Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: Archivo Bettmann, Efigie de Fulgencio Batista (La Habana, 1954) |
Yo también hice como estos jóvenes de rostros incógnitos, colmados de valor, con sus pancartas, sus armas y su descontento, que ahora marchan bajo el sol en protesta, cercanos al parque municipal. Pero debo aclarar que, en mi tiempo, estuve en la histórica protesta de la plaza por puro miedo. Miedo a seguir considerándome un cobarde.
Tal
vez yo no compartía genes con los valientes héroes de la patria,
replicados en estatuas de limpio mármol en el centro de los parques,
con los
bancos
y el vuelo de las palomas, pero bajo el intenso sol de aquella tarde,
no más salieron los primeros grupos a enfrentar a las autoridades,
algo muy profundo se encendió en mí. Y aunque consciente de la
incertidumbre que nos guiaba rumbo al sueño de una vida más digna;
pese a olfatear que tarde o temprano se volvería a la pobreza
habitual y al sálvese quien pueda como refrán, estuve entre los más
resueltos a avanzar través de
las piedras, los palos y el humo, con una voluntad intacta que
obligaba a las autoridades a disolvernos utilizando una fuerza mayor,
o a retirarse, aunque en mi caso, muy pronto tal vez, llegamos a
vernos como dueños de la plaza donde, justo al centro, entre los
bancos y la incipiente huida de algunas palomas, observamos el
monumento con la estatua del tirano.
Debo
aceptar además que, aunque se haya interpretado lo contrario, nunca
me consideré un tipo violento. Pero aquella euforia fue tal que, sí,
admito estuve entre quienes escalaron la enorme estatua para romperle
el rostro a martillazos y que estuve, por demás, entre quienes con
más fuerza tiraron de la soga para, con júbilo intenso, observarla
hacerse añicos contra el piso. Los gritos de victoria y orgullo
colmaron cada pequeño espacio, hasta que vimos avanzar de nuevo a
las autoridades, y esta vez con armamento más pesado que brillaba
bajo el sol.
Quisimos
no retroceder cuando lanzaron los lacrimógenos y las balas de goma.
Quisimos traspasar los escudos blindados para llegar tal vez hasta el
corazón de los ejércitos y demostrar que éramos nosotros los
invencibles, pero me vi de repente cada vez más solo, encerrado y
sobre el suelo, intentando resistir con el cuerpo más duro que una
piedra, mientras bajaban los interminables bastonazos y decenas de
patadas, e iba desapareciendo
esta luz que hoy rebota contra el mármol, donde un rictus de valor
quedó esculpido y resplandeciente en el centro de este parque con
sus bancos, con el vuelo incipiente que vaticina la huida de algunas
palomas, y donde acaban de llegar unos jóvenes de rostro incógnito,
decididos, con sus gritos, sus armas y sus descontentos.
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Pedro Luis Azcuy Flores |
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