domingo, 11 de mayo de 2014

La calle del ocho y medio......Alba Sabina Pérez

A Sheila Fernández y Laura Ramos

Foto: María Antonieta, de Sofia Coppola
No pienso ponerme a ver María Antonieta de Sofia Coppola otra vez para escribir este parrafito; pero un día en un viaje a Madrid, mientras estaba sentada con Sheila tomando un café en el Corte Inglés (cuando aún se podía fumar en la gran terraza de la última planta, con esas vistas de La Almudena y el Palacio Real desde la esquina de Gran Vía y Callao), le comenté si recordaba una secuencia de la película, una de las primeras: Kirsten Dunst está a punto de entrar en Francia cuando paran el carruaje en el que va, y la meten dentro de una caseta improvisada con aspecto de hacer un frío que pela, y le dicen algo así como: «Ahora vas a entrar en nuestro gran país, tienes que despojarte de todas tus pertenencias y dejarlas en la frontera». Ella se desnuda y le quitan, además, todas sus prendas y valijas, a su perrito y a su doncella; y la pobre Kirsten, con sus dientes perfectamente imperfectos, se queda allí con tal cara de pena que me dan ganas de llorar pensando en ella, en la verdadera María Antonieta, y en mí contándole a mi amiga que así es como me sentía yo en Barcelona, atrapada y desconcertada. Los gatos de mi novio no eran mi gata, los conocidos no eran mis amigos y me sentía encerrada en un palacio lleno de cosas extrañas y condenada a una existencia tan vacía como la de la futura reina gala.
         Creo que pocas veces he estado tan triste, pero ¡qué demonios!, la madre de Sheila había muerto hacía unos meses, ni siquiera tenía derecho a sentirme así, supongo que quería consolarla haciéndole saber que mi vida también era decepcionante. Si es que estar encerrada en una ciudad con un cielo naranja y sin amigos, o vivir en un mundo donde tu madre ya no existe, quepa en un adjetivo tan vago como decepcionante. Salimos de allí y nos dirigimos caminando hacia la calle del ocho y medio. Ni la calle se llama así ni mucho menos; es el sobrenombre de ese lugar recóndito, pero conocidísimo, donde está la librería Ocho y Medio y los cines Renoir, creo, o uno de esos Ideal de los del círculo polar de cines en v.o.s. de la Plaza de Cubos y alrededores. Había bares nuevos llenos de diversos elementos hypsters de la recién llegada manada de cervatillos prisioneros del séptimo arte, solo que éstos no habían crecido con Garci ni con su «Puro humo», y quedaba poco para la maldita ley que cambió mi vida y mi forma de ver y oler a los demás, sobre todo darme cuenta de que el tabaco disimula bastante bien el terrible aroma de algunos. Pronto llegó Laura, con su bellísimo rostro de inocencia que espero aún conserve; aunque temo que la inocencia ya la habíamos perdido hacía algún tiempo, y poco quedaba de aquellas tres hippies de instituto que pensaban que en segundo de carrera sus vidas estarían encaminadas, al menos, hacia alguna parte. Entramos en uno de esos nuevos locales, ellas pidieron otro café y yo un cóctel. Necesitaba alcohol, amigas y tabaco, todo eso que no tomaba en Barcelona porque el hastío, la pereza y el maldito cielo naranja no me dejaban. Y las tres, que nos leíamos las caras y las almas más deprisa que yo El guardián entre el centeno cuando estoy triste, por primera vez no sabíamos qué decir. Laura traía el pelo mojado de lluvia sin paraguas y un folleto del cine con las películas que podíamos ver. En una de éstas, que Sheila fue al servicio, comentamos que lo mejor sería elegir alguna comedia para que se distrajese un poco; pero ese día la cartelera parecía haber sido tomada por un obseso de Houellebecq y llevada al colapso de la desolación humana. Sólo una sinopsis destacaba entre las demás por ser menos dramática: un tipo amable, simpático con todo el mundo, estalla un día en cólera y trae de cabeza a sus conocidos y familia. Parecía una versión cómica y francesa, seguro poco graciosa y algo simplona, de Un día de furia. Tal vez floja, pero suficiente para cumplir con el objetivo. Las tres, en esos momentos, vivíamos en un triángulo de las Bermudas dibujado entre Gijón, Barcelona y Madrid, que nos separaba de los tradicionales desayunos copiosos en el bar de al lado de mi nuevo (ahora viejo) piso, y de la calle del ocho y medio, domingo sí y domingo también. Ahora era tiempo de muertes, ciudades de cielos no azules, y trabajos de siete de la mañana hasta que el cuerpo aguante. La era post-universitaria en crisis, la desazón, el comienzo de lo indeciblemente rastrera que es la vida cuando tus padres no te mecen en sus brazos cada vez que tienes gripe. Qué asco de adultez precoz, de eso que los demás te dicen que le pasa a todo el mundo, que no te sientas especial, que qué te crees pensando que eres el único, y te dan ganas de mandar al carajo a todo el mundo y con todas las de la ley, porque la juventud y la universidad no te enseñan que la vida no son vacaciones en Praga y saltarte clases, ni siquiera que no es solamente tener pequeños problemas en febrero y junio y derramar lágrimas por cosas que ahora, vistas solamente, y quiero destacar el solamente, de forma retrospectiva, son una soberana gilipollez. Y todo ello debe ser vivido como tal, para que luego te des el gran bofetón que te mereces por haber sido tan feliz y haber comido perdices sin saber a qué demonios saben esas aves que solo existen por escrito. Y de pronto, entre un sorbo y una calada, recordé lo del nostálgico yogur. La historia es que yo estaba la mar de borracha un día cualquiera en esa misma calle unos dos años antes de que todo este cúmulo de fatalidades nos separasen, cuando bajé la vista hacia el suelo no sé por qué, y lo que vi al subirla fue a Laura arrancar un yogur de la rama de un árbol, como si fuese una fruta; y como si hubiese sido coreografiado, justo en ese momento un señor pasó con la compra y yo le quité el yogur desnatado sabor coco a Laura de las manos, y lo metí en una de las bolsas sin que él siquiera se diese cuenta de lo sucedido. Luego inventé toda una historia de camino al cine para ver Elephant, de Gus Van Sant, acerca de cómo, al llegar a casa, la esposa del hombre, ofendidísima porque su marido le había comprado un yogur desnatado (lo que era una indirecta para llamarla gorda) se divorciaría y la culpa sería mía. Laura me juró y perjuró que el yogur no había salido del árbol; pero yo quise convencerme de que la historia había sucedido así, es más, se lo conté al taxista al volver a casa. «Alba, que me robaste el almuerzo del día siguiente, yo lo había sacado del bolso», me repitió durante meses. Me daba igual, para mí aquel siempre fue el árbol donde crecían yogures y, cada vez que pasaba por la calle del ocho y medio en primavera, lo miraba para comprobar si ya estaba yogurciendo, y si colgarían de sus ramas preciosos Vitalíneas sabor coco con sus tapitas y sus fechas de caducidad bien lejanas. Nunca ocurrió, y no sé si el hombre y su esposa se seguirán preguntando lo del yogur súbito; pero lo pasábamos bien con aquellas tonterías cuando eran presente pluscuamperfectísimo. Lo que si sé es que el día en cuestión, en ese triste presente, la película francesa resultó no ser una comedia, y en realidad trataba sobre un hombre que decide despegarse emocionalmente de sus conocidos porque tiene cáncer terminal y Sheila se dio cuenta en el minuto cinco, Laura y yo en el diez, y en el veinte, tras un motón de silenciosas lágrimas en la oscuridad, Shey salió de la sala a fumar un cigarro; aunque ella ya no fumaba desde hacía tiempo. De cualquier forma, creo que la ocasión lo merecía. Nos contó cómo su madre hizo lo mismo, y yo intenté no escuchar porque quería con locura a Elvira, la madre de Shey, y para mí su familia es como la familia que siempre quieres tener, aparte y a pesar, o como quieran ustedes entenderlo, de lo mucho que adores a la tuya. Elvira se había marchado, con su sonrisa, su receta de fabes, su acento precioso, su pelo liso y castaño y su figura de bailarina; y ahora Sheila era menos Sheila y más Elvira, pero menos alegría y mucha más edad. Y como siempre me ocurre en estas terribles situaciones, llovía a mares, y mi novio me llamó mientras estábamos a la intemperie, sentadas en unas escalerillas de la parte de atrás del cine, para pelearnos por alguna de sus tonterías que terminaban en un «esta vez no me vuelvo a casa, esta vez se acabó, esta vez sí que sí» por mi parte. Y colgué el teléfono llorando no sólo por la discusión, sino también por Elvira y por haber dejado Madrid. Laura también lloraba, despacito y sigilosamente, como llora ella, creo que por su cansancio físico, por su dolor físico y mental, por Shey, por tener que vivir en nuestra ciudad ella sola y por todo un poco. Todas echábamos de menos a Elvira y queríamos volver a cuarto de carrera, quizás al día en el que fuimos a la calle del ocho y medio recién levantadas, sin peinarnos ni nada, y no nos quisieron dejar entrar en el finísimo restaurante francés de fondues, y gracias a eso descubrimos nuestra adorada Taberna de Liria donde al dueño no le importaron nuestras pintas. Una lejana tarde noche de otoño, cuando estaba en primero de universidad, fui a una proyección de Vértigo a un club de cine cerca del pirulí y Eduardo Torres-Dulce me dijo: «Hitchcock siempre nos regala el paraíso después de haberlo perdido». Nunca se me ha olvidado esta frase, aunque sepa que no es exacta. En aquel momento recordé cuando lo veía con Garci de pequeña, y quería sentarme con ellos y fumar cigarrillos como una loca, y hablar de Metrópolis. Ahora quería dar marcha atrás, solo un poco, porque me di cuenta por fin de que nuestro paraíso, nuestros paraísos, desde Camden Town hasta la calle del ocho y medio, se habían perdido, y aunque siempre nos quedara el yogur, la acera empedrada, los recuerdos tristes y un rincón donde casi siempre se ponen las nubes, ya estábamos en la frontera donde María Antonieta tuvo que abandonarse por completo para entrar en Francia.

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