Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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| Foto: Esmaylin Mercedes Pérez |
Ese día, Lucrecia no llegó a las siete. Laura, las noches que duerme sola, despierta antes de lo habitual. Lucrecia toca la guitarra y canta con su banda, Los huesos del patrón, en el bar Leteo, el último bar de la playa en cerrar. Laura sueña con serpientes que se ahogan en un río y le piden ayuda, pero ella les arroja piedras intentando hundirlas, despierta cuando un gallo canta su primer ¿grito? matutino, que se interrumpe bruscamente. Presiente que algo ha ocurrido y algo está por ocurrir. Se prepara un café y mientras espera (no le gusta desayunar sola), decide limpiar los vidrios, hace días que viene postergando la tarea.
Lucrecia
sube las escaleras, guitarra en mano, hacia el monoambiente que
alquilan juntas hace medio año y divisa el rostro de su novia a
medida que los círculos trazados por el brazo de Laura van quitando
la espuma sobre el vidrio, descubriendo su cara.
No
hay reclamos, ni preguntas, ambas tienen acordado decirse lo que
sienten y piensan, de esa manera la confianza es la base de su
pacífica convivencia. Llega con el semblante cansado, su mirada acá
y allá, allá y acá, una leve sonrisa ingenua asoma a sus labios
con timidez, como si no supiera si está en el lugar correcto. Se
acerca a Laura y la saluda con un beso.
—Hice
café, está tibio y sin azúcar, como a vos te gusta —dice Laura,
secándose la espuma de las manos—, compré ése
de la etiqueta roja, el que tiene un cráneo de colibrí, nunca me
acuerdo del
nombre, pero bueno, ése
no tiene sangre seca de vaca.
Laura
se sienta y le sirve café hasta el tope en una taza de plástico
amarilla. Lucrecia observa serenamente
cada
cálido gesto cotidiano y le hace tomar otro rumbo a la idea que
venía elaborando. Toma con ambas manos la taza de café, la
mira con
dulzura unos
instantes, como queriendo adivinar su futuro en esa borra de café
que aún no se manifiesta. Levanta despacio
sus
grandes ojos negros, el ojo izquierdo mira fijamente,
mientras su ojo derecho parpadea, como la protagonista de Metrópolis
en
su faceta malvada (particularidad que heredó de su padre). No
consigue dar detalles a través de sus ojos. Su boca hace vagos
esfuerzos por emitir algún tipo de sonido, un monosílabo, una
palabra. Nada. Pero el silencio es un verdugo impaciente, no espera y
cada segundo en su poder lo aprovecha para machacar al corazón, que
no resiste tales embates.
—Gracias
—dice Lucrecia amorosamente,
y mira en silencio a través de la ventana cómo
el verde de la montaña va haciéndose más claro a medida que el sol
avanza—. Sabes, en el camino a casa venía
pensando… ¿Qué harías si llegara a matar a alguien de tu
familia? No sé, a tu hermano, por ejemplo.
—¿Y
por qué
a mi hermano? ¿Y justo el día de su cumpleaños? —Laura suelta
una carcajada. Toma el cuchillo y mira hacia el interior de los ojos
de Lucrecia, agarra una manzana y la corta en cuatro partes casi
iguales, le ofrece un pedazo y ella se come otro.
—El
día de su cumpleaños… Hoy iba… Viene a cenar, lo había
olvidado. Nacería y moriría el mismo día, no todos tienen esa
suerte.
—¿Y
por qué
me preguntas eso?
—Estaba
pensando si nuestro amor sobreviviría en
caso
de
que
yo
me viera en la necesidad de matar a tu hermano. Por ejemplo.
—Eso
dependería de cómo, cuándo y por qué
—dice Laura, y observa cómo
Lucrecia enrola torpemente
un
cigarrillo—. Si lo matas sin testigos, solo vos serías
quien tendría voz en lo que ocurrió de
verdad.
¿De qué manera uno se da cuenta de
que
los hechos fueron como fueron, si no hay quien
para verificar lo que aconteció?
—Eso
significa que no confías ciegamente en mí —dice Lucrecia,
encendiendo el cigarrillo que tiene entre los dedos.
—Claro
que confío,
pero también tengo el derecho a la duda.
—Hay
momentos y momentos para dudar —Lucrecia, con los codos apoyados en
la mesa, extiende su mano izquierda, la mano de Laura va a su
encuentro, los dedos entrelazados—. Mira, y si por ejemplo hubiera
pasado que yo anoche al terminar de tocar, me lo encuentro a tu
hermano en el bar. Él
viene a saludarme, está
borracho pero feliz, no como esos borrachos insoportables, sino que
dan ganas de compartir y contagiarse de su alegría. Me dice que es
su cumpleaños y decido invitarlo a tomar la botella de vino, la
que siempre me dan por tocar. Le digo que vayamos frente a las Cuevas
del Amor,
y al llegar, nos sentamos a esperar el amanecer mientras escuchamos
el mar. Yo estoy medio borracha también, pero él
mucho más. De
repente,
¡ZAS!
—Lucrecia grita y gesticula con sus manos, como si alguien
intentara agarrarla por la fuerza—. Tu hermano se me abalanza,
quiere
besarme. Yo lo empujo con fuerza. Él se cae, el vino también. Él
pensó, y de esto estoy segurísima, que podía estar conmigo de
nuevo, porque todavía le gusto, y desde esa única vez que estuvimos
juntos,
siempre, y de maneras muy sutiles, se me insinúa, y esta sería la
ocasión esperada. Solos en una playa desierta. Quedamos en silencio,
un silencio incómodo
que me hizo viajar en el tiempo, cuando mi hermano, mi
hermano,
ese hijo de puta, me tocaba, me metía mano, y como eso le fue poco y
yo no tenía ni siquiera la confianza de mis viejos a los quince
años... Pasó lo que pasó,
y todavía cargo con las marcas —Lucrecia golpea con fuerza las
palmas de las manos sobre la mesa—. Y tu hermano, furioso, enojado
y herido, se me tira encima, se le cae el sombrero, me sujeta por las
muñecas a la arena y me besa a
la fuerza con su aliento a alcohol, y menea su pene duro sobre mi
vagina... —Laura levanta la mano lentamente, como un estudiante
frente a su profesor con una pregunta a punto
de formular.
—¿Podemos
llamar a mi hermano por su nombre? Me
incomoda que en tu historia lo llames todo el tiempo “tu hermano”.
Se llama Rafael, entonces Rafael está arriba tuyo casi a punto de
violarte. Aunque no sé si mi hermano, si Ra-fa-el, llegaría a hacer
tremenda brutalidad, pero es tu historia. Te escucho.
—Sí,
a partir de acá
comienzo a llamarle Rafael, no te voy a contar toda la historia de
nuevo
sólo
para ponerle el nombre. Entonces Rafael está
encima mío
e, imagínate, yo en plenos recuerdos oscuros lo veo a mi
hermano encima mío. No lo dudo, agarro la botella de vino y le
doy
botellazos en la cabeza…, lo
mato, hasta
con su cadáver me desquité
clavándole la botella rota en el
estómago. Me vengué
de mi hermano con tu hermano.
Lucrecia
tira la ceniza del
cigarrillo, que queriendo alcanzar el suelo se le atraviesa en
la
punta de su zapato manchado de sangre. Laura prestó
particular atención a este detalle, porque
estaba limpiando los vidrios y ese gesto la irritó
internamente, sólo
el tiempo que llevó
la ceniza en caer desde la punta del cigarrillo hasta que percibió
la mancha de sangre en la puntera
del zapato de Laura, y
descubrió
también algunas gotitas en sus medias blancas.
—Hasta
ahora tu historia parece real —dice Laura, mirando la hora en su
teléfono celular—. Vos llegas tarde y Rafael todavía no me llama,
quedó
a las ocho
en llamarme, y ya las
nueve
y media y nada. ¿Y el cuerpo? ¿Qué harías con el cuerpo?...
—pregunta
abruptamente—. Puedo confiar en vos, pero el respeto hacia el
cuerpo de mi hermano recién asesinado podría
incidir en gran parte en
el
juicio que me forme de vos.
—Al
cuerpo lo arrastraría hacia el interior de las Cuevas
del Amor
y le taparía el rostro con su sombrero, porque me mira, me mira
fijamente. Luego me lavaría en el río
y volvería a casa como ahora, y te contaría todo tal cual sucedió
—dice Lucrecia con la tranquilidad de quien no carga con
remordimientos en su conciencia.
Ambas
sonríen, queriendo engañar y disipar la tensión que, desde luego,
se ha apoderado del ambiente. Medias sonrisas que actúan como represas
al pensamiento.
—No
es fácil la respuesta de si nuestro amor sobreviviría, habría
variantes, eso sí, dependiendo del
rumbo que quisiéramos
tomar, si decidimos seguir juntas, por ejemplo. Y pensar algo que no
ocurrió sin emoción es imposible, no se pueden
predecir nuestros impulsos, sólo
los buenos actores podrían. Pero si Rafael no llama hasta las doce,
ahí capaz que podría responderte con más claridad —dice
Laura, regalándole una sonrisa—. ¿No te vas a
bañar?
—Tienes
razón en las dos cosas, no se puede predecir la emoción y sí,
también me voy a bañar, hoy tuve una noche inolvidable. ¿Vas a
salir?
—Sí,
ya salgo, no dejes pelos en el baño, porfa. Antes te quiero contar
el sueño que tuve anoche —dice Laura, jugando con la punta del
cuchillo a dibujar rostros en el aire mientras Lucrecia se desviste y
busca qué
ponerse.
»Soñé
que cinco
serpientes estaban ahogándose en el río
y me pedían ayuda, y yo, en vez de ayudarlas, escogía las piedras
más grandes y las intentaba matar. Pienso en eso desde que me
levante. Ahora tengo dos cosas en qué
pensar —Laura mira los zapatos de Lucrecia a un lado de la cama.
»Me
voy, nos vemos enseguida.»
Lucrecia,
ya en la ducha, tararea y canta Preciso
me
encontrar
de Cartola. Laura finge
salir,
cierra
la puerta con fuerza y vuelve a entrar. Se acerca silenciosamente a
la cama y toca la sangre fresca en el zapato de Lucrecia. Cualquier
duda que su mente albergaba desapareció, y como quien ya ha hecho
algo cientos de veces, con la seguridad de una experiencia aún
no experimentada, agarra una botella de aceite y empapa el piso sobre
la salida del baño, las ventanas de vidrio, el picaporte de la
puerta: Lucrecia tiene que estar imposibilitada de sujetarse a
cualquier objeto. Agarra una valija y la pone a un lado de la cama,
dentro del campo visual que Lucrecia tendrá al salir. Cierra
suavemente la puerta, sale y espera fumando un cigarrillo.
El
sonido hueco de un cuerpo que cae al piso vuelve a Laura al ahora.
Apoya el cigarrillo a un lado y entra con cautela. El cuerpo de
Lucrecia yace a la entrada del baño, envuelta en una toalla, su
cabello a modo de turbante también una toalla lo sostiene. Sólo su
ojo izquierdo está abierto. Un pequeño río rojo de su boca nació.
Lucrecia
arrastra el cuerpo de su amante hacia el borde de la cama y lo
acomoda sobre sus rodillas, al estilo de La
Pietá
de Miguel Ángel. Quita con suavidad la toalla de su cabeza, doblándola
en cuatro
partes. Una lágrima en su rostro baja a sus labios, encaminándose a
los labios aún con vida de Lucrecia, sangre,
lágrimas y saliva se
mezclan en ese beso final. Con fuerza, Laura asfixia a su compañera
con la toalla húmeda. Lucrecia reacciona instintivamente ante la
muerte moviendo brazos y piernas, acompañando la melodía que el
teléfono de Laura comienza a tocar.
La
melodía continúa sonando: es la llamada de su hermano (Rafael),
perdiéndose escalón a escalón hacia abajo, donde un charco de
sangre de gallo yace en el desván de la escalera, un charco rojo que
podría ser perfecto si Lucrecia no hubiera dejado su huella al subir
esta
mañana. Siempre tan distraída.
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| Angelo Barreto por Anne Beentjes |


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