jueves, 1 de mayo de 2014

Circunstancias atenuantes......David Cantos Alcalde

Por fin, tras muchos intentos y negociaciones, tras muchas propuestas y contrapropuestas, pros, contras, tras la evaluación sistemática y concienzuda de la logística y los costos del desplazamiento, transporte público o privado, tras valorar las compensaciones, los debes y los haberes, si los precios son con IVA o no, o si entra el postre, consigo convencer a mi pareja de que se venga a cenar al japonés que hay al lado de mi casa. No ha sido fácil, vive Dios, pero por fin lo he conseguido. Nos hallamos a la hora convenida en la puerta del restaurante listos para entrar y yo, en particular, ya me encuentro disfrutando con ese apetito animal, canino, licántropo diría -para darle un toque más gótico y primario al hambre-, el que ya no responde sólo a la necesidad pura y simple del comer por ingerir alimento, energía para mis células, sino a la gazuza que anticipa lo que ha de venir, que ya hueles, saboreas, salivas, que te comerías las uñas hasta los codos del hambre que tienes, vamos. Y el caso es que en un japonés la mayoría de la comida es pescado. Cambio el rumbo de mis pensamientos y empiezo a cavilar si no hubiese sido más apropiado pensar en un tiburón y no en un hombre-lobo, ya que la mayoría de las piezas van a llevar atún, salmón... ¿Qué más dará? Ya estoy divagando. ¿Entramos ya, o qué? Entramos. 
         Qué belleza la de la mesa alargada, con su cinta rotatoria, rotativa, rotante, vamos, que da vueltas, porque me parece que rotar en realidad no rota, tren de sushi creo que se llama, con sus platitos en fila llenos de cosas buenas. Buenas porque están deliciosas y porque sólo pueden ser obra de un demiurgo o demiurga, compasiva y misericordiosa, que ha querido dar a los seres humanos un poco de cuartelillo a lo largo de sus penosas vidas, poniendo un simple corte de pescado sobre un lecho de arroz blanco tan exquisitamente construido que, con un leve toque de salsa de soja, wasabbi y una lámina de jengibre, se convierte en un crisol de sabores en perfecto equilibrio que se despliega en nuestras papilas gustativas. Pero es que además están tan monos, puestos en fila y dando vueltas, que me pondría en una esquina con la boca abierta para que fuesen cayendo graciosamente en mi boca, como a saltitos. ¿Por qué serán tan caros? Porque es un plato bien tonto, la verdad. En fin, qué más da. El caso es que están cojonudos. A ver si se va alguien y nos dan un sitio en la mesa ya, que tengo el estómago pegado. 
         Nos han cedido, por fin, un lugar al final de la mesa, justo antes del giro de la cinta, que recorrerá el mismo camino pero en sentido opuesto y de forma paralela, lo que viene siendo una “U”. Bien. Un poco lejos de la cocina, pero bien. “¿Pala bebel?” “Cerveza japonesa.” “¿Celveza haponesa?” “Sí, por favor.” “¿Y usted pala bebel?” “Vichy Catalán.” “¿Vichy Catalán?” “Sí, por favor.” “¿Me puedes traer un poco de wasabbi y jengibre?” “¿Wasabbi y jengible?” “Sí, por favor.” “Gracias” “¿Glacias?” “Gracias”. Bien. Todo listo. Empezamos... pero... ¿Por dónde? Una fila de pequeñas virguerías culinarias se despliega ante mi vista, a cuál más apetitosa, llenas de detallitos construidos con toques de sésamo, una lágrima de salsa indefinida, una leve cinta de cebollino, un golpecito de mermelada, cebolla dulce, rebozados exquisitos, huevas, algas, empanadillas y cestos de arroz rellenos de carne picada, a remojar en gráciles vinagretas y sojas con o sin wasabbi disuelto. ¿Cómo va a llenarme la panza todo esto? Pues sí. Y además me lo sé ya de memoria. Lo que pasa es que cuando me siento lo olvido. Pero sé que cuando me levante de esta mesa, estaré a punto de reventar y me saldrá arroz blanco por las orejas, pero ahora mismo me parece imposible que eso pueda pasarme.
         El primero, un platito de rábano o de nabo, nunca me acuerdo, blanquito, en vinagre de arroz seguramente, refrescante y crujiente, acompañado con alguna tira de zanahoria. Ligerito para empezar. Y el segundo, un par de makis, un clásico. Las cosas raras para luego. Ya viene el tercero. Gunkanzushi. Un cilindro de alga nori pero sin la consistencia de un maki, que en lugar de tener pescado en el centro, se presenta como un cesto con base de arroz que recoge unas huevas rosadas en la parte superior. Ya se acerca, pero no cogeré ése, porque detrás viene otro del mismo tipo con mejor aspecto aún, como una versión 2.0 del que voy a dejar pasar de largo. De repente, asoma una mano con su correspondiente brazo a mi derecha y lo intercepta cinco personas antes de llegar a mi sitio. Una gran decepción me invade, y ya es demasiado tarde para recuperar el primero, que se aleja sabe Dios a qué paladar menos preparado que el mío, pienso en un ataque de inmodestia. En fin. ¿Qué le vamos a hacer? Al cabo, es el precio que hay que pagar en la cinta. Comes hasta el aburrimiento, pero los que se sientan a tu derecha, si la comida circula hacia la izquierda, tienen el privilegio de escoger primero y tú te quedas con lo que haya. Ese es el pacto, la ley no escrita, la norma consuetudinaria que rige la cinta del restaurante japonés. Y yo la respeto. El gunkanzushi llegará en la segunda vuelta tal vez, pero si no, seguro que pondrán más. Sigue el desfile y yo a lo mío. De vez en cuando mi pareja y yo conversamos, reímos, pero no quitamos ojo a la cinta y a lo que nos ofrece. Ni nos miramos a la cara, oye. Me repongo un poco de la pérdida del codiciado platillo con el deambular de temakis, uramakis, niguiris, oshizushis y futomakis.
         A lo largo de quince minutos me voy llenando el estómago y, de repente y sin avisar, han vuelto a reponer los gunkanzushi. Ya estoy salivando de nuevo, será por eso que se me ocurre siempre pensar en un hombre-lobo antes que en un tiburón. Ya se aproximan y van desapareciendo con rapidez, pero si no me fallan las cuentas todos los que están a mi derecha han cogido el suyo y me ha de llegar al menos uno. Ya viene. Ya está aquí. Casi lo puedo oler. Lo tengo... Lo tengo... Lo...
         Lo que acaba de pasar debe ser explicado con cautela y con la máxima objetividad porque no es moco de pavo ni cosa baladí, ni algo pueril, banal o carente de significado, al contrario, se trata de un comportamiento que debería ser observado por juristas reputados y/o incluso filósofos, de entre los cuales habría que distinguir a un nuevo Rousseau, quien, de algún modo, en un renovado esfuerzo analítico, podría parir un moderno contrato social, o de un modo más práctico, una legislación específica que regule este tipo de comportamientos, que al final ha sido sólo un gesto, a saber: El tío que tengo sentado enfrente se ha incorporado, ha estirado el brazo por encima de la cinta y me ha robado el gunkanzushi. No los comensales que estaban a mi derecha, no. El tío de enfrente. Que tiene su trozo de cinta, joder. Que se ha levantado y todo el sinvergüenza. Eso está mal. Eso no se hace. Eso es sabido por todos. No puede uno levantar el culo del asiento e invadir la cinta opuesta, pasando por encima del mostrador, metiendo el brazo entre salsas y condimentos, para alargarlo al espacio ajeno y sustraer lo que por derecho no le pertenece. No se puede estar en misa y repicando. Sin embargo, por lo pronto, me he limitado a mirarle mal, que es lo único que me permiten mis conocimientos sobre la jurisprudencia en la materia, que son por añadidura muy fraccionados, tanto que tienden a cero, si es que siquiera existen. El sujeto, por no llamarle de un modo más despreciativo, me ha respondido con una ojeada casual e indiferente, como quien cruza su mirada con cualquier transeúnte y se pierde rápidamente en el anonimato, y finalmente en el olvido. Qué triste es todo. ¿No? Podría ser que éste fuese el tipo de comportamiento que anticipa una personalidad delincuente. Un tipo de conducta propensa a aprovecharse de lo ajeno sin considerar el perjuicio que pueda ocasionar. Tal vez tenga una tendencia natural que, no hoy ni mañana, pero algún día, según su entorno, le lleve a malversar, estafar, camelar, úsese la palabra que más agrade, a ser un trilero, un especulador, un bergante, un canalla. Si, quién sabe, llegase a ser un político, un poderoso, un prócer de nuestra sociedad, será de los que se aprovechan de lo público para levantarse un buen patrimonio, para vivir de prebendas y favores, para aprovecharse de las buenas gentes a las cuales debería servir. Pero a lo que vamos, que vuelvo a irme por las ramas. Comento el suceso, como quien no quiere la cosa, con mi pareja, no vaya a pensar que hago un drama por cualquier bobada, pero nótese que sólo se trata de un disimulo porque ardo de ira por dentro: “¿Has visto?” “¿El qué?” “Lo que ha hecho ese de ahí.” “Sí. ¿Y?” “¿Te parece normal?” “Bueno. No es para tanto. Será por comida.” “Ya, pero él tiene su lado de la cinta. ¿Por qué ha de coger del nuestro?” “Anda. Come y deja comer.” Su comentario me recuerda a “El Perro del Hortelano” y a James Bond a la vez, curiosos mecanismos de nuestra mente, y con ese pensamiento me distraigo un rato hasta que se me pasan los sofocos. Vuelvo a disfrutar de la comida errante y, al rato, empiezo a especializarme de nuevo en la caza de viajeras delicias.
         Después de media hora estoy ya que no me puedo ni lamer. El ombligo se me antoja un corchete dispuesto a salir disparado. El botón del pantalón, una tortura digna de los martirios que santificaron a tantas figuras evangelizadoras y que aparecen primorosamente detallados en las policromías de los retablos medievales expuestos en el MNAC. Si un día tengo hijos, no les llevaré a verlos. En mala hora me puse la camisa ceñida, que ahora me asoma un tripón que parezco un Buda, pero sin la cara de felicidad que acostumbra a mostrar en las estanterías de las tiendas de los chinos. Esto me trae a la memoria, por cierto, que esos gatos dorados que van moviendo el brazo en los escaparates de los bazares del lejano oriente siempre me han recordado a Ruiz Mateos, y me los imagino diciendo “Que te pego, leches... que te pego, leches... que te pego, leches”. Ya estoy otra vez por los cerros de Úbeda. Resoplo, miro al techo, luego a mi derecha y me fijo en que una de las camareras está volviendo a poner platillos nuevos, recién salidos de la cocina, y oh, albricias, está depositando otra vez los cestillos con sus huevas, rosaditas y tersas, sobre la cinta. De nuevo, un mar de brazos se alargan para ir recogiendo los frutos del esmero amoroso del chef, que primorosamente ha ido construyendo, pieza a pieza, tales obras de arte. Como los tentáculos de un pulpo, los brazos ondean uno tras otro alcanzando a las bocas expectantes el salado fruto de su esfuerzo. Y los gunkanzushi avanzan, pero cada vez hay menos. Tres quedan ahora, cuando faltan siete personas que superar. Dos. Ya sólo quedan dos y siguen avanzando. Tres personas más allá desaparece uno y queda el último, que ha de superar todavía al matrimonio que tengo a mi derecha. Sé que no lo querrán porque son personas mayores que desprecian por tradición la idea del pescado crudo y se han dedicado toda la cena a las carnes rebozadas, los arroces fritos y las empanadillas. Ya está. Voy a reventar pero será mío. Esta vez sí. Comeré mi último bocado. Levanto la mano y...
         … ahora lo recuerdo todo con cierta confusión, pero me parece que soy capaz de reconstruir la mayoría de los acontecimientos. Creo, Señoría, que él hizo el gesto de incorporarse, y en ese momento adiviné su intención de alcanzar el gunkanzushi. Instintivamente, con una rapidez que todavía me asombra, me levanté y, al vuelo, llegué a agarrarle por la muñeca justo cuando sus dedos ya rozaban el plato. Creo que grité algo así como “¡Y una mierda!” y le estiré del brazo hasta arrastrarlo sobre la cinta, formando un pitote considerable de pescados, arroces y salsas. Cuando el muchacho empezó a increparme, con la boca abierta vi la oportunidad de embutirle todo el cuenco de wasabbi y, como bebiéndolo a gollete, y casi sin juntar lengua y paladar, se lo tragó. Lo que pasó a continuación, Señoría, ya no lo sé, porque la siguiente imagen que tengo presente es la del techo de uno de los pasillos de las urgencias de Sant Pau.

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