martes, 4 de noviembre de 2025

Bellezas de la muerte o Jugar con fuego......Angelo Barreto*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato 

Foto: Esmaylin Mercedes Pérez

Ese día, Lucrecia no llegó a las sieteLaura, las noches que duerme sola, despierta antes de lo habitual. Lucrecia toca la guitarra y canta con su banda, Los huesos del patrón, en el bar Leteo, el último bar de la playa en cerrar. Laura sueña con serpientes que se ahogan en un río y le piden ayuda, pero ella les arroja piedras intentando hundirlas, despierta cuando un gallo canta su primer ¿grito? matutino, que se interrumpe bruscamente. Presiente que algo ha ocurrido y algo está por ocurrir. Se prepara un café y mientras espera (no le gusta desayunar sola), decide limpiar los vidrios, hace días que viene postergando la tarea.

Lucrecia sube las escaleras, guitarra en mano, hacia el monoambiente que alquilan juntas hace medio año y divisa el rostro de su novia a medida que los círculos trazados por el brazo de Laura van quitando la espuma sobre el vidrio, descubriendo su cara.
No hay reclamos, ni preguntas, ambas tienen acordado decirse lo que sienten y piensan, de esa manera la confianza es la base de su pacífica convivencia. Llega con el semblante cansado, su mirada acá y allá, allá y acá, una leve sonrisa ingenua asoma a sus labios con timidez, como si no supiera si está en el lugar correcto. Se acerca a Laura y la saluda con un beso. 
¡Qué noche! —dice Lucrecia, mientras deja su abrigo en el espaldar de la silla.
           —Hice café, está tibio y  sin  azúcar,  como  a  vos  te  gusta —dice Laura, secándose la espuma de las manos—, compré ése de la etiqueta roja, el que tiene un cráneo de colibrí, nunca me acuerdo del nombre, pero bueno, ése no tiene sangre seca de vaca.
       Laura se sienta y le sirve café hasta el tope en una taza de plástico amarilla. Lucrecia observa serenamente cada cálido gesto cotidiano y le hace tomar otro rumbo a la idea que venía elaborando. Toma con ambas manos la taza de café, la mira con dulzura unos instantes, como queriendo adivinar su futuro en esa borra de café que aún no se manifiesta. Levanta despacio sus grandes ojos negros, el ojo izquierdo mira fijamente, mientras su ojo derecho parpadea, como la protagonista de Metrópolis en su faceta malvada (particularidad que heredó de su padre). No consigue dar detalles a través de sus ojos. Su boca hace vagos esfuerzos por emitir algún tipo de sonido, un monosílabo, una palabra. Nada. Pero el silencio es un verdugo impaciente, no espera y cada segundo en su poder lo aprovecha para machacar al corazón, que no resiste tales embates. 
Gracias —dice Lucrecia amorosamente, y mira en silencio a través de la ventana cómo el verde de la montaña va haciéndose más claro a medida que el sol avanza—. Sabes, en el camino a casa venía pensando… ¿Qué harías si llegara a matar a alguien de tu familia? No sé, a tu hermano, por ejemplo.
¿Y por qué a mi hermano? ¿Y justo el día de su cumpleaños? —Laura suelta una carcajada. Toma el cuchillo y mira hacia el interior de los ojos de Lucrecia, agarra una manzana y la corta en cuatro partes casi iguales, le ofrece un pedazo y ella se come otro.
El día de su cumpleaños… Hoy iba… Viene a cenar, lo había olvidado. Nacería y moriría el mismo día, no todos tienen esa suerte.
¿Y por qué me preguntas eso?
Estaba pensando si nuestro amor sobreviviría en caso de que yo me viera en la necesidad de matar a tu hermano. Por ejemplo.
Eso dependería de cómo, cuándo y por qué —dice Laura, y observa cómo Lucrecia enrola torpemente un cigarrillo—. Si lo matas sin testigos, solo vos serías quien tendría voz en lo que ocurrió de verdad. ¿De qué manera uno se da cuenta de que los hechos fueron como fueron, si no hay quien para verificar lo que aconteció?
          —Eso significa que no confías ciegamente en mí —dice Lucrecia, encendiendo el cigarrillo que tiene entre los dedos.
Claro que confío, pero también tengo el derecho a la duda.
Hay momentos y momentos para dudar —Lucrecia, con los codos apoyados en la mesa, extiende su mano izquierda, la mano de Laura va a su encuentro, los dedos entrelazados—. Mira, y si por ejemplo hubiera pasado que yo anoche al terminar de tocar, me lo encuentro a tu hermano en el bar. Él viene a saludarme, está borracho pero feliz, no como esos borrachos insoportables, sino que dan ganas de compartir y contagiarse de su alegría. Me dice que es su cumpleaños y decido invitarlo a tomar la botella de vino, la que siempre me dan por tocar. Le digo que vayamos frente a las Cuevas del Amor, y al llegar, nos sentamos a esperar el amanecer mientras escuchamos el mar. Yo estoy medio borracha también, pero él mucho más. De repente, ¡ZAS! —Lucrecia grita y gesticula con sus manos, como si alguien intentara agarrarla por la fuerza—. Tu hermano se me abalanza, quiere besarme. Yo lo empujo con fuerza. Él se cae, el vino también. Él pensó, y de esto estoy segurísima, que podía estar conmigo de nuevo, porque todavía le gusto, y desde esa única vez que estuvimos juntos, siempre, y de maneras muy sutiles, se me insinúa, y esta sería la ocasión esperada. Solos en una playa desierta. Quedamos en silencio, un silencio incómodo que me hizo viajar en el tiempo, cuando mi hermano, mi hermano, ese hijo de puta, me tocaba, me metía mano, y como eso le fue poco y yo no tenía ni siquiera la confianza de mis viejos a los quince años... Pasó lo que pasó, y todavía cargo con las marcas —Lucrecia golpea con fuerza las palmas de las manos sobre la mesa—. Y tu hermano, furioso, enojado y herido, se me tira encima, se le cae el sombrero, me sujeta por las muñecas a la arena y me besa a la fuerza con su aliento a alcohol, y menea su pene duro sobre mi vagina... —Laura levanta la mano lentamente, como un estudiante frente a su profesor con una pregunta a punto de formular
¿Podemos llamar a mi hermano por su nombre? Me incomoda que en tu historia lo llames todo el tiempo “tu hermano”. Se llama Rafael, entonces Rafael está arriba tuyo casi a punto de violarte. Aunque no sé si mi hermano, si Ra-fa-el, llegaría a hacer tremenda brutalidad, pero es tu historia. Te escucho. 
, a partir de a comienzo a llamarle Rafael, no te voy a contar toda la historia de nuevo sólo para ponerle el nombre. Entonces Rafael está encima mío e, imagínate, yo en plenos recuerdos oscuros lo veo a mi hermano encima mío. No lo dudo, agarro la botella de vino y le doy botellazos en la cabeza…, lo mato, hasta con su cadáver me desquité clavándole la botella rota en el estómago. Me vengué de mi hermano con tu hermano.
 Lucrecia tira la ceniza del cigarrillo, que queriendo alcanzar el suelo se le atraviesa en la punta de su zapato manchado de sangre. Laura prestó particular atención a este detalle, porque estaba limpiando los vidrios y ese gesto la irritó internamente, sólo el tiempo que llevó la ceniza en caer desde la punta del cigarrillo hasta que percibió la mancha de sangre en la puntera del zapato de Laura, y descubrió también algunas gotitas en sus medias blancas.  
Hasta ahora tu historia parece real —dice Laura, mirando la hora en su teléfono celular—. Vos llegas tarde y Rafael todavía no me llama, quedó a las ocho en llamarme, y ya las nueve y media y nada. ¿Y el cuerpo? ¿Qué harías con el cuerpo?... —pregunta abruptamente—. Puedo confiar en vos, pero el respeto hacia el cuerpo de mi hermano recién asesinado podría incidir en gran parte en el juicio que me forme de vos. 
Al cuerpo lo arrastraría hacia el interior de las Cuevas del Amor y le taparía el rostro con su sombrero, porque me mira, me mira fijamente. Luego me lavaría en el río y volvería a casa como ahora, y te contaría todo tal cual sucedió —dice Lucrecia con la tranquilidad de quien no carga con remordimientos en su conciencia.
Ambas sonríen, queriendo engañar y disipar la tensión que, desde luego, se ha apoderado del ambiente. Medias sonrisas que actúan como represas al pensamiento.
No es fácil la respuesta de si nuestro amor sobreviviría, habría variantes, eso sí, dependiendo del rumbo que quisiéramos tomar, si decidimos seguir juntas, por ejemplo. Y pensar algo que no ocurrió sin emoción es imposible, no se pueden predecir nuestros impulsos, sólo los buenos actores podrían. Pero si Rafael no llama hasta las doce, ahí capaz que podría responderte con más claridad —dice Laura, regalándole una sonrisa—. ¿No te vas a bañar?
Tienes razón en las dos cosas, no se puede predecir la emoción y sí, también me voy a bañar, hoy tuve una noche inolvidable. ¿Vas a salir?
Sí, ya salgo, no dejes pelos en el baño, porfa. Antes te quiero contar el sueño que tuve anoche —dice Laura, jugando con la punta del cuchillo a dibujar rostros en el aire mientras Lucrecia se desviste y busca qué ponerse. 
»Soñé que cinco serpientes estaban ahogándose en el río y me pedían ayuda, y yo, en vez de ayudarlas, escogía las piedras más grandes y las intentaba matar. Pienso en eso desde que me levante. Ahora tengo dos cosas en qué pensar —Laura mira los zapatos de Lucrecia a un lado de la cama. 
»Me voy, nos vemos enseguida.»
Lucrecia, ya en la ducha, tararea y canta Preciso me encontrar de Cartola. Laura finge salir, cierra la puerta con fuerza y vuelve a entrar. Se acerca silenciosamente a la cama y toca la sangre fresca en el zapato de Lucrecia. Cualquier duda que su mente albergaba desapareció, y como quien ya ha hecho algo cientos de veces, con la seguridad de una experiencia aún no experimentada, agarra una botella de aceite y empapa el piso sobre la salida del baño, las ventanas de vidrio, el picaporte de la puerta: Lucrecia tiene que estar imposibilitada de sujetarse a cualquier objeto. Agarra una valija y la pone a un lado de la cama, dentro del campo visual que Lucrecia tendrá al salir. Cierra suavemente la puerta, sale y espera fumando un cigarrillo.  
El sonido hueco de un cuerpo que cae al piso vuelve a Laura al ahora. Apoya el cigarrillo a un lado y entra con cautela. El cuerpo de Lucrecia yace a la entrada del baño, envuelta en una toalla, su cabello a modo de turbante también una toalla lo sostiene. Sólo su ojo izquierdo está abierto. Un pequeño río rojo de su boca nació. 
Lucrecia arrastra el cuerpo de su amante hacia el borde de la cama y lo acomoda sobre sus rodillas, al estilo de La Pietá de Miguel Ángel. Quita con suavidad la toalla de su cabeza, doblándola en cuatro partes. Una lágrima en su rostro baja a sus labios, encaminándose a los labios aún con vida de Lucrecia, sangre, lágrimas y saliva se mezclan en ese beso final. Con fuerza, Laura asfixia a su compañera con la toalla húmeda. Lucrecia reacciona instintivamente ante la muerte moviendo brazos y piernas, acompañando la melodía que el teléfono de Laura comienza a tocar.
La melodía continúa sonando: es la llamada de su hermano (Rafael), perdiéndose escalón a escalón hacia abajo, donde un charco de sangre de gallo yace en el desván de la escalera, un charco rojo que podría ser perfecto si Lucrecia no hubiera dejado su huella al subir esta mañana. Siempre tan distraída. 


Angelo Barreto por Anne Beentjes
* Nació en La Pampa (Argentina) en 1989. Es pintor, cineasta y escritor. Hace más de una década que recorre el mundo como estilo de vida. Nos cuenta que sus creaciones artísticas son la materialización de sus pensamientos y el medio por el cual la vida encuentra sentido para él. Como pintor, ha expuesto en Latinoamérica y Europa; como cineasta, ha escrito y dirigido los cortometrajes: ¿Qué es lo humano? y Bellezas de la muerte (que acabáis de leer en forma de relato); como narrador, ha escrito una serie de cuentos a lo largo de sus viajes que esperan ver la luz. Su obra está conectada entre sí (compartiendo, en ocasiones, el mismo título): un cuadro da vida a un cuento, que se convierte en guion y nace un cortometraje. Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.


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