla. Tal vez por eso, toda esta historia quedó subtitulada con el "Eros y Tánatos" del viejo y honorable Sigmund.
EliminarUn fuerte abrazo desde Barcelona, compañero