Fragmentos de un diario del dolor existencial (V)
Estoy
en el piso de la madre del Tigre, un poco constipada y con dolor de
cabeza, pero al levantarme para ir a comprar el periódico e intentar
encontrar algo de comida en su cocina (apenas hace una semana que se
fue su madre dejándole la nevera repleta y ya no queda casi nada),
mientras él seguía durmiendo, me di cuenta de un detalle. Salvo los
discos del Boss y algún que otro libro, nada de lo que hay en este
piso me recuerda a nada de mi vida anterior, soy una extranumeraria
entre sus cosas; esta sensación de no pertenecer a su mundo me
reconforta. De todas maneras puede que suene estúpido, pero es como
si el orden de cada una de las motas de polvo que cubren libros,
discos, revistas, recortes de diarios,
papeles, fotos, posters
y chuminadas varias que abarrotan su barroca habitación —incluida
una bola de espejos—, hubiera salido de mi propia imaginación a
golpes de un intenso deseo por crear una especie de recinto donde el
tiempo no exista. No sé si eres consciente, pero tu cuarto pretende
ser eso. La conciencia del paso del tiempo colapsa tus ilusiones,
disolviendo tu alegría en la más pura tristeza.
¿Por qué duermes sin descanso? ¿Qué sueñas en las largas horas que te abraza la cama?... El pasado se repite sin saltarse ninguna de las imágenes que te hicieron feliz, cuánta nostalgia retenida, sin compartir, y todo porque los tipos duros como tú no son capaces de sentir hacia fuera, lloran hacia dentro, en esa vasta estancia donde descansa su soledad, ese salón literario donde nadie entra, donde únicamente existe la perfección, donde sólo habitan las mujeres que más te han querido y el tiempo no existe.
¿Por qué duermes sin descanso? ¿Qué sueñas en las largas horas que te abraza la cama?... El pasado se repite sin saltarse ninguna de las imágenes que te hicieron feliz, cuánta nostalgia retenida, sin compartir, y todo porque los tipos duros como tú no son capaces de sentir hacia fuera, lloran hacia dentro, en esa vasta estancia donde descansa su soledad, ese salón literario donde nadie entra, donde únicamente existe la perfección, donde sólo habitan las mujeres que más te han querido y el tiempo no existe.
Ojalá
un día me invites a entrar y dejes de verme con miradas de tiempo
distante, dejes de sentir cómo mis pasos violan los recintos, los
lugares ocultos donde las diosas que antes venerabas te hicieron
feliz.
De
plomo van vestidos los fantasmas que giran sin cesar por tu cama, se
impregnan en tu almohada y al final se deslizan por tus mejillas,
aunque tú nunca lo admitirías. ¿Cuántos días necesito para
acercarme a tus fantasmas?... Dos
y dos son cuatro, cuatro y dos son seis,…
¿Cuántos días necesito para ser uno de tus fantasmas?... Seis y
dos son ocho,… ¿Cuántos días?... Y ocho dieciséis.
Siempre
se despliega un sinfín de recuerdos al compás del zumbido pegajoso
de una mosca cojonera, y acabo por reducir al frívolo vaivén de las
evocaciones infantiles toda mi vida adulta.
Tengo
una muñeca vestida de azul,
con
su camisita y su canesú.
Por
cada adoquín que salto me llega un recuerdo de la infancia, por cada
adoquín que cuento, la zozobra de la edad adulta me revuelca en el
lodo de la infelicidad; es mejor dejar atrás todos los viejos juegos
de la niñez.
La
saqué a paseo, se me constipó,
la
metí en la cama con mucho dolor.
Esta
mañanita me dijo el doctor
que
le de jarabe con un tenedor.
Nada
puede sustituir todos aquellos recuerdos donde la felicidad se recrea
y casi se vislumbra, como si la palparas. Imagínate ser siempre
feliz —si se pudiera, claro, ¿o acabaríamos pensando: qué
aburrimiento?—, es tan tentadora la idea, pero la verdad, creo que
preferimos morir de melancolía al extrañar los viejos y dichosos
tiempos. Como diría él, mira que llegamos a ser gilipollas.
Mirando
hacia atrás, buscando el día en que enfermé de nostalgia, el
horizonte se desvanece en la frontera de mis antecesores. Aguzando la
mirada, ellos también adolecieron y murieron del mismo síndrome, y
envueltos en la mortaja de la soledad se han convertido en pautas
vitales que guían por el mismo sendero a mi existencia futura;
buscando sin pausa en mi imaginario el consuelo de la originalidad
como individuo, me doy de bruces con el muro del destino, atrapada
entonces con mi extenso pasado.
Apago el cigarrillo, una página
más, el crepitante sonido de una hoja de periódico dominical pasada
con urgencia, buscando trabajo, y yo aquí, en un mundo del cual
jamás oí hablar.
Hoy
sólo soy una mujer en
busca de patria que reside agradablemente sola a orillas del
Mediterráneo, en la ciudad de Barcelona. Mis pulmones asmáticos me
odian pero mis manos adoran su piel, la tinta y el papel.
Mi vida es una espera
constante donde se entremezclan las casualidades generadas por los
demás y mis disparatadas decisiones.
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